José Juan Cervera
Al igual que en el orden doméstico, y en la más amplia división del trabajo, el papel de la mujer en la sociedad es un asunto que incide en la percepción estética de cada época. La relación que se establece entre los individuos de distintos géneros, las formas simbólicas y las expresiones habituales que se vinculan con ella pasan a formar parte del contenido de las obras literarias, cuyas connotaciones sociales dan secuencia a su vez al ciclo entre arte y vida.
Sigue siendo una práctica común acercarse a los textos literarios con juicios que no siempre toman en cuenta las particularidades del tiempo en que fueron escritos, con valoraciones que a veces se emiten en tono de censura, en una actitud que puede ser útil para ejemplificar conceptos, pero que parece perder de vista que las costumbres de ayer no podían concordar con las ideas que hoy se estiman avanzadas y maduras. Una apreciación sensata reclama fijar distinciones de conducta observables en el curso de las generaciones.
A fines del siglo XIX y principios del XX, los remanentes del lenguaje romántico tendían a los pies de las mujeres de cierta condición social una alfombra de flores para hacer gratificante su paso, y tal vez para acrecentar la fragancia de los pétalos así esparcidos; a su vez, los jóvenes autores que adoptaban gradualmente nuevos estilos de expresión se ocuparon de afirmar su lugar en el mundo sin desligarse por completo de la tradición letrada que gestó sus inclinaciones y sus búsquedas emocionadas. Es por eso que la coincidencia de unos y otros en proyectos editoriales, e incluso en cenáculos compartidos, puede documentarse para bien de la memoria histórica.
En 1907, Serapio Baqueiro Barrera (1865-1940), quien ya por entonces firmaba con el seudónimo Parsifal, compiló un florilegio en el que concurrieron poetas yucatecos de distintas edades y variadas concepciones artísticas, hermanados en el propósito de honrar la belleza de las mujeres yucatecas, por lo menos aquellas que podían darse a admirar sin distraerse en labores que estropearan sus atributos naturales aunque, lejos de este propósito, también pueden leerse versos que enaltecen las dotes intelectuales de la joven profesora Consuelo Zavala, o bien la tierna inocencia de una niña de ocho años.
Los poetas de más larga trayectoria se vieron representados en las ofrendas líricas de José Peón y Contreras, Ramón Aldana y Sáenz de Santa María, Delio Moreno Cantón, Ignacio Magaloni, José Inés Novelo y Miguel Nogués. Los más jóvenes se contaban en gran parte entre los colaboradores de la revista Artes y Letras, como José María Covián Zavala, Marcial Cervera Buenfil, Eugenio Palomo López, Javier Alayola Barrera, Florencio Ávila y Castillo, Jaime Tió Pérez, José María Valdés Acosta, y Albino J. Lope. El libro se imprimió en los talleres tipográficos del periódico El Peninsular, cuyo fundador José María Pino Suárez comprometió también los frutos de su lira para enriquecer la obra.
Algunas de las jóvenes mencionadas en el libro recibieron el homenaje de más de un poeta, como la señorita Pilar Ancona Cámara, quien mereció los elogios de José Peón y Contreras, Delio Moreno Cantón, Felipe N. Castillo y del compilador de la antología; su hermana Manuela inspiró los versos de Lorenzo López Evia y de Serapio Baqueiro Barrera; María Ponce Cámara los de Jaime Tió Pérez y de Eliézer Trejo Cámara, y su hermana los de Javier Santa-María y de Florencio Ávila y Castillo.
Fueron muchas las damas homenajeadas y numerosos los autores convocados para escribirles unas líneas; se desconoce el método que se aplicó para distribuir las dedicatorias, o si se partió de una lista inicial y si cada uno eligió a quien considerase la preferida de su admiración; la medida de los textos, sus formas y la combinación de sus estrofas los hacen variar de extensión; algunos son notablemente breves, como el que, sin título y sin destinataria precisa, firmó Peón y Contreras: “¡Feliz quien puede tener/en la amistad y el amor,/junto a su ser otro ser/que lo sepa comprender/en el mundo del dolor/y en el mundo del placer!”
Algunos poetas suscribieron sus versos con su nombre y con su seudónimo en diferentes casos, como lo hicieron Miguel Nogués (Becuadro) y Lorenzo López Evia (Cascabel), ya que a cada pluma podía corresponder más de una musa. Y así como rindieron honor a las prendas morales de las beldades, en otras ocasiones el punto de atención recayó más en sus contornos corporales, además de su sonrisa y su mirada. La belleza concita una experiencia total más que una fracción deleitosa, que también puede atraer el despliegue entusiasta de unas cuantas letras.
Parsifal [Serapio Baqueiro Barrera] (compilador), Musas y liras. Homenaje a las damas. Mérida, Tipografía de El Peninsular, 1907, 92 pp.