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A través del Teléfono (Parte 1)

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Letras

Isaías Solís Aranda

«Y miré, y he aquí una nube blanca, y sobre la nube uno sentado, que tenía una corona de oro sobre su cabeza, y en su mano una hoz aguda.»

(Apocalipsis 14:14)

 

Eran las diez de la noche, una noche típica de los años 90 en Mérida. Afuera, la llovizna se había instalado de manera persistente, acompañada de truenos lejanos. El teléfono de disco reposaba en la pequeña mesa del salón, un aparato viejo que ya no pertenecía a la época, pero que aún funcionaba.

Los cuatro amigos –»el Chino», Chucho, «el Negro» y «el Kisín»– se habían reunido en la casa del primero, como lo hacían todas las noches cuando sus padres no estaban. En esos tiempos no había smartphones, ni Internet, solo el ingenio y la imaginación para llenar las noches. La televisión a color estaba apagada, unas cintas VHS de «Los Expedientes Secretos X» yacían apiladas junto al reproductor.

Los chicos habían descubierto un juego que les generaba emociones fuertes: hacer llamadas telefónicas al azar, marcando números desconocidos para gastar bromas. Los años 90 eran una época en la que cualquier cosa que pareciera moderna podía al mismo tiempo sentirse anticuada.

El sonido del disco girando mientras marcaban números parecía un ritual en sí mismo. La electricidad zumbaba levemente a través del cable del teléfono, llenando la sala con una sensación latente de espera.

—Oye, ¿ya viste el último capítulo de «Dragon Ball Z»? —preguntó el Negro mientras se estiraba en el sillón, como si fuera la cosa más importante del mundo en ese momento. El resto de los chicos apenas le prestó atención, enfrascados en su juego.

El Chino marcó el primer número y, como siempre, la broma fue sencilla. Una voz masculina al otro lado respondió con irritación y rápidamente colgó. Todos rieron. Era fácil sentir que tenían el control de la situación, que podían manipular el humor y el tiempo de otros con solo pulsar unos números en ese viejo teléfono.

—Ahora te toca, Chucho —dijo el Chino, empujando el teléfono hacia su amigo.

Chucho se encogió de hombros y tomó el auricular. Al marcar, esperó, pero esta vez no hubo gritos furiosos ni el tono de línea desconectada. En su lugar, una melodía infantil, como sacada de una feria antigua, comenzó a sonar a través de la línea, con una cadencia lenta y repetitiva. Algo en esa música lo inquietó, pero no dijo nada.

—¿Quién habla?

Una voz de niña interrumpió la melodía, suave y dulce, casi demasiado inocente para la situación.

Chucho, con el ceño fruncido, respondió:

—Habla Chucho.

Al otro lado, un susurro llegó a través del auricular:

—Hola, Chucho. Te quiero mucho.

Sus palabras flotaron en el aire, seguidas por un silencio que parecía alargarse eternamente. Entonces, la melodía infantil se detuvo abruptamente, reemplazada por un rugido de guitarras eléctricas distorsionadas, un riff de rock pesado que explotó en sus oídos.

Luego, una voz grave, rota, amenazante:

—Los voy a matar…

Chucho sintió sudor frío correr por su espalda, pero su reacción fue la típica de un chico de quince años: lanzó una risotada nerviosa y respondió con insultos, como si con cada palabra pudiera repeler el miedo que empezaba a anidarse en su pecho.

«El Chino», «el Negro» y «el Kisín» se turnaron, haciendo lo mismo. Algo en el aire había cambiado. La sala, de repente, parecía más pequeña, las sombras más densas, el eco de la voz de la niña permanecía flotando en sus mentes.

Colgaron.

—¿Qué demonios fue eso? —murmuró el Kisín, frotándose las manos, un tic nervioso que le había salido de repente.

El Chino se encogió de hombros, tratando de parecer despreocupado. Sus ojos no podían despegarse del teléfono.

Afuera, la tormenta había arreciado. Los relámpagos iluminaban el parque «123 de la Constitución», cuya sombra podía verse desde la ventana. La estatua de Héctor Victoria Aguilar, usualmente inofensiva, proyectaba una figura grotesca a través del vidrio mojado. Era un parque que los chicos conocían bien: lo cruzaban todos los días para ir a la tienda, para pasear en bicicleta. En ese momento, el lugar parecía distante, como de otro mundo.

De repente, el teléfono volvió a sonar.

El timbre resonó en la pequeña sala, quebrando el silencio con una violencia casi tangible.

El Chino fue el primero en reaccionar. Agarró el auricular con una mezcla de desafío y temor.

—¿Quién habla? —preguntó, con voz más temblorosa de lo que quería admitir.

La misma melodía de feria comenzó de nuevo, girando lentamente en la línea, y luego la misma voz infantil:

—¿Quién llama?

—Soy Chucho —dijo el Chino, intentando sonar valiente.

La risa de la niña se escuchó, suave y extraña:

—Chucho, te quiero mucho.

Como si fuera una señal, el rock pesado irrumpió de nuevo, y la misma voz gutural dijo:

—Te voy a matar.

La línea quedó en silencio.

Esta vez, nadie rio.

Parte 2…

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