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Rutas desoladas

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Letras

José Juan Cervera

Los ciclos de la vida dan la pauta para desentrañar los acertijos que la Esfinge formula desde su nebuloso reducto mitológico, o bien para proponer un modelo del desarrollo de la civilización acorde con las etapas del crecimiento orgánico, como en las teorías de Danilevsky, Spengler y Toynbee. También pueden guiar el orden general que articula los cuentos que Carlos Martín Briceño reúne en su libro El reino de la desesperanza (Ciudad de México, Editorial Lectorum, 2024), nutrido de los sobresaltos y las aflicciones que emboscan la experiencia de la humanidad insatisfecha, uno de los signos que definen a la especie en su fase contemporánea.

Cuando la voluntad del individuo choca con las trabas que imponen las relaciones sociales, por lo común concebidas como fuerzas metafísicas que rigen los vuelcos de la existencia por encima de la realidad material, surgen escenas de pesadumbre y desolación que recorren el mundo fraguado en este marco. Su contenido podría juzgarse el muestrario auxiliar de un tratado de sociología, sin que este hecho accesorio demerite el valor estético de la obra, porque los asuntos íntimos brotan de un universo complejo que las entidades colectivas condicionan en múltiples líneas de influencia.

Así nacen figuras que exhiben fragilidades y arrebatos al calor de proyectos de vida delineados con anhelos volátiles, rescoldos dispersos en las contradicciones que derivan de su inexperiencia en el trato social o de las sorpresas que depara el ejercicio obligado de los ritos de paso, cuando su incipiente asomo mundano los induce a asimilar normas que sus mayores encomian mientras las transgreden como prenda oculta de fórmulas acomodaticias, distintivas de su cosmovisión burguesa. Tal enfoque, desde cualesquiera de sus franjas, conforma el horizonte en que se mueven los sujetos de estas narraciones breves e intensas.

Con independencia del corte temporal de cada relato o de los años vividos bajo su sombra, estos personajes fijan el significado de los acontecimientos a partir de impresiones sensoriales, que en ocasiones se asocian con un recuerdo y aderezan el curso de sus acciones marcando los cambios de atmósfera, o bien proveen un juego valorativo en el que funcionan como eslabones para erigir verdades provisionales que sucumbirán al embate de intervenciones ajenas, reacias a sumarse a un engranaje que armonice intereses en favor de beneficios mutuos. En este contexto se afirman los aromas, los sonidos (muchas veces musicales), los sabores que alojan ciertas especialidades gastronómicas o postres de gran refinamiento, roces inesperados y vistas sugestivas o deprimentes que contribuyen a realzar atributos y caracteres.

La caracterización descarnada de hombres y mujeres forma aquí un catálogo de debilidades y frustraciones, un inventario de maniobras mezquinas y de altibajos sentimentales que, pese a las reservas y a las licencias que cada quien se concede en sus cálculos, acaban por disiparse en alcances fallidos. De improviso, una de las personalidades más retorcidas de una de las historias deja ver un gesto de afecto sincero, como paradoja que delata por contraste inconsistencias conyugales. El sello de las generaciones, con matices de temperamento, modas y espejismos de cada edad, rubrica las peripecias del ego. A este llamado acuden, por ejemplo, damas que se deslumbran con esplendores engañosos o que simplemente ensayan una vía de escape de sus congojas para darse de frente con otras nuevas. Víctimas de flaquezas y angustias, sus reacciones ilustran los mecanismos con que la cultura dominante ejerce el arte de endosar amarguras tras cortinajes vanos, haciendo valer efectos que desquician rutinas, compromisos anodinos y criterios estrechos.

Son elementos que encierran síntomas típicos de mentalidades aldeanas los que acentúan el sentido grotesco de actos y dichos, como legatarios de creencias religiosas de mera fachada, masa inerte que engendra sufrimiento en lugar de una verdadera liberación de la conciencia. A esto se añade la medida precisa de un humor incisivo, con matices de sarcasmo que exhibe móviles absurdos y persistentes desatinos. De ahí el desprecio étnico y los demás prejuicios inoculados en lo más profundo de la entraña. Esto explica, por ejemplo, las reticencias que provoca el matrimonio de una hija de familia tradicional con un joven “de apellido autóctono”, enlace que tiende a interpretarse como una afrenta infligida contra el prestigio de su comunidad de origen.

La novatez, los conflictos de pareja, y los males que pregonan postraciones definitivas se combinan en perfiles inflamados de pompa y fingimiento, de agobios y extravíos que modelan la unidad vital de esta obra, fundada en la inventiva y la observación de Carlos Martín Briceño, quien baraja en ella un puñado de apreciaciones sobre la naturaleza humana, ratificándose en el gusto de sus lectores como autor maduro, notable entre las plumas de hoy.

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