Editorial
En unas semanas, los electores estadunidenses elegirán a quien fungirá como su presidente durante los próximos cuatro años. Los candidatos, hasta este momento, son el actual presidente Joe Biden y el expresidente a quien Biden reemplazó en el puesto: Donald Trump.
El pasado fin de semana, el candidato republicano Trump sufrió un atentado que pudo haberle costado la vida: un francotirador apostado en el techo de un edificio contiguo logró herirlo –un rozón en la oreja–, la bala continuó su trayectoria, segando la vida de uno de los asistentes al mitin.
Los detalles acerca del tirador son igual de turbios como la actuación del Servicio Secreto “protegiendo” a Donald Trump.
Joven de 20 años registrado como republicano, pero con una donación registrada por una asociación demócrata, estudiante promedio, sin problemas mentales aparentes, miembro de un club de tiro, Thomas Crooks no pareciera ser el típico agresor que ejecuta estos actos. Los investigadores aún no encuentran cuáles pudieran haber sido los motivos detrás del intento de magnicidio.
El Servicio Secreto, mientras tanto, está siendo severamente cuestionado por su accionar durante el evento: desde la insuficiente revisión de los techos cercanos al evento, pasando por su permisividad al dejar a Trump “ofrecer el pecho a las balas” en vez de retirarlo inmediatamente de la escena, el elemento más cuestionado es la declaración de un francotirador del Servicio Secreto indicando que tres minutos antes del disparo de Crooks lo tuvo en la mira de su arma, que solicitó permiso para disparar al agresor, y que nunca le dieron la autorización, con las consecuencias que se han descrito.
Tras este evento, Trump –quien es un criminal convicto ante las leyes estadunidenses– ha elevado sus niveles de popularidad, definiendo el fallido ataque como una intervención divina, ordeñando en su beneficio el extraño evento.
El otro candidato, el demócrata Joe Biden, enfrenta desde hace dos semanas numerosos llamados tanto de miembros de su partido como de gente cercana para que se retire la contienda, para ser sustituido por alguien que pueda contrarrestar la creciente popularidad de Trump.
El presidente Biden ronda los 80 años, posee una endeble condición física y, como decimos en nuestro ‘xtokoy’ solar, parece que “el agua no está llegando el tinaco”, a juzgar por los dislates mentales durante el debate que sostuvo con Trump, y su confusión mental entre el presidente de Ucrania y el de Rusia, y hasta su vicepresidenta Kamala Harris y su contrincante republicano.
Durante este sexenio, nuestra vapuleada economía –aquellos que gusten informarse del inmenso abismo entre los ingresos gubernamentales y su exorbitante gasto son atentamente invitados a leer no solo los propios reportes de Hacienda sino los de medios informativos como El Financiero– ha recibido inmensos tanques de oxígeno gracias a la derrama económica que en este sexenio provino de los Estados Unidos a través de las transferencias de los mexicanos a sus familias desde esa nación, algo que ha festinado y presumido el saliente presidente tabasqueño, sin detenerse a considerar que no fueron generados por su gobierno.
Aquellos que analizan los elementos externos que afectan nuestra economía deben prestar atención al desenlace de estas elecciones porque la plataforma de Trump ha dejado en claro que hay que cerrar la frontera con México. Entre muchas otras razones que esgrime, resaltan las siguientes: “esos bad hombres están envenenando a nuestros jóvenes” y “los inmigrantes están arrebatando trabajos a los americanos”.
Con las ideas de Trump de “Hacer que América –Estados Unidos– sea grande nuevamente”, esa derrama económica que ha solventado este sexenio estará en riesgo, así como el “nearshoring”, y todo lo que deriva de las relaciones comerciales con el socio comercial más grande de México.
Si a eso agregamos las beligerantes palabras y visiones de grandeza del candidato republicano, sin pensar en las repercusiones, el mundo, y particularmente nuestro México, contendrá el aliento durante cuatro largos años.