Letras
VI
ANECDÓTICA LEPERA
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Los abogados don Marcial Cervera Buenfil y don Ricardo Pinelo Elizalde trabajaban en el mismo edificio del Poder Judicial del Estado, el primero como Secretario del Tribunal Superior de Justicia y el segundo como Subprocurador General.
Eran íntimos amigos y se daban bromas de todo género. Una mañana lluviosa y fría el Lic. Pinelo vio pasar por el corredor a don Marcial con una gorra (cachucha) en la cabeza. Esto lo hacía el Lic. Cervera en días como ése, pues siendo calvo tenía que protegerse de un resfriado. Al momento me dijo el maestro Pinelo:
–Por ahí va Marcial con su gorra, parece un capitán de barco. Ahora mismo me va a pagar una broma.
Y tomando su bastón se dirigió al Tribunal Superior. Al llegar frente al escritorio de su amigo, que inclinado revisaba unos expedientes, le dijo en voz baja y cuadrándose:
–¿Qué manda, mi Capitán?
–Que te subas a la verga, le respondió el ingenioso maestro Cervera.
Y he aquí cómo el maestro Pinelo fue por lana y salió trasquilado.
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Un cuasivecino mío desde hacía algún tiempo, en parte por los años y en parte por otras razones, se había vuelto un poco olvidadizo de los sagrados deberes conyugales consignados en la máxima bíblica: “Creced y multiplicaos”.
Una tarde, al despertar de su siesta, dispuesto a enmendar su yerro y mirando con expresivos ojos a su esposa que leía acostada en la cama, desde su hamaca de “crochet” le dijo:
–Linda ¿no has visto mis pantuflas?
–Mi amor –contestó la señora, que entendió bien de qué se trataba– vente sin pantuflas…
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Es bien sabido que en todo el mundo las empresas o propietarios de negocios en los que hay instalaciones de W.C., procuran que éstos se conserven higiénicos. Esto ocurre con mayor razón en Yucatán, donde el pueblo es limpio y “no tiene miedo al agua”. Pero es también cosa generalizada que las gentes siempre han acostumbrado externar sus opiniones, desahogar sus pasiones y resentimientos, etc., con palabras, frases o versos que escriben en las paredes de las letrinas, baños y demás lugares de descargo fisiológico.
No sé si hasta hoy existan, pero recuerdo que en los W.C. de los FF. UU. de Yucatán se colocaron unas placas de bronce con esta leyenda:
“Se suplica a los pasajeros no accionen la palanca cuando el tren esté detenido en las estaciones”.
Un día, viajando a Progreso, por una necesidad “menor” me dirigí al W.C.; pero la risa me la tornó “mayor” al leer estos versitos escritos debajo del aviso preinserto:
Me causa risa y sorpresa
este anuncio estrafalario,
pues debe saber la empresa
que el culo no tiene horario.
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Sucedió en Valladolid, la Sultana del Oriente.
Un señor, creo que de apellido Aguilar, después de terminar su período como funcionario público resolvió dedicarse a publicista, y se estrenó haciendo promoción a la panadería “La Vallisoletana”, de la que una de sus amigas era propietaria. He aquí los “versos” que le dictó su “dulce musa” y que fueron escritos en un pizarrón sujeto a la fachada del negocio:
“La Vallisoletana”
anuncia para hoy
patas de queso, a peso.
Señora: abra la pata:
si no tiene queso
le devolvemos su peso.
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Cuando fui Gerente del Banco Agrario de Yucatán conté con la colaboración del Contador Público don Felipe Vázquez Cos, de quien guardo grato recuerdo por su competencia, honorabilidad y amistad sincera.
Meses después de radicar en Mérida, ya acostumbrado a convivir con los boxitos y al clima, decidió viajar a Guanajuato, contraer matrimonio y venir a radicar a esta ciudad de las veletas, “hasta que me corrieran”.
Un día charlando después de las labores de la mañana, le pregunté cómo se sentían él y su señora esposa en Mérida, contestándome:
–No había tenido ocasión, jefe, de hablar con usted de esto. Todo fue muy bien hasta que cometí el error de traer a Tana a conocer las oficinas. Tana (así llamaba cariñosamente a su mujer), al ver cuánta muchacha bonita labora con nosotros y notar la familiaridad de las yucatequitas, se me ha puesto celosa, y como habitamos una casita cercana al Banco, no le faltan pretextos para visitarme. Esto para mí es un problema, porque ella sufre y a mí me apena y me disgusta. ¿Qué haré, señor Licenciado?
–Pues mire, Luis Felipe. Tiene usted un remedio fácil, aunque enérgico. Póngale a Tana un acento, pero en la segunda A.
Y acto seguido salí de la oficina.
Los que oyeron mi respuesta le explicaron a Vázquez Cos, que encontraba enigmáticas mis palabras, el significado en maya de la voz taná y a paso veloz y riendo, me alcanzó para darme las gracias, con lo cual entendí que mi consejo no estaría perdido.
Días después me lo confirmó. Mi querido amigo y su honorable y bella esposa forman quizás la pareja más feliz de la sociedad de León, Guanajuato.
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Don Santiago Patrón, apodado cariñosamente Sam, era uno de los asiduos asistentes a las tertulias del Club Cinegético, después de terminar sus diligencias en “Henequeneros de Yucatán”. Amigo sincero y pundonoroso, se quejaba del cambio negativo de costumbres operado en Mérida. “Ya nadie cumple su palabra, decía. Todos son tramposos. Sentí tanto coraje por lo que me hizo cierto tipo, que no resistí la tentación de escribirle estos versos”:
Se acabaron los Cupules,
se acabaron los Itzaes,
hoy sólo quedan los dzules
pero todos son mactáes.
Aclaramos para los lectores que no sean yucatecos, que el vocablo mactá significa “comemierda”.
Durante varios años, hasta que dejé de ver a tan buen Cervezófilo como era don Santiago Patrón, invariablemente saludaba al prójimo diciendo:
Como que puá que sí,
puá que no;
lo más probable
es quién sabe.
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Como es natural e inclusive demuestra un alto sentido de responsabilidad, cuando un joven asiste al estreno de sus primeras obras teatrales acusa preocupación, temor por la acogida que pudiera darles el multicéfalo.
Ese fue el caso del que con el tiempo sería laureado poeta y dramaturgo don Antonio Mediz Bolio, gloria de las letras yucatecas, nacionales y quizás mundiales, pues como no escapó de esas angustias del estreno y el gran repentista Chamaco Longoria lo notara, le dedicó el siguiente epigrama aludiendo al apéndice nasal del maestro, que era cyranesco:
Cada que estrena Mediz
dramas históricos nuevos,
se le estira la nariz
y se le encogen los huevos.
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Una compañera de estudios en la Preparatoria General, en el Instituto Literario del Estado, no quiso seguirnos a la Escuela de Jurisprudencia, prefiriendo ingresar a la de Medicina.
Una mañana, antes de iniciar su lección de Anatomía, el Dr. Andrés Peniche Cantón, siempre galante, llamó a su nueva alumna y le dijo:
–Niña, conozco a tu familia muy austera y seguramente te han educado en forma tal, para conservar tu inocencia. Si quieres, no asistas a esta clase, que yo no te pondré falta de asistencia.
Pero la muchacha le respondió:
–No, maestro. Muchas gracias. Quiero que sepan usted y mis compañeros que si decidí estudiar Medicina debo conocer todo el cuerpo humano y su funcionamiento. Con todo valor he estudiado la lección de este día y sólo tengo una duda.
–¿Cuál?, le preguntó el maestro Peniche.
–Como no lo dice el libro o no me di cuenta, dígame, maestro: esa diferencia orgánica entre el hombre y la mujer, ¿tiene hueso hasta en la punta?
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Don Joaquín Roche, padre de los caballerosos y prósperos industriales Hermanos Roche, fue un distinguido comerciante, entre los famosos de la llamada Calle Ancha del Bazar, como don Agustín Vales Millet, don Ricardo Gutiérrez, etc.
Aunque amable y de buen corazón, no “aguantaba pulgas” ni le simpatizaban los que se las daban de “vivos”.
Un día recibió un telegrama de un comerciante de Campeche con este texto: “Vino no vino, vino vinagre”.
Encandilado, dictó esta respuesta: “Vino sí fue. Chingue a su madre”.
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La ameritada maestra Florinda Batista, no obstante su habitual seriedad, tenía, como buena campechana, sentido del humor.
En cierta ocasión se hablaba entre amigos y desde luego con elogio, del Lic. Antonio Capponi Guerrero notable jurisconsulto, también oriundo de la Ciudad de las Murallas, y en referencia a sus apellidos la maestra Florinda comentó:
–Es imposible que Antonio sea al mismo tiempo Capón y Guerrero.
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De mi condiscípulo el Lic. Omar Canto Catalá, que como dije en el primer tomo de esta Historia Regional fue y sigue siendo de una rara y sana franqueza que no le permite ocultar lo que piensa, recuerdo esta anécdota confirmatoria de su falta de malicia:
En receso de nuestros estudios para preparar exámenes, conversábamos el que esto escribe, Omar y su hermano Mario, con su padre el Lic. y Notario Público don Maximiano Canto. En un momento dado Omar se dirigió al baño y al retornar, mostrando a su papá algo que tenía en la mano, le preguntó:
–Viejo, ¿no es esta una garrapata?
Después de observar cuidadosamente el animalito, don Maximiano preguntó a su intrigado vástago:
–¿Dónde la tomaste?
–De aquí, papá, respondió Omar, señalándose con el índice el sitio capiloso donde los dos muslos se juntan.
–Pues esto no es garrapata sino garrahuevos, hijo. Vete a la esquina, a la botica de Santa Lucía, compra cincuenta centavos de polvo para ladillas y entálcate. No vayas a ser causante de una rasquiña general en nuestra familia tan numerosa, porque tendré que comprar un barril de ese polvo.
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Entre los inmigrantes españoles que hace años llegaron a Yucatán a establecerse, vino uno muy gachupín, valiente, franco, pero muy rústico.
Transcurrido el tiempo y viendo prosperar su negocio, consideró que ya era tiempo de aliviar su soledad contrayendo matrimonio y fijó su atención en una muchacha que frecuentaba mucho su establecimiento. Se le metió la fémina entre ceja y ceja.
Una mañana se acercó a ella y sin más ni más le dijo:
–Mira, me gustas y yo soy hombre honrado. Nada de caminos torcidos. Ahora mismo me traes a tu madre y nos vamos directo al señor cura de la parroquia más cercana.
La muchacha se resistía, diciéndole que antes tenía que hablarle de algunas cosas; pero algo logró decirle sin que él parara mientes ni le diera importancia, pues sólo oía a sus deseos.
–Al grano y ahora mismo. Chivo brincado, chivo pagado. Y se casaron. Pero resultó que mi amigo se encontró con que le dieron “gallo muerto” y sobrevino la primera disputa conyugal entre las explicaciones de la joven y los ajos y cebollas del gachupín:
–Te lo dije, mi Farruquito, protestaba ella.
–Pero…¿qué fué lo que me dijiste?
–Te dije que me gustabas mucho, pero que yo había dado un tropezón.
–Bueno, sí, me lo dijiste, y efectivamente no le di importancia, porque en mi tierra, coño, se tropieza con los pies.
Al siguiente día sus amigos le dimos una fiesta de despedida de soltería, pero su humor distaba mucho de ser igual al de la víspera de su boda. Y así, después de empinar la bota de vino no recuerdo cuántas veces, el hombre cantaba:
En cuanto junte mil pesetiñas
compro en la tierra cuatro vaquiñas;
compro una mula y una mujer,
y con esos animales
¡qué más puedo apetecer!
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Se aproximaban los años cuarenta y ya comenzaba la ascensión (con s y con c) de Omar Canto. De escribiente de un Juzgado penal había pasado a Inspector de Pesas y Medidas adscrito a la Agencia en el Estado de la Secretaría de Economía se le veía muy satisfecho al joven funcionario y estudiante de Derecho.
No faltó quien le llamara por teléfono desde la Escuela y que con un pañuelo en la bocina para que no se reconociera su voz, le preguntara:
–¿Es posible hablar con el señor Inspector de Pesas y Medidas?
–Buenas tardes. Habla usted con Omar Canto, Inspector de Pesas y Medidas, para servirle.
–¿Pero es usted don Omar Canto, el Inspector?
–Sí, señor, soy Omar Canto, Inspector de Pesas y Medidas. Déme el placer de servirle.
–Bueno, ya que para usted es un placer servirme, mídame el “pito” y péseme los “huérfanos”.
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Hace algún tiempo un amigo y su esposa instalaron un restaurancito más allá del Parque del Centenario, en la carretera a Umán. En realidad, el verdadero negocio era la venta de cerveza y “jaiboles”. Como se comprenderá, quien lo quería iba solo o bien se acompañaba con alguna fémina. Entonces los propietarios colocaron a la entrada un enorme rótulo a la manera “popoff”, que decía:
“Nos reservamos estrictamente el derecho de admisión”.
Pero una mañana, debajo de esta leyenda y unido a ella, con unas armellas, alguien fijó otra con estos términos:
“La que no sea puta, no entra”.
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Los que tenemos la dicha de vivir en la avenida “Pérez Ponce”, en el tramo que corresponde a la calle 50, vemos y oímos pasar a nuestras puertas al nada silencioso ferrocarril, anunciándose con estridentes pitazos.
Unos, los más, con resignación no nos quejamos. Otros sí. Pero hay uno, verdaderamente singular, a quien un día agarré en su “cuarto de hora” y me dijo:
–Dr. Bolio López, les tengo odio y envidia. Lo que usted oye. No me molesta el ruido, sino me deprime porque me pone en ridículo.
–Esto sí que no lo entiendo, le contesté.
–Pues me va a entender muy bien. Más de una vez, cuando pasa el tren de Campeche a las 5:30 de la mañana, mi mujer me ha dicho:
–Oye, Mamucho, ahí pasa el tren.
–¿Y qué?, le respondo. No podemos evitarlo.
–Bueno, pero ¿no te da envidia?
–¿Envidia por qué?
–Pues… ese tren ya casi tiene cien años; ¡pero qué bien conserva el pito!
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Don Julio Patrón Cervera era inteligente, comprensivo, dadivoso, caballeroso, ingenioso charlista y además de todo esto, bromista de primer orden. Todo un gran señor. Nunca lo vi de mal humor ni violentarse con nadie. Con su “chispa” tenía la clave para arreglar hasta los asuntos más tequiosos. Una de tantas veces fui a verlo al Banco del Sureste, de cuyo Consejo de Administración era presidente, para pedir un crédito. Me recibió con estas palabras:
–Conque esta es una casa de maternidad ¿no? Sólo vienes cuando estás “pariendo”. Espérame un minuto.
Y con las mismas volvió a su conversación con otra persona a quien había estado atendiendo.
–Mira, para que te des cuenta de lo importante que es hacer las cosas a su tiempo y evitarte problemas económicos, te voy a contar lo que me sucedió con cierta dama. Desde muy joven tuve el capricho de que compartiera conmigo unos minutos de su vida, me gustaba, y yo sentía que no le era indiferente. Pero a pesar de mi insistencia, nunca obtuve nada de ella. Pasaron los años y como no tengo la dicha de ser calvo, comencé a verme algunas canas. El caso es que hace poco se me presentó aquella dama y me dijo: “Julio, cómo me arrepiento de haberte hecho esperar tanto tiempo. No me des lo que yo quiera, como me ofrecías. Me conformo con quinientos pesos que necesito urgentemente, y puedes hacer de mí lo que desees.” Y tuve que responderle: – “Linda, olvidas lo que vale el tiempo, ¿conque hacer lo que yo quiera, no? Te voy a dar doscientos cincuenta pesos y te haré lo que yo pueda.”
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En la plaza de Ciudad Chetumal un grupo de vecinos hacía comentarios alrededor de una enorme culebra muerta, una ochcan o boa yucateca. Uno de ellos decía enfáticamente:
–Yo la maté, yo la maté a trancazos.
–No es cierto, tú eres un cobarde hablador, le contestó otro.
–Yo la maté y se los voy a probar. Vamos aquí enfrente y se los comprobará el señor Zahoul.
Este señor era un comerciante de origen libanés y en aquellos momentos se encontraba en su establecimiento ocupado en hacer una larga suma en un pliego de papel de “estraza”. En esa época no se conocían en Yucatán las máquinas sumadoras y esa labor requería mucha atención y paciencia.
Casi terminaba Zahoul de sumar una enorme columna de números, cuando se sintió interrumpido por alguien que le decía insistentemente:
–¿Verdad, don Zahoul, que yo maté esta culebra?
Como se le enredaron sus cuentas, indignado y sin quitar la vista del papel ni levantar la cabeza, le gritó al importuno:
–¡Que chingue a su madre el que mató la culebra!
Jesús Bolio López
Continuará la próxima semana…