José Juan Cervera
El temor de hallar figuras monstruosas y diabólicas impide a algunas personas sumergirse en las brumas nocturnas. Otras liberan en ellas sus viejos fantasmas y los domestican para ponerlos al servicio de su caudal de transparencias.
Las almas en pena y los barcos sin timón rompen el orden de la materia impasible y de las rutas trazadas sobre la aleta de un pez.
Los cuentos tramados para asustar a los niños adquieren con ellos la mayoría de edad, cambian su rostro y mudan el timbre de su voz para comunicar horrores silentes, y para asimilar gritos de tiempos fenecidos.
Calderos de bruja y hogueras de la Inquisición atizan el fuego de un subsuelo que aflora para envilecer la superficie de campiñas y credos.
En la espesura del monte gravitan sombras y voces que torturan el recuerdo de un origen dictado en sentencias de espanto.
En continuo vaivén, la culpa y el sosiego se persiguen y suplantan la huella de sus pasos.
Emisarios de la oscuridad emergen de madrigueras tortuosas para renegar de la luz que subleva sus entrañas.
Tras el paso de siglos que ya nadie puede contar, el grito primigenio de la especie ensordece rumores frescos y patrañas de moda.
El temor acicala su coquetería con instrumentos de tortura y anatemas aviesos, con golpes de soslayo e hipócritas congratulaciones.
El explorador del abismo pierde la compostura a los pocos metros de su precipitada decisión.