Letras
Andrés Tomás Pérez Olvera*
En grupo, los ciclistas recorremos el camino por curvas de la ruta que se había trazado previamente, en ese trayecto lleno de montañas con desfiladeros imponentes y riesgosos. Estuvimos de acuerdo en este recorrido, aun sabiendo lo riesgoso que era: le ponía más adrenalina a nuestra aventura.
Veo por el espejo de mi bicicleta cómo pasan las rayas blancas en el centro de la carretera, los señalamientos, rocas, árboles, los compañeros que me rebasan y, al fondo de los barrancos, veo un sinuoso río lejano hasta ahí, abajo del camino.
Habíamos recorrido ya en ese día varios kilómetros y aún era media tarde. Alguien sugirió con un grito que sería bueno detenernos un poco, para descansar nuestros cuerpos adoloridos. El grupo se orilló y uno a uno fueron llegando, como si fuera una parvada que aterriza en el suelo.
Desmontamos las bicicletas para estirar las piernas, sobarnos las pompis adoloridas por permanecer sentados durante tanto tiempo en un asiento diminuto y poco acolchonado. Muchos, con sed, bebieron de los termos para refrescarse, no para hartarse sino para mitigar levemente y refrescar la boca. Algunos se sentaron sobre la hierba fresca para reparar las fuerzas perdidas durante el trayecto. El grupo se sentía feliz, hacían comentarios de las sensaciones vividas ese día estaban eufóricos, felices.
Aún sigo viendo pasar, como en un video, las cosas por el espejo; con la diferencia que ahora las imágenes se ven más lejanas de lo normal. Sacudo la cabeza y no responde. Veo la arena del río frente a mi cara, mi mano está dentro del agua; no siento su frescura, me sorprendo al no sentir cansancio o sed alguna, tampoco escucho las voces de mis compañeros que, desde lo alto, me hacen señales.
Los veo, pero no siento nada.
*San Miguel, Tolimán. Querétaro. 1953. Estudió hasta la educación secundaria. Actualmente se encuentra jubilado. c.e. j.andres.tomas0111@gmail.com
