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Letras
Roldán Peniche Barrera
¡Ah!
¿Pero de veras se murió don Julio? Porque hacía ya rato que estaba muerto (y él mismo no lo sabía). Era hombre del siglo, cariacontecido, de pellejos verdosos, de rostro como el de los caballos (si los caballos tienen un rostro), cejijunto, nariz judaica o mosaica (que es lo mismo), lampiño de barbas (aunque alguna vez gastó mostacho), orejas elefantinas y, cuando reía, revelaba una feroz carencia dental. Blasonaba de haber leído muchos libros (que es como leer ninguno), de ser historiador, de ser un escritor nacional (“no regional como estos pelados de provincia”), de ser autor de veinticinco volúmenes, de haber militado en el periodismo por cincuenta años, de cumplir una frugal carrera en turismo, de haberse gastado cuarenta años en la capital… Hablaba sin cesar, tropezando con la sintaxis por culpa de una inesperada hemiplejia que le había dilatado la lengua. Hablaba mucho y hablaba mal (como diría un amigo común) y, anarcisado, toda su conversación estribaba en sí mismo. Era, pues, un yoísta, un ególatra insoportable que aburría a todos menos a él mismo. Un presuntuoso que enfatizaba la triste calidad de sus obras, libros que nadie leía y que por costumbre iban a parar al cesto de desperdicios. Solíamos conversar.
–Yo, señor, soy periodista de verdad –diría–. He colaborado en Excélsior, fui redactor de El Universal, el gran diario de México… Me he pasado cincuenta años entre prensas, linotipos y salas de redacción.
–Su periodismo es, pues, de interiores, mi querido don Julio.
–Me ha apasionado la historia, también soy historiador.
-Como quien dice, Ud. no es un hombre ameno. Los historiadores suelen ser aburridos.
–Pero imagínese el mundo sin historiadores…
–Alcanzaríamos, acaso, la felicidad utópica. Yo, personalmente, descreo de la historia.
–Pero no descrea de los historiadores.
Era un historiador, pero nunca había leído a Toynbee. Amaba la filosofía, pero repudiaba a Platón (siendo él un platónico). Le disgustaba la poesía y la novela (“esas cosas no valen nada, son puras invenciones”), evitaba el encuentro con novelistas y poetas, y cordialmente prefería su mesa de café circundado de redactores y gacetilleros. Era también popular en la barandilla; bebía con hábitos burgueses importados de la capital, whisky y coñac. Hacía el amor con suecas y alemanas y conservaba los pañuelos manchados de sangre de las pocas vírgenes que habían compartido su lecho. (A veces no se contenía y mostraba a ciertas quinceañeras magazines porno de la avanzada Suecia).
La noche en que murió me avisaron en el restaurante donde devoraba unas chuletas aderezadas por Luisito, el cocinero. Asenté mi chuleta en mi plato, me limpié la boca con el borde de la tortilla y le dije a Luisito: “¿Sabes qué? Coloca mis chuletas sobre la estufa para que no se enfríen. Acaba de morir un historiador y debo ir a la funeraria.”
Cuando arribé al lugar, ya lo estaban velando. Lo contemplé con su inmaculada vestimenta a la que sólo faltaban la toga y el birrete. Unos vecinos de silla me espetaron los viejos lugares comunes de todos los velatorios. “Si parece que está vivo…” “Se nos fue, licenciado, se nos fue…” “Pero si apenas el viernes hablé con él…” “Era el mejor amigo del mundo.” Pero el viejo estaba muerto y apenas comenzaba a frecuentar, sumergido en su silencio y en su oscuridad, la infinidad de siglos que ya lo estaban precisando.
El Juglar núm. 1. Suplemento del Diario del Sureste. Mérida, 11 de abril de 1991, p. 4.
[Compilación y transcripción de José Juan Cervera Fernández]