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Una adaptación de «El príncipe idiota»

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Luces de México

Fedor Dostoievski

Antonio Magaña Esquivel

(Especial para el Diario del Sureste)

Audacia y mucha se requiere para darse a la tarea de adaptar una novela al teatro. La novela sólo necesita para su realización imprenta y papel; el teatro, por el contrario, exige muchas otras cosas más, complicadas, complejas. Y con tanta mayor razón cuando se trata, como es el caso, de una novela de Fedor Dostoievski, cuyas novelas son una maraña que se extiende. He aquí El príncipe idiota, que adaptó, es un decir, Pablo Prida y que llevó a la escena del Palacio de Bellas Artes la famosa trilogía integrada por Virginia Fábregas, María Teresa Montoya y Fernando Soler. Esta ha sido la segunda obra estrenada, inmediatamente después de Besos perdidos, de Andrés Birabeau, en esta temporada dramática en la que el público ha depositado sus más caras esperanzas.

En ninguna literatura como en la rusa se ve la agresividad, la descarnada realidad de la vida con un instinto combativo contra todo lo que es Poder y Tiranía. La literatura, es preciso hacerlo notar una vez más, preparó e hizo posible la revolución social en Rusia. “Es la única literatura del mundo –afirma Cristóbal de Castro– que no tiene escritores palaciegos”. Y es cierto. Todos salen y pertenecen al pueblo. Todos se identifican con él, aun los de cuna noble como Tolstoi. Todos son enemigos del Poder y de la Tiranía. A Gogol le corresponde la gloria de haber iniciado el ataque así en la novela (Almas muertas) como en el teatro (El revisor, una formidable sátira burocrática). En esta forma, llevando la novela al teatro, surgió en Rusia el teatro revolucionario, típicamente nacional y revolucionario aun dentro del carcomido régimen zarista.

Después de estos primeros intentos hay un compás de espera, un momento de reposo después del cual habría de alcanzarse al fin ese ímpetu furioso y admirable que estatuye Meyerhold. En ese minuto de reposo surge el Teatro Literario, lazo de transición, con Stanislavsky­– Antoine y Gordon Craig en una pieza, según la frase de un crítico europeo– quien, al lado de la actriz Olga Kniper, mujer del escritor Antón Chéjov, y de éste, lleva a la escena de dramatización de las más famosas novelas rusas. Así se dio a conocer por primera vez la adaptación escénica de El idiota, de Dostoievski, en forma admirable, escrita en 1868. Así se llevó a Tolstoi a la escena y se preparó el camino a los jóvenes, a los del último barco (Mayakovski, Ivanof, etc.), que han venido a dar mayor vida a la acción escénica y han traído cierto ritmo veloz de cuadros que en verdad no constituye sino un regreso a la forma clásica.

¿Pablo Prida se sirvió de estos antecedentes para intentar su adaptación de El idiota? Estoy seguro que no. Aún más: me atrevo a afirmar que empleó para su “adaptación” una traducción española de Pedro Pedraza y Páez que ya trae el mismo título que usó Prida: El príncipe idiota. Ahora bien: ¿qué queda de la famosa novela al pasar a la escena de esta “adaptación” de Prida? Muy poca cosa. Se ha perdido totalmente esa “religión del sufrimiento” que es uno de los rasgos característicos de la obra literaria de Dostoievski. El adaptador en esta ocasión usó un procedimiento fácil e indebido: escogió tres pasajes de la novela y con ellos construyó los tres actos del drama. El resto o los desechó totalmente o lo refundió en alguno de esos pasajes, violando con esto la unidad de tiempo y acción. Llegó su audacia y su desaprensión a dejar fuera del drama a personajes que en la novela tienen relieves de importancia y que influyen en el mismo drama. Ahí tenéis, pongo por caso, a la familia Epantchine y dentro de ésta a Aglae, la menor y la más bella de las hijas, de quien se enamora el príncipe Muichkine y con quien está a punto de casar. No la menciona siquiera. Apenas sí hizo aparecer Prida, en el segundo acto, al general Epantchine en el momento en que obsequia, en presencia de todos, unas perlas a Anastasia Filippovna.

Y esto es falso y va en contra de la trama misma. Las perlas las obsequió en la mañana de ese día y a ocultas de todos. Este detalle tiene su explicación: Iván Fedorovitch Epantchine estaba apasionado de Anastasia Filippovna, pero ocultaba sus sentimientos porque mantenía su acuerdo con Totski para casar a Gania con Anastasia, mujer agresiva, irónica, que heredaba la locura de su padre. El interés de este matrimonio estribaba para ellos en que Anastasia, casándose, dejaba libre a Totski, quien la había deshonrado, y de esta manera éste podía casarse a su vez con Alejandra, otra de las hijas del general Epantchine que Prida excluye de su “adaptación”.  Todo estaba fraguado en esta forma y era natural, pues, que el general Epantchine se cuidara muy bien de que lo viera nadie al hacer el obsequio de las perlas de Anastasia. ¿Cómo Prida se atrevió a cambiar el curso de la trama, desorientando así al espectador?

Porque es indudable que, según esta “adaptación”, el espectador que no conozca la novela no acabará de entender el por qué del interés de ese matrimonio entre Gania y Anastasia, como tampoco entenderá otras muchas cosas que la “adaptación” no explica ni deja ver por parte alguna. En el tercer acto, por ejemplo, hay otra absoluta violación a la unidad de tiempo y las cosas, por otra parte, no suceden como las dice Prida. Aún más: habiendo excluido del drama a otros personajes que sí participan en forma activa del asunto, error imperdonable, Pablo Prida sufre todavía el error de sacar a escena personajes obscuros y anecdóticos como es la madre de Ragojine que solamente se presenta a que el público la vea sentada en su sillón de ruedas. No es, ni con mucho, aquel personaje mudo, la “abuela” de Anffisa, de Andreief.

En suma: lo que ha hecho el señor Prida no es una adaptación sino un desarreglo, a su antojo, de la famosa novela de Dostoievski. Lo cual es de lamentar por la altura artística de doña Virginia Fábregas, de la Montoya y de Fernando Soler, y por el público mismo, cuyo estímulo otorgado de buena y sincera fe se ha visto defraudado con esta obra en el propio Palacio de Bellas Artes.

México, D. F., 1935.

 

Diario del Sureste. Mérida, 13 de octubre de 1935, p. 3.

[Compilación y transcripción de José Juan Cervera Fernández]

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