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¡Adiós a El Ahijadero!

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VivenciasXVIII_1

Vivencias Ejemplares. Apuntes de un Maestro Rural.

¡Adiós a El Ahijadero!

Cuando dijo eso, los pelos se me pusieron de punta.

–“¿Cómo fue?” pregunté.

–“No. Pos es que aquí se dejaban sus cartas bajo esa piedra ella y un amigo de acá del otro lado, hasta que el marido la descubrió. Averiguaron –discutieron– y… pos ahí quedó.”

Yo sé –me consta– que hay sonidos que se graban. En las iglesias antiguas, por ejemplo, se puede oír rezos y cantos en la noche cuando hay silencio, y sobre todo si el tiempo está “malo”. Esto da origen a leyendas y miedos. Me he preguntado si no sucede lo mismo en algunos lugares cuando el miedo extremo, la angustia delirante, o pleitos con furia animal pudieran tal vez dejar una especie de huella en el ambiente que, bajo ciertas condiciones, se manifiesta merced a algún tipo de energía que desconozco. Quién sabe, pero nada de esto es inventado.

Bueno, por aquellos días de agosto del 63 yo preparaba a mis amigos y a mis alumnitos diciéndoles que me cambiaría de comunidad y que cualquier día me marcharía.

Me despedía así.

Ellos entendían, pero su tristeza era evidente. Yo sufría también, pero el día llegó.

Tempranito tomé mi violín, mi maquinita portátil de escribir “Olympia” que tanto me había servido, pero que era nada comparado con lo que me serviría después y que entonces ni soñaba; tomé mis pocas ropitas y mis libros, y me subí al camión del pícaro cascarrabias Simón Zamarripa –el “chamuco”–, y me fui… a Eréndira.

Qué dolor.

El camión atravesó el lecho del arroyo de El muerto. Con qué sufrimiento veía desaparecer lentamente las humildes casitas de adobe que tanto me deprimieron cuando las vi por primera vez. El corazón se me apachurraba viendo a algunos burritos “maniados” –con las patas delanteras amarradas para que no se alejaran mucho– saltando torpemente para avanzar, y a algunos campesinos a caballo con rumbo a la milpa. Solo la enhiesta silueta del cerro de La daga me acompañó largamente.

Atrás iba quedando el pueblito que me dio albergue y cariño que marcó para siempre en mi alma la calidad humana de su gente, su miseria económica y su bravura como producto lógico de aquella tierra cruel y protectora al mismo tiempo.

Mentalmente decía: “Adiós, Abel. Adiós, compadre Hilario, comadre Marcos –la que cuando sonaba un trueno saltaba a la cama y en posición fetal se tapaba la cabeza con la almohada– y sus enormes muchachos, gracias por el agua que me dieron todo el año. Adiós, don Patricio y don Gregorio del Villar –éste sedicente “dorado” de Villa” –. Adiós, familia Limones, tan rijosa. –Por cierto, un día antes de partir supe que Luis Limones se había llevado a una preciosa muchachita de nombre Gabriela Castro, y que se preparaba una brigada para buscarlos en la sierra–. Adiós, Manuel Rodríguez y su linda familia. Adiós, doña María González, la que me ofreció la primera taza de frijoles y que me dio fiado hasta que me pagaron en diciembre, cuando ya me había comido su tiendita. Adiós, don Mode. Adiós, verdes nopaleras de tempranillas y tunas de Castilla, refugio y alimento de fugitivos y de todo tipo de personas y animales. Adiós…”

Otros pueblitos del camino ocuparon mi atención, pero ninguno era tan pobre como mi Ahijadero.

Poco a poco se adueñaba de mi mente Eréndira. Este es un bonito nombre Tarasco. Fue el nombre, según la leyenda, de una princesa de ese grupo racial que ocupó el territorio de los hoy estados de Michoacán, Guanajuato y Querétaro en torno del lago de Pátzcuaro.

Conforme me acercaba, los latidos de mi corazón se aceleraban. ¿Cómo sería la gente? ¿Cómo me iría? ¿Qué haría primero? Seguramente empezaría con mi censo escolar.

Qué lejos estaba de imaginar que me haría famoso a los pocos minutos de haber llegado.

Desde la ventanilla del camión pude ver a un grupo como de 10 o 12 campesinos que rodeaban al caballo más hermoso que yo hubiera podido imaginar. Era altísimo. Blanco con manchas amarillas –o amarillo con manchas blancas–, y de ojos azules.

Llegando, me bajé. Encandilado por aquella belleza, dejé mis cosas a un lado y me abrí paso entre aquella gente.

–“¡Qué lindo animal!” exclamé.

–“¿Le sube?” me dijo una voz traviesa y desafiante.

MTRO. JUAN ALBERTO BERMEJO SUASTE

 Continuará la próxima semana…

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