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Anécdotas Picantes – VIII

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Letras

VII

ANECDÓTICA VARIA

 

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De un ameno viaje turístico a Europa –nos relata el Dr. Carlos Reyes Cicero– traigo, entre otras impresiones inolvidables, la de mi paso por Barcelona que se señaló por una curiosa aventurilla de la que salí maravillosamente, poniendo a prueba mi precario ingenio… –puntualiza con su habitual modestia el distinguido galeno–. Te la referiré en pocas palabras.

Recién desempacado aún, en tierras de Franco, sentí la necesidad apremiante de echar una cana al aire en la hermosa. ciudad condal. ¿Y quién mejor –pensé– para facilitar mi propósito que el chofer del taxi que me había conducido al confortable hotel Rambla? Estos buenos hombres, en todas partes del mundo, prestan esta clase de servicios; es característica común y universal de su gremio. Su trabajo iba a consistir en la provisión de dos compañeras indispensables: una de carne y hueso –más aquélla que éste y otra, vidriada y quebradiza, con un contenido espirituoso ad hoc. Respecto de la primera compañera, el diligente “cicerone” inquirió:

–¿De qué calidad la prefiere, doctor? ¿Baja, media o buena?

–Camarada –respondí prestamente– eso no se pregunta a un turista de buena cepa. Claro que la tercera, en el orden de tu exposición. Respecto de la segunda compañera, que sea Johnny Walker, etiqueta roja. Ten en cuenta que serás mi invitado.

–Bueno, señorito, pero sólo a la libación…

–Naturalmente, pelma…

La cosa se realizó a pedir de boca; antes de media hora, me vi sentado ante una mesa del bar del hotel, teniendo a mi diestra a una guapísima catalana de pronóstico reservado, y a mi siniestra al afable y dinámico taxista metido a celestino. Frente a nosotros, el consabido néctar escocés.

Los primeros minutos de la reunión transcurrieron en el natural ambiente de cohibición que acompaña a las tertulias entre personas de amistad reciente; pero pronto el whisky cumplió su cometido y, roto el hielo, todo fue verbosidad y alegría en la “troika” de comensales. Mas he aquí que, atraídos tal vez por la eutrapélica expansión que traslucía nuestra tertulia, fueron acercándose y tomando asiento, confianzudamente, varios chispados parroquianos guiados por el incentivo de la libación gratuita a costa de un mexicano dispendioso en plan de echar una mísera cana al aire.

Como comprenderás, esta situación imprevista descomponía los planes que mi amigo me estaba ayudando a realizar, y era necesario ponerle fin. A la sazón, era tópico invariable en las tertulias españolas la agitación política reinante en el vecino país transpirenaico, en ocasión de los recientes comicios presidenciales que habían dado una apretada victoria al candidato del partido conservador, Valery Giscard D’ Estaing, contra el del partido socialista, Mitterand. El explosivo tema, pues, no dejó de asomar las narices en nuestra reunión y me dio la clave para resolver mi problema particular: me declaré partidario del candidato rojo derrotado, de quien hice un encendido elogio oratorio, para rematar mi discurso con una frase que hizo retumbar al Rambla:

–¡Compañeros, que viva Mitterand…!

Había yo dado la fórmula mágica en tierra franquista. Los moscones comenzaron a evacuar el lugar, recuperaron visiblemente la razón que los vapores del Whisky les estaban nublando, ante el temor de que fueran sorprendidos asistiendo a un mitin socialista, por la pareja de la guardia civil que custodiaba el hotel. En pocos minutos pude disfrutar de la anhelada soledad de dos en compañía. Y tan eficaz resultó mi desesperado recurso, que por poco pierdo hasta a las dos compañeras por quienes venía suspirando: la adorable fémina, atada a mí por la tripa, y la botella de scotch… que no podía decir aquello de “pies, para qué os quiero…”

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A un comerciante campechano, conocido por su espíritu de orden y de previsión tanto como por su habilidad, le informaron que su hijo desde hacía tiempo estaba dilapidando su dinero en el juego.

Después de darle al informante las gracias, le dijo:

–Hace tiempo que lo sé; pero son inútiles mis consejos. Estoy convencido de que mi hijo es como esas reses que corren sobre la vía del ferrocarril y no se apartan de ella por más que les piten, hasta que las alcanza la locomotora. Ya me cansé de decirle que deje algo, que no olvide que hasta para pedir limosna se necesita sabucán… Por último, siempre le recuerdo a ese sinvergüenza la clase práctica que nos daba un barbero de Calkiní, que usaba dos navajas de afeitar: la del fiado… y la de contado.

Está de más decir que la del fiado arrancaba pelo y piel.

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Uno de nuestros poetas, quizá para desahogar sus penas familiares, quizá para elogiar a su media naranja, quizá para explicar su notoria falta de energía, pero de todos modos consolándose con un valiente refugio en la ironía, encontró una musa que le dictara los siguientes versos:

Mi mujer es yate inglés

con un gallardo aparejo;

mi suegro, bergantín viejo

que anda dos millas por mes;

mis cuñados, destroyers,

destructores que es igual;

mi suegra, barco-hospital

desmantelado y en dique;

y yo soy un barco a pique

si no amaina el temporal.

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Es muy frecuente, y siempre lo ha sido, aunque hoy quizá más que antes, que los jóvenes desprecien la experiencia de sus padres, pensando que sus ideas y su conducta son anticuadas, obsoletas.

Conocí a uno de tantos mozos que frecuentemente discutía con su padre y le criticaba sus procedimientos, consejos y costumbres; éste, al fin padre, con mucho afecto contestaba dándole explicaciones a su insistente vástago. Hasta que un día el tenaz retoño le espetó:

–Hay algo que no hemos tratado nunca. Crees, o cuando menos todos dicen, que eres muy práctico y muy inteligente. Entonces, ¿cómo es que te casaste muy joven, siendo casi un niño?

Y aquí fue cuando el hasta ese momento paciente y comprensivo progenitor saltó las trancas y respondió a su crío:

–Hijo mío, estos sí son otros López. Me casé muy joven, casi un niño, no por falta de inteligencia ni de sentido práctico, sino por caballeroso y por cariño: ¡ya ibas a nacer!

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Ramón Mendoza Medina, el poeta, invitado por sus amigos Agustín Franco Aguilar y Manuel Gómez Rul, salió para Celestún a cazar patos. La larga espera le permitió ingerir una buena dosis del famoso ron “Paraíso”, orgullo de los lugareños.

Los disparos de Cuxo Franco le indicaron que había llegado la hora cero y no apartó su mirada de un hermoso pato, hasta que acabó con su dotación de cartuchos. Y cosa rara en Ramón, no dando su brazo a torcer, gritó a los otros paticidas:

–¡Ese pajarraco es pura pluma!

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Mi amigo Marcial Cáceres Baqueiro, artista fotógrafo bien acreditado, vivía en una casa situada en la contraesquina del bar “Chemas”, cruzamiento de las calles 55 y 66.

“Mi negro”, como maternalmente le decía mi abuelita que lo quiso cuando niño, de vez en cuando se “lanzaba” a los dominios de Baco y la daba por conversar improvisando dísticos, por cierto, que con poca ayuda de las Musas.

Cuando se retiraba de los “templos” de la plaza grande, ya para entrar a su domicilio, solía tomar la “del estribo” en la barra del Chemas Molina, y esto enojaba al Kilowat Rosado porque Marcial interrumpía su “charla ática” con el grupo selecto con el que diariamente se reunía en aquella “parroquia”.

En una de tantas llegó nuestro héroe y con gran alegría dijo: “¡Por invitación de mi madre, que me llamó por teléfono, a las 5 salgo para Madrid, quiera o no Alma Reed!”

Y don Pedro Rosado el Kilowat, poniéndose de pie, exclamó:

–Dime qué puedo hacer para que vayas a saludar a tu madre desde las 3.

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El Dr. Efraín Gutiérrez Rivas no sólo fue un gran médico, cirujano competentísimo, sino de cultura muy amplia. Era, además, charlista ameno, siempre optimista y de buen humor.

Fue su yerno mi condiscípulo el Lic. Rafael de Regil Espinosa, “El Pay”, como le apodábamos desde los días escolares. Aunque hace muchos años que radica en México, nunca ha querido “sacudirse el polvo de sus zapatos”, por lo que continúa con casa puesta en Mérida y no falta a ningún carnaval, Noche Buena, Año Nuevo, etc., en su ciudad natal.

En una de sus frecuentes visitas a Mérida lo saludé en la calle 60, frente al café “La Sin Rival”. Después de darnos el abrazo de rigor y de viejo afecto, entablamos una breve plática.

–¿Qué te trae por aquí, Pay?

–Vine a pasar con mi suegro su cumpleaños. Por cierto que ando buscando qué obsequiarle. ¿Qué me sugieres?

–Es difícil, porque tu suegro tiene de todo, inclusive muchas moneditas de oro para que herede su única hija y de camino su yernito…

–Es difícil, pero no imposible. En fin, tú conoces el comercio de aquí…

–Bueno, pues como el tío Fallo (así le decían al Dr.) tiene más arrugas en la cara que un sobaco de tortuga, cómprale unos aros de bordar para que se afeite cómodamente.

Días después, al pasar por el mismo lugar, el Dr. Gutiérrez, que salía a la sazón del café, me gritó desde la otra acera:

–¡Muchas gracias, colega, fue una gran idea!

Avergonzado, cerré ojos y oídos y continué mi camino, pues si era grande el afecto por el caballeroso galeno, eran mayores mi respeto y admiración por él.

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Eran los tiempos del Country Club, aristocrático centro social ubicado en la Avenida Colón, en el sitio donde hoy se levanta el moderno edificio de Komesa, y celebraba su tradicional baile del 31 de diciembre, como lo hace hasta hoy su sucesor el Club Campestre.

No sé si hasta ahora, pero en aquel entonces era costumbre que a ese baile asistieran los papás para recibir a las 12 de la noche los abrazos de Año Nuevo de sus hijos que ya andaban de novios o de recién casados.

En una ocasión, un gran amigo mío a quien encontré en baile, se puso nervioso porque se aproximaba la hora de los abrazos y su esposa no llegaba.

–¡Me va a poner en ridículo esta señora!, nos decía.

Yo notaba que, seguramente para calmarse, a intervalos cada vez menores apuraba una y otra copa. Para ser breve: la señora llegó con gran atraso, cuando ya mi amigo, imbuido de energía por las repetidas libaciones, tuvo fuerzas para poner las cosas en su lugar:

–¡Fijate a qué hora llegas!, le dijo.

–Perdóname, mi amor, no fue culpa mía. Yo desde muy temprano acudí al salón de belleza

–Sí, mujer, sí. Ya no tiene remedio; pero menos mal si te hubieran atendido.

Pues era el caso que aquella respetable dama, llena de virtudes, no fue la que inspiró a Becquer cuando dijo: “Mientras exista una mujer hermosa, habrá poesía”. Y abrazos, tiempo y dinero se habían perdido.

Jesús Bolio López

Continuará la próxima semana…

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