VII
La ausencia de pavimento hacía de la calle 72, entre la 65 y la 67, una especie de calle proletaria por la que eventualmente circulaban los vehículos automotores –las máquinas como se decía, a semejanza de los cubanos– y una que otra carretilla como las de los vendedores de tierra para jardines y macetas.
Por el contrario, la calle 65 estaba totalmente petrolizada desde el sector oriente de la ciudad –era la antigua carretera a Izamal–, hasta el sector poniente de la urbe, donde se construían las casas de una de las primeras colonias meridanas. Por esa arteria circulaba la uaua, o la guagua, como los puristas del idioma quieren que se escriba. Este vehículo de pasajeros ahora recibiría el nombre de ómnibus o autobús, pero en la primera mitad de los años 50 del siglo pasado era conocido con el mismo nombre que se le daba en Cuba.
Entre los meridanos prevaleció la voz camión para designar a la uaua. Por eso tenemos la Unión de Camioneros de Yucatán y la Alianza de Camioneros de Yucatán, que dan el servicio de transporte urbano en la ciudad. Al respecto, el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua precisa que camión es un carro de cuatro o más ruedas, grande y fuerte, que se usa principalmente para transportar cargas o fardos muy pesados, pero que en algunas partes designa también al autobús.
La ruta de este medio de transporte se anunciaba en un cartel colocado al frente del vehículo, sobre las ventanillas del conductor: 65 Poniente–Centenario–Francisco I. Madero. Al llegar a La Jardinera, la uaua invariablemente hacía una parada a las puertas de la tienda de abarrotes de don Manuel Escalante para bajar o subir pasaje, y continuaba su trayecto por las esquinas de La Garza, La Calandria, El Tecolote, La Uva de Oro, La Dinamita, La Oliva, La Gran Vía, hasta llegar a La Playa. Enfrente está el Parque del Centenario, inaugurado en septiembre de 1910 para conmemorar los primeros cien años del inicio de la guerra por la independencia de México.
En su ruta sobre la calle 65, la uaua cruzaba la calle 86 o Avenida Aviación, como entonces se le llamaba, para entrar a la modesta colonia Francisco I. Madero que se construía en terrenos situados detrás de la Penitenciaría Juárez.
En la calle 65, entre La Jardinera y el Zopilote, vivían mis tíos Alfonso, Gertrudis e Isabel y con frecuencia diaria mi hermana Hilda y yo íbamos a casa de las últimas, donde nos consentían como si fuéramos los nietos de estas tías.
Desde la casa de mis tías, un día que se reparaba el pavimento de la calle 65, mi hermana y yo vimos llegar a la primera máquina empleada para compactar y aplanar calles que hubo en Yucatán: “La Rafaelita” (la gente la llamaba así por ser su propietario don Rafael Quintero). Todavía en activo a mediados de 50 o 60 años de servicios continuos, cumplía sus funciones mientras su motor echaba abundante humo. De todas las casas del rumbo salieron niños y adultos –los chismosos de siempre– a contemplar el paso de la ya en ese entonces veterana aplanadora.
“La Rafaelita”, convertida en un monumento, durante varios años gozó de merecido descanso en el Parque del Centenario, donde podía ser admirada con todo el respeto que le era debido hasta que un día desapareció sigilosamente.
Intrigado por el destino final de esa maquinita, por conducto del Instituto Nacional de Acceso a la Información Pública solicité al Ayuntamiento de Mérida un informe respecto a “La Rafaelita”, pero el cabildo emeritense no pudo darme ninguna respuesta, a pesar de los esfuerzos del caballeroso contador Miguel Castro Aznar, titular de la Unidad de Acceso de la Información Pública del municipio, para obtener los informes solicitados.
Al parecer –según me informó un antiguo jardinero del Parque del Centenario–, “La Rafaelita” sucumbió a los estragos de la edad y a las inclemencias del tiempo por lo que fue desmantelada hace algunos años.
En la colonial ciudad de Valladolid, al oriente del estado, precisamente donde se inicia la carretera libre de esa urbe hacia Mérida, se exhibe otra aplanadora de calles también llamada “La Rafaelita”, suponemos por ser semejante a la primera, que estaba en Mérida.
Los vallisoletanos agradecidos han puesto al pie del montículo que sirve de base a esa antigua maquinaria una placa metálica con la siguiente leyenda:
“La Rafaelita”
En ocasión de cumplirse 75 años de haberse iniciado la transformación urbana de esta heroica ciudad, rendimos homenaje a quienes con fe en la grandeza de Valladolid trajeron el progreso material y cultural. Este artefacto, “La Rafaelita”, resguarda la memoria histórica que enlaza el esfuerzo y la perseverancia que ha(n) caracterizado al noble pueblo vallisoletano de ayer, de hoy y de siempre. H. Ayuntamiento 1998 – 2001. Valladolid, Yuc., Méx., Noviembre 20 de 2000.
De vuelta a nuestros recuerdos, en esa misma calle 65 tenían su residencia las hermanas Ruiz, piadosas señoras dedicadas a hacer el bien a sus semejantes.
Una de ellas era Margarita, a quien todos llamaban Margot por la influencia francesa existente en ese entonces, antes de que los gringos se metieran a componer el mundo. Margot Ruiz tenía a su cargo la enseñanza de la doctrina cristiana a diversos niños que acudíamos a una casa en la esquina de El Terremoto, habilitada como salón de clases. Llegado el momento, tuve la satisfacción de que esa virtuosa dama fuera mi madrina de primera comunión.
Para bien o para mal, en esos tiempos no existía la televisión por lo que los habitantes de Mérida tenían diversas formas de entretenimiento. Una de ellas era la organización de las novenas en la casa de algunas nocheras, señoras que patrocinaban una noche cada una. Las novenas eran nueve noches consecutivas de cantos, rosarios y plegarias dedicados al Padre Eterno, a la Virgen María o a cualquiera de los integrantes del vasto santoral católico.
En especial recuerdo las novenas en casa de las mencionadas hermanas Ruiz, que proporcionaban a los niños asistentes sonajas de hojalata, triángulos también de metal y otros instrumentos de percusión para acompañar los cantos y rezos. Pero lo mejor venía después. Finalizada la parte religiosa, las Ruiz repartían entre la ávida concurrencia delicadas rosquillas de canela recién hechas, acompañadas de rica horchata yucateca bien fría.
Otras novenas las hacía doña Nacha –cuyo patronímico permanece en las sombras de mi memoria–, dueña de amplia casona más cerca de la esquina de El Zopilote. Esta buena señora dedicaba en especial una novena al Niño Dios, y para los cánticos contrataba a una rezadora de voz nasal cuyo timbre hasta ahora recuerdo. No se me olvida la parte que decía:
“¡Saaantos Reeeyes del Orienteee,
Melchor, Gaspaaar y Baltasaaaaar!”…
…tal vez porque en ese momento la voz se le hacía más chillona. También ponía especial énfasis al entonar El Bendito y Alabado.
Al igual que las Ruiz, doña Nacha era espléndida a la hora de agasajar a los asistentes a su novena: una noche había reparto de ciruelas o ciricotes en almíbar, otra noche era arroz con leche; en una más, la delicia de unos buñuelos con miel de abeja, la siguiente dulce de atropellado de camote y coco, en otra había flores de leche o manjar blanco, llamado popularmente majablanco, y así sucesivamente hasta cumplirse las nueve noches obligatorias.
Motivada por las novenas, mi hermanita Hilda se volvió diestra sonajera y siempre andaba preguntando por el barrio dónde habría rezos para amenizar y, se entiende, disfrutar luego de los rezos de los sabrosos postres vernáculos. Muy inteligente y tragona la niña.
Al lado de doña Nacha estuvo originalmente la panadería y tienda de abarrotes de don Tomás Madera, quien puso a su negocio el rimbombante apelativo con el que se le denomina al cruce de las calles 65 y 70: El Zopilote. Al aumentar su clientela, don Tomás trasladó su negocio al ángulo sureste de esa esquina.
En las memorias del Ché Guevara, el célebre guerrillero refiere que, ante su escasez de fondos, don Tomás que era de buen corazón, le daba fiados –y el otro nunca le pagó– diversos alimentos. Probablemente algunos de esos comestibles eran los emparedados hechos con barras de pan francés con mantequilla, queso deysi, rajas de chile jalapeño, la infaltable mortandela (así llamaba el populacho a la mortadela, un embutido que no requería refrigeración, fabricado por el señor Nuñez en su empacadora La Tropical ubicada en la calle 55 entre la 70 y la 72 del mismo barrio de Santiago) y, por último, unas cebollitas de Ixil bien curtidas.
Frente al primitivo local de don Tomás Madera el caballeroso chino Joaquín Chong estableció una lavandería que atendía con el auxilio de otros paisanos.
En el extenso predio había ocho piletas para el lavado de prendas, cuatro del lado oriente y otras tantas en el lado contrario. Con toda diligencia ayudaban a don Joaquín en sus labores su pariente Roberto Chin, y el hoy acreditado lavandero don Agustín Chong Rosado, sobrino del propietario, quien en ese entonces era un jovenzuelo.
Muchos años después, en 1948, don Agustín instaló su propia lavandería, denominada El Águila, en el cruce de las calles 66 y 49 –la esquina de Los Dos Camellos–, entre los suburbios de Santa Ana y Santiago. Desde 1991 debo a este antiguo vecino de La Jardinera la albura y excelente planchado de mis ropas, lo que ha motivado que muchas personas me pregunten quién me plancha mis guayaberas.
En el ángulo suroeste de El Zopilote funcionaba la cantina del mismo nombre, de la propiedad de don Eduardo González. Este señor era apodado “El Salvaje” porque en su juventud desempeñaba con rudeza la posición de receptor en la novena de béisbol Todos Santiago, que defendía los colores del barrio.
Los domingos por la mañana, en el patio de ese centro de diversión, a la sombra de un frondoso árbol de mango, el señor González instalaba mesas y sillas para sus amigos, quienes degustaban la cerveza yucateca servida por su antiguo compañero de juegos.
Entre los asiduos asistentes al Patio Andaluz, que así llamaban entre ellos a ese lugar, estaban don Gerónides Ordóñez, mi tío Alfonso y mi papá, los simpatiquísmos hermanos Alcocer Flota, Leonardo (León) y Manuel al que apodaban Mixo, sinónimo de gato en lengua maya, y Eduardo González, El Zurdo, ejemplo de hombre noble y bonachón, padre de mi cordial amiga la abogada Landy González Domínguez.
También asistían a esas reuniones dominicales otros aficionados al mismo deporte como Antonino Ordóñez, hermano de don Gerón, Leopoldo Cortés González y Humberto Manzano Góngora, linotipista y reportero, respectivamente, del Diario de Yucatán, Edgar Novelo Vega, Adolfo Polanco, El Fusi, que se ganaba la vida como pintor de brocha gorda, Pablo Sanguino, vendedor ambulante de zapatos y otros más que no recuerdo. Habitantes de Santiago casi todos ellos, disfrutaban de la convivencia mientras recordaban las hazañas beisboleras y de sus contertulios.
Por necesidades de la vida, don Eduardo González enajenó su popular centro de reunión y el nuevo propietario cometió un atentado contra nuestro barrio que hasta la fecha nos duele: cambió a la cantina su tradicional nombre de El Zopilote por el intrascendente de Bar Principal.
Los veteranos santiagueros no lo hemos perdonado.
Felipe Andrés Escalante Ceballos
[Continuará la semana próxima…]