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Letras
Pedro Escalante Palma
Como siga lloviendo, no sé adónde iremos a parar. Crecerán las aguas, como en el tiempo de Noé, quince codos sobre las cimas más empingorotadas, y ¡adiós, humanidad!
Yo me estoy previniendo. Voy a mandar construir un arca o elevar un vapor más allá de las nubes, para que cuando vea que la cosa se pone de oreja, me embarque y ¡al agua, patos!
Por supuesto que no llevaré en el arca dos animales de cada especie, porque me dará mucho trabajo reunirlos. Prefiero llevar dos literatos de cada género. Así haré el viaje más divertido, y puede que hasta sirvan para instruirme, que buena falta me hace.
Llevaría yo en el arca, por ejemplo, a dos decadentistas, y así, cuando desembarquemos (supongo que será sobre el monte Ararat o algún pariente suyo), ya sabré decir que la luna es una azucena de tamaño mayor, aunque de color de moribundo, y que el diluvio fue la apertura incesante de las compuertas de esas láminas de hielo artificial que empañan el dombo azul.
Y así sucesivamente.
Entretanto, nos fastidiamos de lo lindo. En Mérida todo es paz y oír cómo cae el agua en los fangos de las calles. Ahora era tiempo de que viniese una compañía integrada por Zimmermann, la Quiles y la batuta del maestro Campos. La oiríamos como quien oye llover.
No es que me desagrade oír el ruido de la lluvia, al contrario. En un principio, me divirtió en grande, y hasta disfrutaba yo del singular placer de contarme entre el número de los casi-sordos, que es una de las mayores dichas que puede anhelar el hombre.
¡Ser casi-sordo! Oír lo que conviene y permanecer como una tapia cuando le cobren una cuenta. He aquí un defecto que hace la felicidad de cualquiera.
Esta felicidad casi casi la brinda la lluvia porque, con su repetido chaj–chaj, no permite oír las cosas más que a medias. Así, se dan casos portentosos.
Ayer, un joven decía a otro que le adeudaba una peseta.
–Nos veremos en la retreta.
–¿Que si tengo la peseta? Sí, chico, tómala. Y le pagó. El otro se puso muy contento, tanto que tomó el carrito para ir a su casa, pero, al pagar, el conductor le dijo:
–No pasa. Está agujereada.
Y lo plantó allí, en medio del fango, porque el joven no llevaba más dinero en el bolsillo.
También tiene sus inconvenientes la bendita lluvia. Eso de que uno no pueda salir a la calle sin necesitar de coche, es una de las más grandes calamidades que pesan sobre el género humano.
Los cocheros, que son unas personas de mal carácter, cuando llueve se ponen insoportables.
Al subir uno a un coche, lo primero que le advierten:
–A peso, hora.
–No te pregunto nada.
–Pero lo advierto, para que luego no ande usted con que quiero robar.
El transeúnte resignado sube al coche, y después de perder la integridad de sus órganos en dos o tres cuadras, se detiene y, al pagar, vuelve a advertirle el cochero:
–Cuatro reales.
–Pero, hombre, si no hemos tardado ni cinco minutos.
–Bueno, pero usted no me advirtió que era llevada.
Y para evitar que el cochero le mente a la familia, no queda más recurso que dejar que le roben en pleno día y en plena ciudad.
Para las niñas coquetas la lluvia encierra un grandísimo encanto: tienen pretexto para lucir el breve pie, guardadito en primoroso zapato, y hasta el nacimiento de la bien torneada pierna. Aunque eso de bien torneada no es del todo exacto, porque se ven por ahí unas piernas que parecen cabos de banderillas.
A mí me revienta la lluvia; con franqueza. ¿Por qué creen ustedes? Porque no permite que suceda cosa la pena de ser referida a mis queridas lectoras.
Pimienta y Mostaza. Periódico Literario, de Espectáculos y Variedades. Mérida, año III, núm. 89, 24 de junio de 1894, pp. 2-3.
[Compilación y transcripción de José Juan Cervera Fernández]