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Perla Arroyo y Calavera Mexicana

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Arte

La muerte es quizás el único evento que nos atañe de manera universal, con el nacimiento, por supuesto. De ahí que se conciba como el único suceso que, al igualar todas las almas, se acerque a la justicia que todos añoramos, razón por lo cual algunos no dudan inclusive en alabar su aspecto “democrático”.

No obstante, por alguna de esas estrategias recónditas de la naturaleza, quizás ligada a la autopreservación de la especie, la idea de la muerte, al igual que la libido, tiene la facultad de ocultarse y desaparecer del campo de nuestra consciencia en la vida cotidiana. Quizás sea esta facultad de velarse ante nosotros que hace posible la actividad febril e inconsciente, apuntando siempre hacia el futuro, que nos caracteriza como seres humanos y sin la cual la civilización no hubiese podido constituirse ni construirse.

Sin embargo, hay individuos que son llamados a contemplar la muerte de manera más íntima y que se sienten atraídos hacia ella por circunstancias diversas que van desde el sufrimiento insuperable por la partida de un ser querido (piense, por ejemplo, en los himnos a la noche de Novalis) hasta el simple hartazgo que produce el sinsentido de una vida repetitiva de la que todo relieve y profundidad están ausente.

Sin duda, Perla Arroyo está fascinada por la idea de la muerte, pero además se ha dado como misión ponernos ante ella, para reactivar en nosotros su recuerdo; en ello, además de escultora, tiene algo de sacerdotisa.

Que las esculturas de Perla Arroyo estén directamente relacionadas con la herencia prehispánica, tanto artística como religiosa, es un punto en el que tanto ella como Luis Ignacio Sainz y Francisco Rocha insisten particularmente en el libro Calavera Mexicana que se presentó el pasado 20 de enero en la Cafebrería El Péndulo, de la avenida Revolución, en la Ciudad de México, con la presencia de Luis Ignacio Sáinz, José Antonio Lugo, Perla Arroyo y quien escribe.

Sería difícil negar que la muerte jugó un papel en el universo prehispánico, y en particular entre los mexicas. Independientemente de su posible intención propagandística, sin duda estremecen las descripciones que nos han dejado los frailes europeos de las costumbres de los antiguos mexicanos, para quienes, al parecer, la muerte ritual, e inclusive la antropofagia, era algo casi tan cotidiano como para nosotros lo es actualmente acudir al trabajo.

Existía entre los mexicas una necesidad de poner en escena la muerte, la muerte en carne y hueso, si se me permite la expresión, en particular a través de los tzompantlis que, si bien son ante todo religiosos, también se podría considerar como fruto de un impulso artístico, si bien ampliando el alcance que normalmente acordamos a ese término. Un performance, terrorífico, al menos para nosotros, pero performance al fin y al cabo. Escuchemos lo que al respecto de los tzompantlis nos dice el franciscano Toribio de Benavente o Motolinía, el afligido, por el nombre náhuatl que le dieron los habitantes del Anáhuac:

Las cabezas de los que sacrificaban, en especial de los tomados en guerra, desollábanlas. […] Las calaveras ponían en unos palos que tenían levantados al lado de los templos del demonio de esta manera: levantaban quince o veinte palos y todas aquellas vigas llenas de agujeros, y tomaban las cabezas horadadas por las sienes, y hacían unos sartales de ellas en otros palos delgados pequeños, y ponían los palos en los agujeros que estaban hechos en las vigas que dije, y así tenían de quinientas en quinientas, y de seiscientas en seiscientas y en algunas partes de mil en mil calaveras”(Historia de los Indios de la Nueva España, I, 9).

Sin embargo, la relación con el mundo prehispánico que se puede advertir en las seis obras que la artista ha dedicado a la serie Calavera Mexicana no es la única, en ellas se pueden encontrar referencias inmediatas o indirectas a muchas otras culturas y manifestaciones artísticas.

Por ejemplo, en la pieza que lleva por título “Sor Juana Inés de la Cruz”, vemos un esqueleto retorcido y enrollado en espiral alrededor de una concha de caracol marino. Ante ella, uno piensa de inmediato en las copas con nautilos de  Wenzel Jamnitzer y en el ambiente un tanto misterioso, inclusive macabro por momentos,  de las cámaras de maravillas donde aparecían frecuentemente además de cráneos de toda índole, cierto número de fabricaciones como cadáveres de sirenas y demás, presentados como prodigios de la naturaleza, portentos entre los cuales el sapo de cabeza de calavera embarazado de un feto humano de nombre Diego y Frida, otra pieza de la escultora, se encontraría por completo en su sitio…

En la obra “Cuatlicue-Nefertiti” no puede ser más evidente la relación con la civilización egipcia, una cultura en la que la muerte concebida como pasaje a otra vida jugó un papel fundamental como sabemos y como expresa claramente El Libro de los Muertos. El hecho de que Nefertiti haya reinado en el siglo XIV antes de nuestra era parece ser un guiño de la artista para recordarnos que la obsesión por la muerte atraviesa siglos y culturas.

Además, el Xoloitzcuintle tan mexicano que aparece en la pieza de mismo nombre es sin duda un guía espiritual como como tan bien lo expresa Lilia Barbachano en su poema Xolo. Por ello mismo también se puede relacionar indirectamente con la divinidad egipcia de cabeza de chacal, Anubis, dios de los cementerios y patrón de los embalsamadores, estrechamente ligado al tránsito de las almas al más allá.

Por otro lado, en este contexto, la corona de Nefertiti, sin que esto haya sido expresado directamente por la artista, no deja de recordar inquietantemente la mitra del obispo representado en  el célebre cuadro Finis Gloriae Mundi de Juan de Valdéz Leal y, por ende, a todas las vanitas y memento mori de la civilización occidental (desde el famoso mosaico de Pompeya, pasando por los grabados de Holbein o de Durero), señalándonos por medio de esta alusión que aun aquellas mujeres que poseyeron belleza y poder insuperables, como la reina de Egipto, no pudieron escapar físicamente a la muerte.

Uno se puede preguntar si las vanitas y los memento mori tienen el mismo significado que la representación de la muerte en el universo prehispánico. En general, y así parece considerarlo Francisco Rocha, se considera que en el ámbito occidental las vanitas, si bien nos recuerdan lo perecedero de la existencia, tienen como propósito principal condenar el pecado de orgullo o de vanidad, la idea siendo que es absurdo creer que el destino propio, por brillante que sea, valga más que el del común de la gente puesto que, de todas formas, la muerte nos igualará a todos. Es precisamente el significado de la frase Finis gloriae mundi: Se acabó la gloria mundana.

En realidad, ponernos ante la muerte tal como lo hacen vanitas y memento mori tiene un alcance mucho más profundo: el ser-para-la-muerte, para recurrir al concepto heideggeriano, se constituye ante todo como condición de la apertura al Ser. No es tanto la vanidad individual que condenan las vanitas, virreinales o europeas, sino lo vano de llevar a cabo una existencia que no apunte a asir el ser de todo lo existente: Dios, si se me permite recurrir aquí a tan barroco concepto.

Sin meterme en el aspecto metafísico que tiene, creo yo, la famosa destrucción de la metafísica de Heidegger, y su relación con lo que alguna vez se llamó el “pensamiento oriental”, lo cierto es que el ejercicio que consistía en contemplar cadáveres y esqueletos en el budismo tiene precisamente ese sentido.

Así, por ejemplo, en el budismo tántrico, según nos dice Benjamín Preciado en su artículo “Cadáveres y cementerios en la iconografía tántrica”: “el campo crematorio era un lugar obligado para la práctica tántrica, tanto de manera real como

imaginaria: un paisaje de pilas funerarias, cuerpos sin vida en diferentes estados de descomposición y huesos esparcidos, así como bestias salvajes y aves de rapiña que merodean los cuerpos. El yogui solía habitar en los alrededores de este horrible lugar y meditar sobre la muerte, la putrefacción y la destrucción como la esencia de la realidad” (Estudios de Asia y África 35, núm. 2). Todos sabemos, por supuesto, que tal toma de consciencia no tenía otra meta que alcanzar el Nirvana que, si bien significa propiamente extinción, se equipara en ocasiones con el Brahman del hinduismo, es decir Sat-Cit-Ananda: Ser- verdad, consciencia y beatitud.

Sorprende, por lo demás, que en la iconografía del budismo tántrico encontremos imágenes dignas de Posada, como aquella en que, según la descripción de Benjamín Preciado: “Dos horribles esqueletos dan vueltas y se mueven en una danza bufa en la que pretenden ser festivos y elegantes caballeros y damas, olvidándose de su triste y descarnada condición” (Estudios de Asia y África 35, núm. 2).

Está claro que, si en Posada predomina la crítica social, la iconografía tántrica tiene el mismo propósito que las vanitas, no en su aspecto más superficial sino en el más profundo, como quizás lo tengan también la pieza “Tehuana” de Perla Arroyo, en la que contrastan flores y colibríes sobre una calavera perfectamente despojada de toda carne, y que nos remite ipso facto a los cantos de Nezahualcóyotl y sus hondos lamentos ante lo efímero de la existencia.

Aun si persigue objetivos estéticos tal como las concebimos en occidente, y se inserta en aquella tradición que postula que en México no se teme a la muerte, la escultura de Perla Arroyo es, en mi opinión, capaz de provocar en nosotros cierto sentimiento de terror. En ese sentido podría utilizarse, para definirla en parte, la categoría que en la teoría estética de la India se conoce, según Benjamín Preciado, con el nombre sánscrito de ahora, lo terrorífico, una categoría que bien podría servir para definir algunas de las obras más emblemáticas de nuestro pasado prehispánico como la Coatlicue o la Coyolxauhqui, última a la que la escultora dedica otra de sus piezas, sin hablar, por supuesto, de los propios tzompantlis.

Así, tanto por su pericia como escultora cuyas sorprendentes técnicas han sido comentadas por Elsa Arroyo en el libro, como por su voluntad de ponernos ante la muerte, las seis esculturas que en este libro se presentan son piezas que, más que simplemente dirigirse al sentido de la vista, parecen estar diseñadas para provocar la videncia.

Es en ese sentido que Perla Arroyo se manifiesta aquí tanto como escultora que como hierofante y psicopompa. Es probablemente por ello que tanto Luis Ignacio Sainz como Francisco Rocha acercan su figura a la de los tlamatimine.

A través de su obra, Perla Arroyo se presenta ante nosotros como la que sabe.

ESTEBAN GARCÍA BROSSEAU

garciabrosseaue@gmail.com

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