Letras
Isaías Solís Aranda
«En aquellos días los hombres buscarán la muerte y no la hallarán; desearán morir, y la muerte huirá de ellos.» – Apocalipsis 9:6
—¿Cómo diablos nos devolvió la llamada? —preguntó «el Negro», mirando a sus amigos con los ojos muy abiertos.
El apagón llegó sin previo aviso. La energía de la casa fue cortada de golpe, sumiéndolos en una oscuridad espesa. Los relámpagos, ahora más frecuentes, iluminaban el parque fuera de la ventana.
En uno de esos destellos vieron una figura en el muro que rodeaba el parque. La silueta de un hombre sentado como si estuviera esperando algo… o a alguien.
Chucho, invadido por el pánico, tomó el teléfono para llamar a su madre. Sus dedos temblorosos marcaron el número familiar. Al colocar el auricular en su oído, la voz de la niña irrumpió de nuevo.
—Hola, Chucho. Te quiero mucho.
La llamada se cortó. El viento y el golpeteo de las gotas de lluvia contra los cristales aumentaron su intensidad.
El teléfono cayó de las manos de Chucho, golpeando el suelo con un ruido que resonó en la casa vacía. Todos se miraron en silencio, el miedo cada vez más palpable en sus rostros.
Afuera, los relámpagos seguían iluminando el parque. La figura en el muro parecía haberse movido. «El Kisín» fue el primero en darse cuenta. Con voz temblorosa dijo:
—¿Vieron eso? Se está moviendo.
Iluminada por las descargas, la silueta cobró vida, levantándose lentamente del muro. No era un hombre cualquiera. Su cuerpo era desproporcionado, los brazos colgaban pesadamente a los lados, sus ojos brillaban con un resplandor siniestro bajo la lluvia.
Con cada relámpago se acercaba a la casa.
Las piernas de los chicos se congelaron, incapaces de reaccionar.
El Chino corrió hacia la puerta, intentando abrirla, pero el picaporte no giró.
Estaban atrapados.
Golpeó la madera con fuerza, sus gritos mezclándose con los truenos.
—¡Nos está buscando! —gritó el Negro, su voz quebrándose.
El teléfono, colgando de un cable torcido, comenzó a sonar de nuevo. Esta vez no lo recogieron: sabían lo que encontrarían al otro lado.
El timbre resonaba, agudo, cortando el aire como un cuchillo. En medio de la desesperación, se escuchó la voz de la niña, ya no en el teléfono, sino desde el pasillo que llevaba a las habitaciones de la casa:
—Hola, Chucho. Te quiero mucho.
Giraron hacia el origen de la voz. Allí, de pie en la penumbra, adivinaron la silueta de una niña con el cabello empapado, un vestido antiguo pegado a su cuerpo, y una sonrisa que no correspondía a su expresión vacía.
—¿Quién eres? —preguntó Chucho, retrocediendo con pasos vacilantes, la garganta seca de terror.
La niña no respondió. Extendió su mano, señalándolos uno por uno, sus ojos negros y sin vida brillando en la oscuridad.
De repente, la casa entera se llenó con la suave melodía infantil que habían escuchado en el teléfono, esta vez resonaba desde cada rincón, como si las paredes mismas estuvieran susurrando. La voz gutural del hombre irrumpió entre las notas:
—Los voy a matar.
Un último relámpago iluminó la sala, revelando la figura en el muro, ahora junto a la ventana, su rostro deformado por una mueca grotesca de hambre y odio.
En la total oscuridad, el teléfono volvió a timbrar insistentemente…