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Declaración de Amor

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Letras

Rosa Carolina González de la Torre

Invariablemente sucede: apenas salgo a la escalinata del avión, la oleada de calor me da la bienvenida. Yo le correspondo con mis primeras lágrimas. ¡Me siento feliz!

Cuando camino por el pasillo del aeropuerto ya soy un mar de llanto. Las fotografías de Uxmal, de Celestún, de Chichén, de Izamal, del cenote Zací de Valladolid, y el aroma, mezcla de humedad y flamboyanes, hacen estremecer mi piel, hacen vibrar mi espíritu. En silencio grito: ¡VOLVÍ A MI TIERRA!

Durante muchos años algunos me han dicho: “Pero si tú no eres yucateca. Tu hermano es el que nació allá.” No saben que lo soy porque mi sangre paterna es de Motul y de Espita; porque no comprenden que bastaron cinco años, los primeros, para dejar mi alma y corazón en esta tierra maya, en esta tierra blanca.

No entienden porque no se bañan temporada tras temporada en las aguas esmeraldas de Progreso, Sisal y Yucalpetén; porque no se deleita su mirada con los cenotes de Cuzamá, de Homún y tantos otros escondidos en la selva o abiertos en el monte; porque no han recorrido las grutas de Loltún, Tzabnah o Tekax; porque no han sentido la majestuosidad de sus ruinas, el cascabeleo de la serpiente y el olor a ciénaga.

Crecí durante los albores de la Escuela Yucatán. Pasé la infancia bebiendo Soldado de Chocolate y comprando sidra negra y cebada en La Sirena, en el puerto.

Jugué béisbol en la playa.

Me fui al muelle de pesca.

Rompí piñatas a mano.

Paseé Montejo en calesa.

Me enamoró un Palomeque.

Busqué hueches en la arena.

Hice la siesta en hamaca.

Olí achiote y camelias.

¿Cómo pueden aún decirme que yo no soy yucateca?

Mis compañeros de siempre han sido los traviesos Aluxes, la terrible y hermosa Xtabay, el pájaro Pujuy, y un especial cariño tengo al peligroso Uay Chivo de Maxcanú, porque ha estado presente cada vez que hay un apagón en casa, porque un día tuve un encuentro cercano con él en su pueblo, porque me he encargado de narrar su leyenda a mis hijos, a mis alumnos, a mis parientes y amigos huaches, y porque hace algunos años tuve el honor de leer en voz alta su historia, en la sala de Consejo de la Universidad de Yucatán, durante la presentación del libro Testimonios, Cuentos y Relatos que escribió mi padre, y más recientemente, en un concurso de leyendas durante la pandemia. “¡Je’e kutaló, Uaychivo!

En fin, algunos siguen preguntándome: “¿Por qué vuelves y vuelves y vuelves a Yucatán?”

Será porque gozo la vaquería; quizá porque me encanta el pib y el bud negro; tal vez porque canto la trova.

Será porque ahí está mi familia, quizá por el pollo asado de la tía Mech, seguro es por el chocolate con agua y el pan de canela de mi abuelita; quizá la ceiba, el Popol Vuh, La Tierra del Faisán y del Venado, Canek o Se vende un hombre.

Será el sacbé que de niña caminé…

Lo cierto es que tengo un montón de experiencias y recuerdos de 56 años que me hacen volver a mi casa, a mi tierra, a mi raíz.

¿Por qué invariablemente regreso a Yucatán, lloro y me siento profundamente feliz?

La tía Irma de Tanlum lo sabe: “Porque aquí enterraron su tuch.” Pero esa es una historia más para contar. Los mayas de la península de Yucatán tienen por tradición enterrar el ombligo del nené al pie de las raíces de un árbol con la intención de que, cuando llegue a adulto, “no tenga la manía de andar buscando y buscando”, sino que eche raíces en su pueblo natal.

Esto es sólo el principio. Todo lo que aquí he referido tiene su historia particular. Si me permiten, las iré compartiendo para seguir con la tradición de mi familia, ¡la yucateca!

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