Letras
Carlos Duarte Moreno
(Especial para el Diario del Sureste)
¿Quiere el pasaje que yo toque alguna cosa?
–¡Con mucho gusto! ¡Toque usted!
Es Alfredito que habla y un pasajero que le contesta. Estamos a bordo de una de las huahuas que van a La Reforma. Pero ¿quién no conoce a Alfredito, nuestro ciego trashumante que deambula por la ciudad llevando colgada del brazo su guitarra inseparable? Yo lo miro fijamente, como si fuese la primera vez que lo encontrara. Abatido por la vida, con la cara flaca y alargada, manchada la piel y cubierta la cabeza con una gorra y los ojos con protectores espejos ahumados que cubren su ceguera, parece un Sherlock Holmes envejecido o, más bien, un Rockefeller menos viejo. Sus manos largas y huesosas tienen una rara expresión de garras de harpía. Su boca sonríe; pero su sonrisa es sonrisa ácida, amarga, casi llorosa. Los pasajeros cambian miradas inteligentes. La huahua sale regando humo y ruido. Y Alfredito cruza sobre su pecho la guitarra y toca…
“Ay, morena, levanta la mantilla
que cubre tus ojos que son maravilla…”
Nadie canta; pero las notas que el ciego viajero arranca a las cuerdas de la guitarra hacen que todos digamos con la mente los versos de la canción que se ha hecho popular.
“La mantilla que cubre tus ojos”, repite mi corazón. Sarcasmo cruel. Y Alfredito sigue, repitiendo el giro musical que habla. Y los ojos de él, con el cortinaje de la sombra que no se romperá nunca, ¿quién habrá de salvarlos, levantando el velo negro?
“Ay, morena, levanta la mantilla
que cubre tus ojos que son maravilla…”
Rueda el tema, envolviendo a todos. A mi derecha viaja un señor calvo que escribe como puede en una libreta. Parece que le molesta que el ciego toque y lo mira con odio. Tomo venganza y con toda premeditación echo una mirada indiscreta sobre la libreta. No ha escrito una sola letra. Se trata de una suma. El papel está lleno de números. Entonces comprendo. Mi vecino de la izquierda que, al juzgar, no es nada tonto, se da cuenta de las miradas y del rictus de los semblantes y me dice que el hombre de la libreta es un agiotista del rumbo. Con la noticia construyo la geografía espiritual correspondiente. ¡Está bien! Donde hay campana hay de todo, dice el vulgo. ¡Y tiene razón! Pero la huahua debe detenerse porque he llegado a mi destino. Alfredito sigue tocando y sonriendo con esa sonrisa que no tarda en llorar. Las notas, con la distancia, se opacan, se debilitan, se pierden…
Alfredito es parte de nuestra vida, de nuestro dolor, de nuestra época, de nuestra canción, que esparce musicalmente. Es una de las angustias populares que se individualiza y adquiere personalidad. Pero aparte de esto, del aspecto sentimental de su existencia y de su significación, Alfredito encierra, en la tristeza natural de su vida errante y sin esperanza, una lección que no se aprende en los libros pero que da la vida misma. Pobre y triste, sin noción del color ni de la línea; vedadas a sus ojos las bellezas de los crepúsculos, la majestad bravía o en calma de los mares, el terciopelo verde de las praderas, dedica sus manos a la docilidad de servir; el servicio incomprendido de arrancar a las cuerdas de su guitarra notas que entretengan la vida ya que no pueden salvarla; es decir, sobreponerse al infortunio, a la pobreza, a la mutilación, y emplear lo que da existencia a una labor grata, beneficiosa, pura…
Vivimos una jornada de historia a base de cajas de Pandora. Lo imprevisto salta. Pero es lo imprevisto que golpea y desorienta. Desollados y cojos andan los bienes morales de nuestra época. Por eso Alfredito, como muchos otros que son carne de la ciudad, jugo de sentido, alma de popularidad trashumante y dolorosa, seguirá, sin pena ni gloria para la mayoría de las gentes, arrastrando su vida pobre por nuestras calles, por nuestros centros de reunión, pasando como una cosa sin importancia, como “un ciego que está acostumbrado a ser ciego”, según frase de un chusco adocenado que no comprende las sonrisas que no tardan en llorar… Seguirá orientándose con su bastón, pidiendo que lo ayuden a cruzar la calle, a subir a la huahua, preguntando la hora. Y ya que no puede hacer más, pondrá a tono su guitarra y, pidiendo permiso con humildad amarga y dulce, mientras el motor evoluciona y la huahua llena la calle de humo y olor de gasolina al arrancar, hará que vuelen de las cuerdas las notas que constituyen, por veleidad de las circunstancias, sarcasmo para sus pupilas imposibles de librar de la sombra.
“Ay, morena, levanta la mantilla
que cubre tus ojos que son maravilla…”
Mérida, Yucatán.
Diario del Sureste. Mérida, 17 de marzo de 1935, p. 3.
[Compilación de José Juan Cervera Fernández]