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La nostalgia de los buenos tiempos
“Una cosa que siempre me llamó la atención era que en Colonia Yucatán casi todos tenían apodo, de lo más variado y curioso. Era raro aquel que no tenía un sobrenombre. Con todo respeto se saludaba a don Burro, a don Conejo, etcétera; no sabían su nombre, pero sí su apodo. Eso sí: con el ‘don’ por delante, por aquello del respeto. Recuerdo que había un güero que vino de una comunidad cercana, llegó a Triplay a pedir trabajo y lo consiguió; como llegó sin compañía, cuando los vecinos preguntaron ‘Quién es este muchacho’, la respuesta fue: ‘Solo vino. Jorge Novelo se llama, pero como nadie lo conocía así, se le quedó: “Solovino”. Al parecer era de Chiquilá, Quintana Roo.”
“En ese tiempo también iba con mucha frecuencia un moreno, pero muy moreno, de sonrisa estentórea, escandalosa, de grandes ojos alegres, joven, muy buena gente, aficionado al beisbol. Llegó a ser muy apreciado en Colonia, que para ese entonces ya le habían cambiado el nombre de Triplay. Vino igual de Quintana Roo, de Solferino, y así le apodaron: Solferino. Leónides Baas se llamaba, o se llama, era comerciante; creo incluso que se casó con una muchacha de Colonia.
“Había muchas chicas muy bonitas, excelentes jugadoras de softbol que jugaban en el campo que estaba frente a la fábrica. Había solteras y casadas en varios equipos de Colonia y sólo uno de la Sierra, que dirigía don Ramón Vidal. Todo mundo iba a ver los juegos que se ponían muuuuy buenos, sobre todo cuando jugaba el equipo local contra “Servicio Urbano” de la Sierra. Tenían una férrea rivalidad, pero en deportes era muy marcada. Debo decir que los juegos casi siempre se daban en un ambiente de cordialidad, aunque a veces el público se metía con ellas, aunque nada serio, era al calor del ambiente. Al día siguiente, todas y todos se saludaban como si nada hubiera pasado; no había rencores ni nada de eso. Todo era con educación, cortesía y respeto. Nunca vi que alguien reclamara a otro u otra la rencilla del juego anterior. ¡Nada, nunca!” me afirma enfático Jesús, orgulloso de haber vivido la etapa más feliz de su vida en aquel otrora lejísimo lugar donde encontró una verdadera comunidad que le abrió los brazos y a quienes correspondió de la mejor manera.
“Lo mismo era en los juegos de voleibol que se disputaban en la cancha o en la explanada del seguro social,” continúa emocionado con su plática. “Había equipos tanto varonil como femenil. En ese tiempo no había tele, celulares, ni nada que nos robe la atención. Eran verdaderos ambientes de comunidad a los que casi todos asistían, sin importar quién era el equipo favorito: simplemente asistían a divertirse. En este lugar siempre me llamó la atención el orden, el respeto, la algarabía de cuanto evento social o deportivo se realizaba, claro que con la aprobación y apoyo de las autoridades, de los macucos, como se les decía a los funcionarios de la empresa, que siempre apoyaba en todo lo relacionado a la diversión y sana convivencia de la comunidad.”
“En básquetbol igual: ¡qué buenos partidos disfruté en esos días! Yo igual participaba junto con Cheto Rodríguez, Luis Polanco –Luli Pachul–, Eduardo González, Fernando Uribe –El patín–, Marcos Leal, Manolo Santoyo, aquél que le decían el kewo, era hermano de Tránsito Rebolledo, aquel flaco Ávila, Alfredo Can, Víctor Álvarez –el diablo grande–, Carlos Moguel –Begue-, Francisco Carrillo –Bolas. Juuu… ¡Qué equipos tenía Colonia en todo: softbol, beisbol, básquet y voleibol!
“A otros muchachos les gustaba jugar futbol con balón de cuero y porterías de madera: Rodolfo –Nego– y sus hermanos Rafael –Coco– y Carlos Miguel -Cheles– Serrato Rubio, Sixto Marfil, Pechi y Manuel Mena, los hermanos Canto Diaz, Felipe, Antonio y Juan Miguel, y muchos otros que siempre entrenaban en las tardes, alternando el campo con los días de entrenamiento de beisbol de la Maderera. Los domingos se jugaba a las 12 del día, y el siguiente domingo devolvían la visita a Tizimín, Espita, Sucilá, etcétera. Cuando estos venían a jugar a Colonia, al término del juego, sin importar quién ganara, se dividían entre todo el equipo a los visitantes y cada quien llevaba a comer a su casa a un compañero que antes había disputado la cancha el triunfo. Así se forjó una gran amistad con los jóvenes de la región.
“En Colonia Yucatán se practicaba mucho el deporte y las actividades sociales que promovía tanto la empresa como la iglesia. Conviene decir que la gran mayoría de sus habitantes eran fieles católicos practicantes, devotos. Había adoración nocturna, numerosas amas de casa formaron el grupo del apostolado de la oración con sus vestidos blancos y sus escapularios. Por supuesto que también había doctrina para los niños y adolescentes, que con mucho entusiasmo y alegría participaban en el mes de mayo, el mes de María, muchísimos niños y niñas se presentaban para llevar flores a la Virgen todas las tardes. Aunque casi toda la comunidad era fervientemente católica, había también algunas familias que practicaban otra religión que no es católica, pero eran solo unas cuantas. Predominaba la católica y todos convivían en un mutuo respeto. Las misas eran siempre muy concurridas. Los domingos asistían a misa de las cinco de la tarde los muchachos, la misa de las ocho era para los matrimonios. Los niños asistían a la primera de la mañana, a las 8:00 am, con sus respectivas catequistas. Por cierto, mi novia en aquel tiempo era una activa catequista; todo lo que la iglesia organizaba, ella estaba más que puesta para participar.
Los sacerdotes de aquella época eran, como se ha dicho, de la orden de Maryknoll. Tenían que atender, además de su parroquia de Colonia Yucatán, Nuestra Señora del Carmen, daban servicio espiritual al lejano, en ese entonces, puerto de El Cuyo donde, dicho sea de paso, la empresa construyó un gran muelle de madera y grandes bodegas. Fue un lugar muy importante para el desarrollo de la empresa Medval, ya que era el puerto donde se exportaba la madera al extranjero, y a su vez se recibían los rolos que traían desde Colombia y Brasil. Holbox y Kantunilkin, en el vecino estado de Quintana Roo, eran las otras comunidades que tenían a su cargo los sacerdotes.
“Don Panchito González me comentó alguna vez que los padres se iban al Cuyo, y después de celebrar misa se trasladaban a la isla de Holbox. Para anunciar su salida, lo hacían quemando ramas de coco seco, haciendo señales de humo. En una lanchita que iba costeando se trasladaban los 40 kilómetros que separa la isla del puerto. Claro que, cuando estaba el padre allá, tenía mucho trabajo, ya que por las difíciles condiciones de traslado solo iban por temporadas, sobre todo a Holbox, a celebrar bodas, bautizos, etc., lo mismo al llegar a Kantunilkin. Para llegar al Cuyo había que pasar por en medio de la ría, que tenía unos cortes para el paso del agua en sus dos kilómetros de travesía; unos troncos como durmientes servían de puente para que pasaran los camiones cargados con su pesado material. Cabe señalar que de Colonia al Cuyo se trasladaba el material en trucks jalados por mulas sobre rieles delgados, no gruesos como los del tren, eran más delgados. Mudaban en Misne Balam, en Moctezuma, y de ahí hasta el puerto. Ya después se suplieron las mulas y pusieron tractores que recorrían los 36 kilómetros en total.
“En Semana Santa, aunque la parroquia se llenaba respetuosamente de fieles que acudían en masa a la celebración de los días de guardar, el Viernes Santo no se trabajaba por respeto a esos días. La empresa ponía a disposición de las familias sus camiones para ir de excursión al puerto de El Cuyo los sábados de Gloria, había baile y casi todos los muchachos de Colonia íbamos a pasar un buen rato. Nos trataban muy bien: aunque dormíamos en las grandes bodegas de madera que la empresa tenía en el puerto, los del Cuyo siempre fueron muy atentos con nosotros, creo que porque algunos señores del Cuyo eran empleados de la empresa, o porque cuando tenían que ir al hospital se les atendía y ayudaban. No lo sé, pero nos trataban muy bien. Los hijos de la familia Sánchez, Mundo y María Elena, estudiaron la Secundaria en Colonia e hicieron buena amistad con los Colyuctecos. Recuerdo que don Pedro Ávila –Pedro Lazo–, hijo de doña Rita lazo, la enfermera, tuvo una amistad muy cercana con la familia de don Marcelo Pech, que viven a un costado de la iglesia dedicada a nuestra Señora de las Mercedes. Otro era don Asunción Corona Wong, iban con frecuencia a pescar al Cuyo, eran muy aficionados a la pesca, así como los hijos del maestro Corona, Milin y Rubén, que no han abandonado su afición.
CONTINUARÁ…
L.C.C. ARIEL LÓPEZ TEJERO