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A través de los días

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Adán Echeverría

“La separación entre dos personas ya no se producía

necesariamente en el ámbito físico sino en el de la atención”

Patricio Pron

Lo que nos separa de los animales, dicen los fanáticos, es el alma. El alma termina siendo la conciencia. La conciencia se desarrolla por pensamientos, los pensamientos no son más que el recuerdo de las palabras que usamos para definir las cosas y que nos fueron enseñadas, e intentamos aprender lo mejor que pudimos.

Lo que nos separa de los animales no es el lenguaje (los animales todos tienen lenguajes y se comunican entre sí) sino el lenguaje escrito, la capacidad que hemos tenido para perpetuar los significados que queremos transmitir. Nos pueden someter al aislamiento, nos pueden encerrar, pero nuestros pensamientos y nuestras capacidades nos continuarán permitiendo escribir para perpetuar nuestra memoria. Los escritores, por ello, son inmortales, y permiten que aquellos a los que conocen y conviven con ellos trasciendan el tiempo, más allá de la muerte.

Recientemente alguien me preguntaba: “¿Me extrañarás cuando ya no esté en este mundo?” Mi respuesta apenas fue un chiste: “Claro que no. Ni siquiera tengo fotos tuyas para alimentar el recuerdo. Además, nadie te extrañará más de dos horas.” Y sin embargo me quedan las letras. O me quedan aquellas palabras que he escrito sobre aquella persona. Ese pedazo de tiempo detenido que se mantendrá en la mente de los otros que lean mis escritos. Conocer a alguien es habitarlo y dejar que su historia forme parte de tu vida. Ilusos los mortales que creen que sus propias historias les pertenecen, y se atreven a contarlas.

Así llegamos a una semana más, para paladear lo que los jóvenes de Matamoros están escribiendo.

Toca el turno de conocer algo del trabajo de Édgar A. Rivera.

Tavo. Capítulo II. (fragmento de novela)

Permanecía sentado sobre ladrillos rotos, con las ropas blanqueadas por el polvo que se levantaba. La espalda, los brazos y las piernas le dolían casi tanto como las manos, pero nada de eso importaba.

A unos pasos de él, en un hueco entre el escombro, estaba el rostro sin vida de su madre, con la frente cubierta de sangre y los ojos apagados, viendo hacia la nada.

La gente se movía alrededor de él, cargando trozos de concreto, afianzándose en palancas a partir de las mismas varillas que recogían de entre los escombros, haciendo lo posible por remover los pedazos del edificio para liberar a sus familiares, sin la certeza de que pudieran encontrarlos o de que aún siguiesen con vida. Algunos daban de gritos y pedían ayuda, pero Tavo no los escuchaba.

Permaneció ahí, quieto, poco más de una hora.

Sin notarlo, se puso de pie y caminó lejos, inconsciente de sus pasos y sin destino alguno.

Anduvo por entre los caminos de la favela que aún se encontraban libres, o por sobre los hogares de cartón y lámina derrumbados.

En todos lados se veía la misma escena de personas heridas, llorando, buscando a sus familiares o tratando de rescatar alguna pertenencia, ya fuera de sus casas o de las de alguien más.

Pero Tavo no procesaba nada de lo que ocurría. En su mente vislumbraba el día que su padre los dejó, y la promesa que hizo a su madre de cuidarla. La veía agachada, lavando la ropa, y a su hermanita traer los botes de agua. Una y otra vez reaparecía el rostro estoico y frío de su madre entre las piedras.

Así anduvo por largo rato hasta que una botella de vidrio estalló en una pared frente a su cara y volvió en sí.

Frente a él, un hombre maduro, vestido de azul y con chaleco antibalas, daba de manotazos y patadas al aire, desesperado, sin atinar a nada. Gritaba clamando por socorro mientras trataba huir de sus agresores, pero nadie respondía, no había rastro de sus compañeros. Un grupo de jóvenes lo acorralaba y atacaba por turnos, escupiéndole, insultándolo y arrojándole objetos cada cuando.

El federal tropezó y cayó a los pies de Tavo, sujetándolo del pantalón, lloriqueando y suplicando su ayuda. Tenía los ojos cubiertos de sangre, con vidrios clavados en las cuencas, y olía mal, a orina, mierda y solo Dios sabe qué más.

Los jóvenes se abalanzaron sobre el caído, tundiéndolo a patadas. Uno de ellos se lanzó sobre Tavo con empujones.

—¿Tú qué, puto? ¿También quieres una madriza o qué vergas?

Tavo retrocedió con las manos alzadas a la altura de la cabeza, todavía sin habla y sin entender bien qué era lo que ocurría. Uno de los agresores, lleno de rabia, sacó una navaja y la clavó en el cuerpo del federal, mientras la víctima lloraba y gemía, pidiendo clemencia cada vez con mayor dificultad, hasta que dejó de moverse. El homicida refunfuñó y enterró el cuchillo un par de veces más, buscó a su compañero con la mirada y se percató de Tavo, que observaba la escena, absorto.

—¿Este pendejo qué quiere: vino a defenderlo o qué chingados?

—¡Contesta, imbécil! ¿Eres amigo de los policías?

Comenzaron a rodearlo, poseídos todavía por el hambre de violencia, cuando al tipo de la navaja le atravesó las sienes una bala.

El estruendo del primer disparo retumbó sobre ellos y el segundo los hizo correr.

Un federal doblaba una de las esquinas, descargando su rifle sobre los jóvenes, que corrieron despavoridos; hirió al menos a otros dos, antes de que alcanzaran a huir.

El policía se acercó al cuerpo de su compañero, horrorizado al ver su rostro. Buscó su pulso y confirmó lo que ya se imaginaba.

Tavo permanecía a unos metros de la escena, paralizado.

El policía lo miró a los ojos y levantó el arma, apuntándole…

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