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La Esmeralda

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Letras – Desde Nicaragua

(Micronovela)

Gracias a la memoria histórica de los viejos mineros y al último sobreviviente don Rubén González, propietario de la mina los Ángeles y socio de míster Clayton.

Marvin Calero

 

—Corré, Evangelina —gritó desde la boca del túnel Alfonsino Duarte, cuando perdió el rastro del hilo de oro —. Otro día perdido y no encontramos la veta, pero estoy seguro que estamos cerca: la «Tomasina» me advirtió ayer que esto podría ocurrir cuando fui a leerme las cartas.

Ambos, marido y mujer, volvieron en medio de la lluvia a la Casa Blanca, en la mina de La Esmeralda, en la Libertad, Chontales. El río Mico se escucha enfurecido y las milpas entorpecen el paso.

—¿Qué cenaremos hoy, Evangelina? —dice Alfonsino, mientras cuelga su casco de minero en unos cachos de venado clavado a un horcón de la cocina. Va con dirección al cuarto a cambiarse la ropa.

—Alfonsino —contesta su mujer—, voy a calentar el café. Sobraron unas tortillas del almuerzo, podemos comerlas con frijoles cocidos y un pedazo de cuajada seca.

A la mesa se sentaron la Evangelina, Alfonsino y sus cinco hijas, un candil de keroseno en medio de la oscuridad, y el croar de ranas inspiraron una oración a San Antonio.

***

La mañana era fría y la niebla densa sobre la hierba el sereno matinal del trópico húmedo.

—Nos vemos más tarde, Evangelina —le dijo Alfonsino a su mujer, mientras en brazos sostenía a la menor de las hermanas y la saltapiñuela anunciaba con la construcción de su nido que la lluvia vendría fuerte desde el Caribe de Nicaragua.

Alfonsino miró a las gallinas mientras comían maíz triturado en piedra de moler. Evangelina le dijo:

 —Alfonsino, no te dejés agarrar la noche, que no podré llegarte a buscar al túnel porque no puedo dejar solas a las chigüinas.

—Está bien, Evangelina. Cuando salga voy a ir al pueblo, que hoy toca pago de los trabajos en la mina de Los Ángeles.

La tarde transcurría nublada. Del túnel La Mestiza un hombre gritaba:

—¡Creo que ya no podemos bajar más, ya llegamos al agua y el mamón está fuerte! ¡Probemos mañana!

Dos hombres le dieron vuelta a un malacate de madera y, minutos después, sujeto a un mecate, apareció Alfonsino, lleno de lodo y con la ropa mojada. Los hombres sonrieron para sí, contentos de que era viernes y que míster Clayton esperaba a los 65 trabajadores en los diferentes procesos de la mina Los Ángeles. Alfonsino pasó por una quebrada y lavó el lodo de la ropa, la exprimió con fuerza para escurrirle la mayor cantidad de agua posible. Se montó en su mula que había dejado pastando en uno de los potreros cercanos al trabajo, y salió con dirección al pueblo donde se encontraba míster Clayton, en la miscelánea de don Orlando Castrillo.

—Hello, don Alfonsino, ¿cómo está mi amigo? And your family, ¿todo bien, con salud? —dijo míster Clayton a Alfonsino, que tiritaba de frío—. Toma un poco de café.

Alfonsino bebía a sorbos el café, acompañado por unas roquillas de maíz que recién salían del horno.

—Aquí estar tu paga, Alfonsino, contar el dinero — dijo míster Clayton a Alfonsino.

—Sí, míster Clayton, el dinero está completo. Le tengo que decir que rompimos manto acuífero y que vamos a necesitar sacar el agua para romper y bajar más, unos veinte pies.

—Muy ok, Alfonsino, le dirré a Chepe y a Pancho que mañana vayan al túnel y ponerse de acuerdo con usted. ¿Es ok? —dijo míster Clayton con su acento de neoyorkino.

—Sí, míster Clayton, mañana los esperamos.

Desde las lejanías, con dirección a unos matorrales se escucharon unos gritos:

—¡Pupua!

—¡Pupua!

—¡Pupua! Soy el hombre más temido, pues de nadie aborrecido mi mujer no usa prenda la ninguna se acuesta sin cenar y no se desayuna, ¡Pupua!

—Oiga, mamá —dijo la Maritza, la hija mayor de la humilde familia —, parece que viene mi papá y parece que viene bolo.

Los gritos se fueron haciendo cada vez más cercanos, hasta que se convirtieron en gritos que venían de afuera. El tosco coz de la mula escandalizaba la noche.

—¡Pupua! ¡Ya llegó Alfonsino Duarte!

—¡Ya llegó!

—Yo soy el hombre, ¡pupua!

De la humilde casa salió la Evangelina Rodríguez con su delantal de manta.

 —Calmáte, Alfonsino; bajáte de la Mula y entrá a cenar.

Alfonsino estaba muy tomado, pero aun así no olvidó comprar las provisiones de la casa: la arroba de arroz, los cinco cartuchos de azúcar, el litro de aceite en botellón de vidrio, el jabón, y el atado de dulce para el pinol.

Se bajó de la mula, por poco se cae, pero la Evangelina con mucha fuerza lo sujetó por el fajón y lo ayudó a bajar, lo llevó hasta el camarote (cama de vientre de vaca) y lo acostó. Le sacó las botas de hule y justo ahí se quedó dormido.

Esa noche, en medio del sueño, Alfonsino llegó hasta la veta del trabajo propio como pequeño minero. La alegría es tal, que ríe dormido. La Evangelina, lo sacude:

—Alfonsino, Alfonsino, Alfonsino, ¿qué te pasa? —le dice la Evangelina, mientras lo sacude de los brazos.

Alfonsino se da la vuelta y le dice:

—¡Nada, Evangelina, nada!

***

El sol salió temprano, en señal de que haría buen día. Las tijeretas pasaban volando sobre los árboles de naranja y mandarina que iniciaban a dar la cosecha de octubre; la Pía observó a las gallinas en calma:

—Mirá, Alfonsino, parece que hoy hará buen día. Las gallinas amanecieron calmas y no se están untando aceite en las plumas.

—¡Así parece, Evangelina, así parece!

Pancho y Chepe llegaron poco después que los demás trabajadores al mando de Alfonsino, la persona de mayor confianza de míster Clayton.

—Aquí estamos, Alfonsino —dijo Chepe—. ¿Para qué somos buenos?

—Bueno pues —contestó Alfonsino en forma de saludo—. Aquí están. Ya llegamos a los 50 pies y rompimos una vena de agua y el túnel se nos está llenando.

—Bueno —dijo Pancho— ¿ya probaron perforar por el acantilado para sacar el agua?

—Pues fíjate que no, Pancho, hay que sacar un túnel a unas 30 varas y tenemos que enchiquerar —dijo Alfonsino, mientras le señalaba a los demás trabajadores un bosque de Palo de agua para sacar las tablillas y horcones.

El resto de la mañana, los ocho hombres lo dedicaron a tumbar los árboles para alistar la madera y crear una especie de túnel forrado, con tablillas y horcones para evitar que el túnel se les derrumbara.

Luego de comer el almuerzo que llevaba en un morral, Alfonsino prosiguió su camino con su piocha y su macana en hombros.

Luego de varias horas en su túnel, que desde algunas semanas trabajaba solo en horas después de sus labores en la mina, constató que al menos había bajado unos doce pies, sin encontrar nada.

Pasado de las cinco de la tarde una ráfaga de viento helado recorrió el túnel improvisado y sacudió en el casco de su cabeza la llama del candil de carburo. La piel se le erizó y un frío tenebroso le recorrió los brazos. Fingió para sí que era algo normal y que no pasaba nada.  Cuando de repente observó en el fondo del túnel una luz color verde, prosiguió con ánimo rumbo a la luz que se perdía en el fondo, él la quiso seguir, cavó su piocha lo más rápido posible sobre el final del túnel, a paso imperceptible.  De pronto escuchó un grito que recorría el túnel:

—¡Uyyyyy!

—¡Uyyyyy!

—¡Alfonsino!

—¡Alfonsino!

—¿Estás ahí? Oye, Alfonsino.

Alfonsino salió del túnel, tosiendo por las mojadas de lluvia de los días anteriores. Medio asustado y a la vez alegre, dice:

—¡Ah!, vos sos, Evangelina —asomado por el desnivel del túnel que se extendía horizontalmente a unos quince pies de largo y doce de profundidad.

—Sí, Alfonsino, soy yo. Ya son las nueve de la noche y otra vez te quedaste en el hoyo.

Alfonsino sonríe y le contesta:

—¡Ala, mujer! El tiempo se va en un abrir y cerrar de ojos, pero ya terminé.

Se guardó para sí el acontecimiento y salió con la Evangelina rumbo a su casa. A su llegada sus cinco hijas dormían.

Continuará la próxima semana…

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