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Amor sin barreras

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César Ramón González Rosado

Era monaguillo. Salió presuroso de la sacristía.

Al llegar a casa le contó a su madre. Como respuesta, recibió dos bofetadas y un severo regaño.

-Pero te juro que es verdad, yo lo vi con mis propios ojos: es pecado mortal el que cometen el Padre y la catequista.

-Ya no digas más, el pecado lo cometes tú con tus mentiras. El Padre es un santo. Regresa a la iglesia y pide perdón.

Así lo hizo.

Cabizbajo, regresó al templo, remojó el dedo índice en la pila de agua bendita, dibujó la cruz en la frente. Devoto, se hincó en un reclinatorio para rezar y, cumpliendo con lo que le habían ordenado, pidió perdón al Santísimo.

Sin embargo, no estaba conforme, porque había dicho la verdad y lo habían castigado. Entonces se acordó de su profesor. “Él sí me creerá,” pensó.

El maestro escuchó la historia de su alumno y soltó una sonora carcajada.

–Pero ¿por qué se ríe usted profesor?

-Tranquilízate, yo sí te creo -dijo el maestro revolviéndole el cabello-. No te angusties por lo que presenciaste. Estás en sexto año y comprenderás mejor lo que te explique.

-No hay nada malo en ello, es natural: el Padre es hombre y la catequista mujer. Quizá transgredieron una tradición muy antigua que tiene su explicación, pero tampoco es grave, la del celibato de los ministros de la iglesia.

Le explicó el significado de tan extraña palabra, celibato, que nunca había escuchado su alumno.

El maestro hizo un poco de historia. Le dijo que ese mandato era de tiempos muy antiguos, como una norma que los que deciden ser sacerdotes aceptan cumplir por voluntad propia.

-Sin embargo, suele suceder -continuó el profesor- que por razones humanas se quebrante.

-No se le considera como un dogma de fe, sino como una regla de vida. Su transgresión no es precisamente como te han dicho, un pecado mortal. Así que no te preocupes por ello y trata de comprender.

Estas y otras explicaciones dio el profesor, adaptándolas al nivel de comprensión de su alumno. El joven era muy listo y entendió perfectamente.

Salió de la escuela, y se dirigió a la iglesia.

Entró por la puerta mayor. Remojó el dedo índice en la pila de agua bendita y dibujó la cruz en su frente.

Se hincó en un reclinatorio…

Y pidió con fervor por la eterna felicidad del padre y la catequista.

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