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Anécdotas Picantes – IV

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Letras

III

ANÉCDOTA FAMILIAR

 

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Mi abuela materna fue lo que se llama una mujer hacendosa. Imagínese lo que es atender la economía doméstica, con los exiguos emolumentos que como maestro de escuela en Espita, percibían mi “papá grande” y ella, tanto más si se tiene en cuenta que cada año la clásica cigüeña venía puntualmente de París a la escuelita, hasta completar catorce viajes, ni uno menos.

La abuelita se ayudaba criando gallinas, pavos y cerdos, alcancías del pobre. En el fondo del patio escolar había una cueva que servía a los alumnos de W.C. y también de porqueriza. Es el caso que un día un travieso alumno, el “Bizco Díaz”, apedreó a uno de los cochinos que lo molestaba, mereciendo por ello de mi abuela una reprimenda y un castigo.

Con todo respeto, pero con la firmeza de quien se defiende con justicia, el Bizco le dijo: “No hay derecho, maestra Lola, porque en cierto modo somos socios. Usted obtiene los cochinos, pero nosotros los alimentamos.”

A propósito de su numerosa prole, un día escuché que el abuelito Pepe, santo laico y estoico, siempre de buen humor, le recordaba a su consorte la maestra Lola lo que su papá, mi bisabuelo, les había dicho cuando se presentó a conocer a su vigésimo cuarto nieto: –Escúchame; esto ya no es producto de juventud, amor, vicio o costumbre. Yo creo que ustedes ya fundaron una nueva religión: ya hicieron del coito un culto.

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Acabo de hablarles líneas arriba de la actuación magisterial y doméstica de mi abuelita Lola en Espita. Pues bien, en Mérida, cuando consiguieron su traslado, su vida tuvo que continuar con el mismo espíritu de lucha y sacrificio.

Tenían en la casa un muchachito llamado Satur que me recuerda el anuncio de la tela Atoyac: “buena para todo”. Y en efecto, así era el tal Satur: Satur, lava los platos; Satur, lava las ollas; Satur, pon el frijol; Satur, ¿ya trajiste el pan? Pues aligera, boxito, porque hay que barrer y trapear. Satur, ya es hora de que vayas a la escuela por los niños…

Una vez en que la “talacha” había sido más que extraordinaria, Satur, al fin, se quejó: ¡Ya no puedo más con el calor y el cansancio!

Tienes razón, hijo, repuso la madre de mi madre. Mira, para quitarte el cansancio date un baño frío, y para que tomes fresco te subirás a la mata a bajar doce aguacates, mientras llega la hora de que sirvas la cena.

Pero el caso es que el abuelo enseñó a Satur a leer y escribir y a “hacer cuentas”; y al hijo de Satur uno de los tíos lo hospedó en México, donde aprendió el oficio de sastre, estableciéndose allí el muchacho definitivamente. Satur hasta hoy se considera miembro de la familia.

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Para chasco, el que se llevó la pobre de mi nana, según van ustedes a ver. Era una santa. ¡Cómo nos cuidó! ¡Con qué cariño y diligencia nos atendía a mis hermanos y a mí! Al fallecimiento de mi madre, se fue a vivir a la casa de una joven sobrina suya, único familiar que le quedaba. Y cada mes, por indicación mía, me visitaba en mi oficina para recibir una ayuda económica que le sostuve mientras vivió.

Un día, ella tan prudente, tan conforme, se atrevió a pedirme un pequeño aumento en la cantidad, porque necesitaba consultar con el médico, comprar sus medicinas y algo de ropa. Accedí a su modesta petición, y por simple curiosidad le pregunté:

–¿Has tenido algún disgusto con tu sobrina, nana, o acaso se ha enfermado? Hace poco me dijiste que ella estaba muy bien de salud y contenta con su trabajo.

Muy apenada, casi cubriéndose el rostro con su rebozo, mi nana me contestó:

–No, niño Manuel; nada tiene la salud de mi sobrina que pueda preocuparme; está muy sana y contenta con su trabajo. Yo soy la que me he decepcionado de ella y por esto estoy muy preocupada. Figúrate que yo siempre creía que trabajaba lavando ropa, planchando y sirviendo en una familia católica, como yo lo hiciera en mis tiempos. Y resulta que no hace nada de eso; ella misma me dijo la verdad sin importarle mis regaños. Así me contestó: –Tía, lo que te pasa es que estás educada a la antigua. Mi trabajo es el más cómodo y bueno del mundo. No lavo ni plancho. Pero me visto al crédito y me desvisto al contado.

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Otra vez, sin poder evitarlo, me acuerdo del singular don Max Canto. Había llovido mucho después de su viaje a Europa, a principios de siglo; los tiempos eran difíciles. No obstante, padre amantísimo, en ningún momento desatendió las necesidades de sus hijos, sobre todo de los menores. En ocasión de Año Nuevo obsequió a Mario y a Omar, imberbes aún, pero ya con vocación de marido los dos, un aguinaldo de cien pesos por piocha. ¡De aquellos pesos supervaluados!

Días después, serían las tres de la tarde, cuando llegué a la casa de los Canto donde me reunía con éstos para estudiar las lecciones que nos marcaban nuestros maestros de la Preparatoria. Yo actuaba como si fuera de la familia y empujando la puerta me introduje hasta el cuarto de estudio. Don Max, que oyó mis pisadas, me llamó en alta voz:

––Tucho, ven por aquí.

Estaba en su cuarto enfundado en una bata española que conservaba posiblemente algo del calor sevillano que trajo de su lejana visita al Viejo Mundo, y se mecía plácidamente en su hamaca. Entré.

––Toma una silla y siéntate aquí muy cerca. Quiero contarte lo que me han hecho este par de pericos que se llaman Mario y Omar. ¿Recuerdas que les dí su aguinaldo hace pocos días? Pues los llamé hace un rato y les pregunté en qué habían gastado su dinero. Primero a Mario y me contestó que había comprado vestidos, zapatos, abanicos y no sé qué otras chucherías para regalarle a su novia. Después le pregunté a Omar y me dio la misma respuesta. ¿Me haces el cabrón favor? Ahora mismo me vas a ayudar a componer esto. Qué estudio ni qué niño muerto. Diles a esos muchachos que el dinero se los dí para desvestir mujeres, no para vestirlas; toma de esa mesa cien pesos y dales quince minutos para salir contigo de esta casa. Aquí aguardaré tu regreso para que me informes si ya son hombres.

Cumplí mi cometido. En el camino hacia el cuarto donde estaban mis amigos, me eché setenta y cinco pesos en otra bolsa, y transmití la orden del “jefe”. Diez minutos más tarde un carruaje, por un tostón, nos conducía a donde debíamos ir. Una hora y media después, por la misma suma, otro “púlpito” nos llevó ante el gran Viejo para informarle del éxito de la misión dispuesta por él.

Tuve, pues, un año nuevo atrasado, gracias a mis tempranas alcamonías, porque al domingo siguiente este Tucho-Culebra había cambiado de piel: estrené traje, zapatos, calcetines, ropa interior, corbata y sombrero de pajilla.

Dios tenga en el cielo, pero en una suite, a don Maximiliano Canto. Lo que se llama sin hipérbole un corazón con dos pies…

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Mi hermano Ricardo y mi cuñada, su esposa, encarnaron algo parecido a dos polos eléctricos de signo contrario: se atrajeron. Él era despreocupado de las cuestiones económicas, bohemio, de costumbres descabaladas; ella hacendosa, virtuosa, ordenada en sus hábitos.

Rich, como le decían sus amigos, tenía la costumbre de reunirse en altas horas de la noche con trovadores y gente de vida trashumante, ya que él mismo era un gran aficionado a la trova y hasta compuso algunas canciones. Naturalmente, jamás llegaba a cenar a su casa a la hora normal.

Una noche de tantas, llegó cuando su esposa dormía. Pretendió desnudarse en silencio a fin de no perturbarla, pero ella despertó y le dijo:

––Rich, otra vez llegas tarde… Te vas a enfermar.

Ricardo respondió:

–Te equivocas, mi vida; apenas van a dar las diez.

Esta respuesta convenció a mi cuñada. Pero el diablo, que en todo se mete, hizo que casi en seguida el reloj dejara escuchar una campanada.

–Conque las diez, Rich; quieres engañarme, acaba de sonar la una.

Y él:

–Oye, Maruca, cuando inventes un reloj que toque el cero nos vamos a hacer millonarios.

Jesús Bolio López

Continuará la próxima semana…

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