LUIS CARLOS SIERRA MARTÍNEZ
Un destello de culpabilidad me regresó del sueño, en el momento en que mi marido corría a mi encuentro desde más allá de las lanchas de los pescadores, dejando sobre la arena huellas que el mar iba consumiendo. ¿Un presagio? ¿Por qué corría?
Entrecierro mis ojos, pero mi sueño se esconde en la oscuridad y, a pesar de suplicarle, me niega su presencia, evita ser cómplice, por lo que me pongo a soñar con mis pensamientos y veo a mi marido entre las sombras del ocaso pidiéndome perdón.
Pero lo pastosa de mi boca me regresa a la realidad en este calor húmedo que aún es capaz de exprimir mi cuerpo seco y curtido por la arena y los rayos del sol, y de difuminar de ilusiones al alma acostumbrada a vivir en la monotonía.
Debe ser medianoche, ya que la negrura es más densa que la profundidad del universo, y esconde los contornos hasta de la mano que pongo frente a mis ojos.
Pobre Mario, ¿seguirá molesto conmigo? Estiro mi brazo pidiendo perdón: lenta y suavemente, para no agitar el entorno; pero, en lugar de su abundante pelo rizado y su lampiña cara, encuentro un caliente vacío que termina por despertarme en una habitación donde el mínimo suspiro ha sido suprimido para no levantar el bochorno que acongoja hasta el alma.
Tanto silencio me alerta, despierta mis sentidos. Acaricio la almohada y mis dedos dibujan el relieve de su cabeza, reavivando el olor a canela y cítricos del Montblanc que le regalé en su cumpleaños.
¿Dónde estará? ¿Me habré excedido? ¿Habrá cumplido su amenaza?
Su ausencia hace temblar mi cuerpo y levita mi ira sobre el aire acondicionado que cae directamente sobre nuestra cama, enfriando nuestros arrebatos. No ha pasado ni un par de horas desde que sus dedos asfixiaron mi piel y su aliento reposó en mi boca, mis senos, mis partes íntimas, sin darme una pausa de respiro sobre la cama, que gimió al recibir el peso de nuestros cuerpos. No había pausa alguna ante mis súplicas: <<¡Estáte quieto! ¡No me siento bien!>>. No sé por qué no lo previne. Lo sentí venir. Desde la tarde estaba inquieto, me miraba muy raro mientras le calentaba su caldo de pescado, lo vi bajar disimuladamente su mirada a mis piernas, me rozaba suavemente por cualquier pretexto. Al lavar los platos, silenciosamente restregaba su bulto en mis caderas, tierna, tímidamente, con temor a ser rechazado, como cuando intentó hacerme el amor por primera vez. A la hora de dormir, se posó sobre el marco de la puerta de los niños, bañadito, impregnado del perfume que le regalé, sumiendo inútilmente una barriga que la cerveza se negaba a ocultar, con esa cara sensual que estrenó en nuestra luna de miel, y que después de tres décadas se ha transformado en una mueca que levanta mi sonrisa mientras les leo un cuento a los gemelos. Ya en nuestro cuarto, se lanzó al abordaje y no me quedó otra que gritarle: <<¡No me toques! ¡Me haces daño!>>. Sé que fui dura con él, pero tiene que entenderme, y no solo darse la media vuelta y dormirse como si nada hubiese pasado, protegido por su espalda, rumiando su coraje entre sueños hasta endurecer su rostro.
Sabe que lo escuché antes de caer en los brazos de Morfeo, al decir entre dientes, con la voz apagada: <<De que se lo coman los gusanos, que se lo coma otra mujer; si así lo quieres, así será>>. No es la primera vez que lo murmura, lo dice para molestarme, y su voz logra degollar mi corazón. ¡Pero más le vale no serme infiel! No sabe de lo que soy capaz, que no me tiente o se lo mocho. Aunque Mario nunca me ha dado motivos para dudar de él, pocos días no llega a casa después del trabajo, y siempre me avisa y me trae una rosa o una bolsita con lenguas de chocolate, mis preferidas. Es tan detallista, le gusta estar en casa, me ayuda con los quehaceres y los niños. Pero me aflige que me diga esas porquerías, que se lo va a dar a otra, sus palabras me hacen dudar, y eso no me gusta. ¡Claro que soy celosa! No me entiende, no se pone en mi lugar. Ya no soy una joven, la menopausia me secó por dentro, y nuestra relación se ha vuelto tan monótona que ya no me mojo. Tengo mis días críticos, como hoy que estoy reseca. ¡Entiéndeme por favor! Me duele cuando me penetras, la irritación enerva mi cuerpo durante días, y mi humor arde como mis partes íntimas.
Es hombre y trato de entenderlo, y más de lo que piensa. ¿Cómo le dicen mis amigas a sus maridos? Calenturientos, porque se la viven tocándolas.
– ¿Eso no es una caricia? -les reclamo.
– A ellos solo los domina el sexo, así que hay que dárselo si no quieres que duerman fuera -se defendió mi amiga Alejandra, a quien aún le digo cuñada desde que su hermano me estuvo enamorando cuando estudiábamos la secundaria.
No quiero que mi marido duerma fuera, con quién sabe qué tipeja, y hago mi esfuerzo cuando no estoy muy seca: trato de excitarme, pero me es difícil, todo es tan repetitivo. Hasta siento dolor cuando me toca. Trato de gustarle, de conservar mi cuerpo, no tengo panza y mantengo mis piernas sin líneas sinuosas o imperfecciones; y borro las patas de gallo con cremas. Sé que me lo agradece, por la manera en que me mira. Yo defiendo a mi galán, él me dice que me ama y que solo será mío, y termino rendida ante esos ojos caídos que me contemplan. Lo he visto mirándole las piernas y las nalgas a mi sobrina Josefina, pero quién no: el baile le ha dado un cuerpazo que sabe lucir con esas ropitas que se pone y que levantan la lujuria de los hombres. Pero la mirada de mi Mario es diferente, no sé, no le veo malicia. Me es fiel, y más le vale. De seguro ahorita estará en su despacho, molesto, durmiendo en su hamaca, con un libro sobre el pecho.
Prendo la luz y su sábana resalta sobre la cama. Pobrecito, desde hace unos años la humedad le despierta en las noches los dolores más recónditos de su cuerpo; además ha estado tosiendo. Mejor se la llevo, pero no me pongo mis chancletas, no quiero despertarlo, hacen mucho ruido. Qué ternurita: se aleja para no seguir ofendiéndome. ¡Gracias, Dios mío, por hacer tu obra en él! Lo has cambiado, ya no me grita, ni me levanta la mano, ni me insulta cuando lo rechazo, solo me da la espalda y mastica solo su coraje. Cómo no amarlo.
Cubierta de un delgado y descolorido camisón, me deslizo hasta salir al patio de la casa, donde Mario construyó un cuarto, cerca del baño, que le sirve como despacho.
La puerta está cerrada, pero una tímida luz asoma por el piso, acompañada de una sombra en movimiento, lo que frena mi pausado caminar.
¿Qué ruidos son estos? ¡Pero si son gemidos! ¿¡Qué gata en celo se estará revolcando con mi Mario!? ¿Será Teresita? Esa chacha, la he visto coqueteando a mi marido cuando trapea su estudio, es tan coscolina. No, no puede ser, mi Mario no se rebajaría a tanto, es solo la criada. Además, ella se despidió de mí antes de irse a su cuarto. ¿Habrá sido un ardid, solo quería comprobar que ya estaba acostada? No puede ser, ya tiene muchos años con nosotros y es muy respetuosa. Pero, si no es ella, ¿a quién habrá metido? ¿Será Sandra, la viuda, esa vecina que ve con mirada coqueta a mi marido cuando regresa de la congeladora? La entiendo: era muy fogosa con su Carlos, y aún se humedece con sus recuerdos, a tres años de que falleció al descompensarse buceando por pescar pepino de mar. Pero no es mi culpa, más bien de ellos que vinieron de Cacalchén a buscar fortuna sin tener sangre de pescadores. Sea quien sea, no lo voy a permitir. Tantos años de soportarnos tirados a la borda por una calentura, ¡a mí!, que le entregué mi virginidad antes de casarnos.
Cómo no lo vi venir, ¡desgraciado! Por eso ha estado tan juguetón, agarrándome las nalgas, los pechos, mi cosita. ¡Pinche calenturiento! Y yo con la vergüenza reflejada en mi rostro, y el insulto contenido en mi boca, lo he dejado mancillarme para que no se ofenda, para que ahora me responde de esta manera. No solo me engaña, sino que agravia nuestra casa, ensucia nuestro hogar, donde educamos a nuestros hijos, donde les inculcamos valores como la fidelidad. ¡Qué vergüenza! ¡Y ahora qué dirán los gemelos, qué dirán mis amigas pero, sobre todo, qué dirá mi mamá! Que es un cabrón como todos los hombres, vaya que soy una pendeja. ¡Pero ya estuvo bueno! ¡Ahora se lo corto, de eso me encargo!
Con la respiración acelerada, pero con pasos silenciosos, me dirijo a la cocina. Del separador de cuchillos agarro uno, el más filoso, el de las carnes, para cortárselo en rodajas. El coraje domina mi cuerpo y hace temblar mi mano al sostenerlo. A mí no puede hacerme esto, a mí, quien tanto lo ha defendido, que juro hasta con mi vida por su lealtad. Esto no puede quedarse así, papito.
La puerta de su estudio aquieta mis pensamientos, pero no mi odio, mi sed de venganza. Me paro de nueva cuenta frente a ella, dispuesta a todo. ¡Nada más eso me faltaba!
Las rodillas me tiemblan, mis pálidas mejillas enrojecen, mi mano blande el cuchillo y mi corazón late, clamando resarcimiento, pero mi cuerpo se niega a moverse.
Respiro profundo y saco fuerzas de mi bajo vientre para mover sigilosamente la perilla…
Pero el despecho por los gemidos, que se escuchan más fuertes, me obliga a aventar la puerta y entrar con el cuchillo por delante.
De la hamaca de mi marido sale volando su celular –<<el de la carátula más ancha>> pidió el desgraciado–, y los gemidos de mujer se pierden al golpearse la pantalla con el suelo.
Sosteniendo su pedazo de carne en la mano, y con el rostro cetrino, mi marido lanza un grito de dolor que resalta las arrugas de su cara, al doblarse el pene, mientras lo esconde con la otra extremidad tras una toalla.
– ¡Ahora sí, cabrón! Estamos a mano: sabrás lo que es hacer el amor con dolor.
Y con la entrepierna húmeda me subo sobre él…
Me parecio excelente tu cuento, muy buen final, inesperado.