Letras – Desde Nicaragua
Marvin Calero
A principios de los años 40, La Libertad, Chontales, era un próspero municipio minero. Decenas de extranjeros inmigraron de Estados Unidos y Europa en busca de fortuna, igual que cientos de trabajadores de la zona del Pacífico y norte de Nicaragua.
Alfonsino Duarte nació en el seno de una familia campesina de Matiguás, departamento de Matagalpa, hombre de baja estatura, ojos amarillos, conversador y hábil en el desempeño de diferentes labores. Su abuelo había sido ebanista, dueño de una finca; su padre heredó la propiedad ubicada en las afueras de Matiguás, donde sembraban y cosechaban granos básicos, cacao, café y tabaco. Llegó al pueblo minero buscando un destino de prosperidad, al poco tiempo encontró trabajo como carretillero.
Evangelina Rodríguez vino del mismo municipio; fue dueña de un comedor improvisado en las entradas del pueblo, donde cuidaba mozos de la mina La Esmeralda y quincenalmente obtenía los pagos. Ahí, conoció y se enamoró de Alfonsino Duarte. Al poco tiempo, la pareja se comprometió y contrajo nupcias en la iglesia de La Virgen de La Luz.
La eficiencia en el trabajo, y la confianza obtenida con míster Spencer, quien tenía en arriendo la mina, mereció que Alfonsino fuese ascendido a capataz. Por las tardes, a míster Spencer le gustaba sentarse en un sillón de madera de coyote, con las piernas entrecruzadas, y fumar cigarrillos Esfinge en el corredor de la Casa Blanca, la cual era muy espaciosa, con todos los lujos de la época: pisos de caoba, doce cuartos, cocina con bellísimos estantes, sala de estar, salón para recibir visitas; una espléndida biblioteca con libros de Williams Shakespeare, Thomas Stearns Eliot, Whitman, y muchas enciclopedias sobre geografía, economía e innumerables tomos de geología. El aire fresquísimo proveniente de las montañas, le inspiraban pláticas de horas.
—Ok, Alfonsino, ser muy happy de estar en La Libertad.
—¿Le gusta mucho, patrón míster Spencer?
—Yes, gustar mucho, fumar mis cigarrillos y beber café del que tú haber sembrado.
Así pasaban los días conversando.
Cada vez que míster Spencer iba a Nueva York con los lingotes de oro, Alfonsino se quedaba como responsable de las actividades. A veces el gringo se quedaba por semanas en su país, con la confianza plena que a su regreso todo marcharía como si nunca hubiese salido. Hasta que un día míster Spencer y los Hurtados rompieron relación al no renovar el contrato de arrendamiento, porque los Hurtados pedían mayores beneficios económicos que los pactados.
Tras algunos intentos fallidos por parte de los Hurtados por mantener operando la maquinaria hidráulica, luego que la presa colapsara por las inclementes lluvias de la zona, la mina fue cerrada y la propiedad pasó al cuidado de Alfonsino. Éste había pasado toda su vida en busca de un hilo de oro que jamás encontró, su fortuna nunca estuvo en la búsqueda de las riquezas provenientes del subsuelo. Su riqueza siempre estuvo en su carisma de buen conversador.
Para el tiempo en que míster Spencer se fue de La Libertad, cerca del año 1946, llegó otro gringo al pueblo, atraído por las riquezas de la finca Los Ángeles, propiedad de Rubén González. Alfonsino trabajó periódicamente con él, y otro tanto como güirisero en el río Mico, encontrando poquedades y vendiendo tominos de oro para la subsistencia.
Siempre creyó ser el heredero de una maldición familiar que le precedía en pobreza: la locura azul. Todos sus hermanos que buscaron riquezas habían muerto en condiciones trágicas. Félix encontró la muerte en Matiguás, llegó a ser el dueño de un comisariato, todo iba en prosperidad hasta que un día una banda de ladrones, con el propósito de robarle el dinero de la venta, lo mataron con un rifle Winchester que para entonces eran común, tiempos después de la Constabulary y la invasión de los norteamericanos a Nicaragua. Alfredo se fue a Managua, vivió en pobreza, abandonó a su esposa e hijas para ir hacer fortuna a San Carlos, Río San Juan, llegó a ser el dueño de la mejor cantina de la zona, que además tenía un hospedaje, hasta que cuatro hombres llegaron con garrotes en mano y lo mataron para robarle el dinero de la venta de la noche anterior. Francisca y Paula, sus hermanas, nunca aspiraron a las riquezas. Una murió de vieja y la otra aún vive, actualmente es dueña de un tramo de comida en el mercado Oriental de Managua.
Alfonsino Duarte vivió en La Esmeralda por más de 20 años sin encontrar riquezas, jugándose los naipes donde «La Tomasina» los fines de semanas, para que estos le indicaran el sitio exacto del hilo de oro que lo llevaría hasta la beta… El año en que los Hurtados le dieron a Alfonsino el poder general absoluto para representarlos —en la salvaguarda de los bienes de la mina La Esmeralda—, este cayó en cama, por días postrado con altas fiebres. Durante sus pesadillas, miraba a su madre, quien había muerto diez años después que abandonara Matiguás. En la pesadilla, la madre lo llamaba con los brazos abiertos.
—Mamá, mamá, espérame —decía con voz de locura en la oscuridad de las noches.
Maritza, de 17 años, la hija mayor de Alfonsino, vino desde Managua donde hacía un año vivía y trabajaba ayudando a su tía Paula en su comedor en el mercado Oriental. Por iniciativas de su madre, Maritza fue hasta Los Chiles cerca de la comarca Barrio Pobre en Santo Domingo, Chontales, en busca de Tomás Antenor, un reconocido curandero de la época. El día que llegó Maritza a casa del curandero, lo encontró vestido de blanco, con joyas de platas y acero en todos sus dedos y dentadura de oro. Al instante, el curandero se sintió atraído por la belleza de la joven Maritza, sus preciosos ojos cafés y sus labios sensuales fueron suficientes para hacerla pasar al instante hasta su consultorio.
—Y, como le decía, mi papacito lleva cuatro semanas en cama sin levantarse, con semerendas calenturas que no le ceden, ya no come y poco habla.
—¡Mmm! —exclamó el curandero ante la narración de los sucesos —. Tendría que verlo para valorar en persona las posibles causas por las que está postrado en cama.
—¿Cuándo podría llegar?
—Diles en tu casa que llegaré este martes, que me lleguen a traer al poblado, que me esperen en la miscelánea de los Castrillo.
—¿Cuánto nos va a costar el trabajo?
—Eso es lo de menos, no te preocupes.
Los días transcurrían lentos, bajo las torrentosas lluvias de octubre. Desde los cuartos se escuchaba el bramido del río Mico. Los truenos iluminaban el interior de la Casa Blanca; el vendaval no cedía y Alfonsino continuaba en cama con altas fiebres y terribles pesadillas.
—No, ¡nooooo! —se escucharon unos gritos desde el interior del cuarto de Alfonsino.
—¿Qué te sucede? —le dijo Evangelina Rodríguez, mientras sacudía por los hombros a su esposo.
—¡El Carbunclo!
—¡Cálmate, Alfonsino!
—¡No, nooooo!
En sus pesadillas, Alfonsino miraba al mítico Carbunclo, un espíritu que vive en los sitios mineros que guía falsamente a los trabajadores hasta su perdición. Años atrás había tenido un encuentro con ese espíritu, cerca de la posa de William. Ahora, el Carbunclo le rascaba el camarote forrado con piel de vaca. Llegaba por su alma para llevársela a las profundidades de los túneles antiguos que unieron internamente en un tiempo los dos pueblos de La Libertad y Santo Domingo.
La lluvia continuó hasta el martes por la mañana, cuando llegó el curandero a ver a Alfonsino. A las tres de la tarde del mismo día, el curandero estaba a la orilla de la cama del convaleciente:
—Buenas tardes, Alfonsino, soy Tomás Antenor.
—¡Aaaay, aaay! —se quejaba el convaleciente por las altas fiebres y los dolores de cabeza a causa de la deshidratación por las altas temperaturas.
—Corran al Carbunclo, ¡córranlo!, me quiere llevar.
Tomás Antenor fue a la cocina. En una porra vertió un litro de agua con unas hojas que sacó de una tálaga: zacate de limón, caraño y valeriana; cuando hirvió el cocimiento, llenó un pocillo y se lo dio a Alfonsino para que los consumiera de sorbo en sorbo, lo embolsó de pies a cabeza y media horas después estaba sudando.
—Buenas, ¿cómo se siente don Alfonsino?
—Mejor, ¿quién es usted?
—Mi nombre es Tomás Antenor, soy curandero de la comarca Los Chiles.
—Gracias, mi amigo, ¿qué fue lo que me dio?
—Un cocimiento para sudar la calentura, limpiar la sangre y calmar los nervios. ¡Descanse!
Por varios días, el curandero se quedó en la Casa Blanca, acompañando a la familia y realizando limpias, quemando incienso y varios tipos de hierbas para exorcizar los espíritus de la casa. Siempre mantuvo un libro en cuya pasta se leía: EL LIBRO DE SAN CIPRIANO.
Maritza Duarte observó con curiosidad el libro y no se contuvo:
—¿Ese libro es la Biblia? —preguntó al curandero. Este sonrió, disimulando su interés por la joven.
—No, que va, es un libro de magia blanca entregado por el mismo Satanás a un santo.
—Los santos, ¿tienen amistad con el diablo?
—Bueno, cuando le fue entregado San Cipriano no era un santo, fue santo hasta después.
—¿Cómo así?
—San Cipriano buscó la sabiduría en Satanás, este le cedió los poderes ocultos del mal, todo le era posible: teletransportarse, someter al amor de una mujer, encontrar tesoros, conjurar espíritus, adivinar, todo lo imaginable. Luego el libro fue descubierto en Francia por el monje Jonás Sufurino en el monasterio del Brown.
—¿Cuándo, entonces, fue santo?
—El día en que no pudo someter a una mujer con todos los sortilegios que conocía, puesto que tenía la gracia de la intercepción de la Virgen y Jesús, tenía la cruz de San Bartolomé en la mano derecha. Ese día el mismo Satanás le dijo que contra esa cruz no había poder de las tinieblas capaz de someter a un hijo de Dios. Entonces Cipriano buscó al Señor y con el tiempo llegó a ser santo.
La muchacha, con curiosidad, buscó conocer más del tema, ofreció café al curandero, fue hasta la cocina y calentó en el fuego una porra de café, tomó de un costal varias rosquillas que días atrás Evangelina Rodríguez había horneado con el propósito de estar lista si la desgracia acontecía a la familia.
—¿Qué tiene mi papacito, don Tomás Antenor?
—Dime solo Tomás Antenor. Pues verás, el día de hoy por la noche voy a conjurar a los espíritus, para saber cuál fue el motivo de que tu papá cayera en cama.
—¿Por esa razón anda el libro? —preguntó la muchacha.
—Sí, por eso voy a conjurar espíritus y haré un viaje astral hasta el pasado de tu familia.
La noche cayó casi imperceptible. Las lechuzas anunciaron que era la hora del despertar de los mitos y leyendas que van por los caminos reales, y llegan de visita a las casas marcadas por las supersticiones.
Tomás Antenor recitó un par de oraciones del libro. Al instante se encontró viajando por el mundo de los espíritus. Toda clase de seres pasaban a su alrededor, girando en una espiral de luz y oscuridad, sus ojos los mantenía apretados, con tanta fuerza como podía, por el temor de perderse en ese mundo fantástico del que tanto se ha escrito y aparentemente no existe.
La espiral se detuvo justo en el momento en que el tatarabuelo de Alfonsino Duarte, don Nicolás Duarte, español criollo, cafetalero de la zona de Matagalpa, de ojos verdes, estatura media, se había burlado de una joven mulata de familia humilde de la zona de Wiwilí, hija de un español, que igual había burlado a su madre que era afrodescendiente. La pobre muchacha se suicidó y la madre, con el dolor en su corazón, conjuró los espíritus africanos, maldijo a don Nicolás y a toda su descendencia, mientras le arrancaba con la fuerza de sus manos la cabeza a una gallina negra, chorreando la sangre en brazas de bimbayan.
—Yo te maldigo en nombre de los espíritus ancestrales, Nicolás Duarte, para que no tengas paz ni esperanzas, ni vos ni tu familia, y que la desgracia preceda a la riqueza, y la muerte les sobrevenga por todos los tiempos. Que la locura azul sea el pago por la muerte de mi hija.
Una ola de viento frío entró por la solera de la Casa Blanca, se escucharon los coyotes aullando en medio de la noche, las lechuzas, y la coz seca de una mula alrededor de la casa. La familia, con miedo, optó por quedarse en el cuarto; temblaban de miedo, hasta que los gallos fueron disipando la oscuridad y el día se asomó frágil desde las montañas de manga larga y Cortez.
Al rato escucharon tocar la puerta dos veces seguidas, pero nadie se atrevía a contestar. Hasta que por fin hablaron del otro lado de la puerta.
—Buenos días, buenos días, soy yo, Tomás Antenor. Abran la puerta, me quiero despedir de todos. En un rato salgo para Los Chiles.
Al instante se abrió la puerta del cuarto y el curandero entró pálido y desgreñado.
—¿Me pueden dejar un rato con Alfonsino?
—Sí, por supuesto —contestó Evangelina Rodríguez —. Vamos, salgamos.
—Alfonsino, después de estar casi dos semanas en la propiedad, le tengo noticias.
El pobre hombre se llenó de miedo y curiosidad ante las palabras del curandero y el escándalo ocurrido durante la madrugada.
—¿Qué es lo que sucede?
—Las noticias no son muy buenas. Ayer en la noche hice un viaje astral por el pasado de su familia y llegué hasta los tiempos de su tatarabuelo.
El curandero le contó detalle a detalle el desplante que había hecho su tatarabuelo a la muchacha mulata, el ritual de la madre para maldecirlo a él y a toda su descendencia; le habló de los demonios africanos que había conjurado, la maldición que asola a toda su familia. Le contó detalles que incluso para él eran desconocidos, como la muerte trágica de su tatarabuelo, quien se suicidó en su hacienda el día que perdió toda su fortuna. La tragedia al ir muriendo los hermanos de su abuelo bajo circunstancias trágicas, la muerte de sus tíos, e incluso datos sobre la muerte de sus hermanos.
—Ahora le toca la prosperidad a usted, Alfonsino —dijo con tono de preocupación—, la prosperidad y luego la desgracia. La prosperidad precede a la locura y la locura a la desgracia, más de ciento veinte años de tristeza, pobreza y mala suerte en su familia. Ahora le toca decidir: si se queda, la muerte trágica le llegará en dos meses; si se marcha, la pobreza le acompañará, pero tendrá larga vida y una buena muerte en la vejez.
Alfonsino estuvo en silencio, no habló en todo el día. El curandero se quedó a almorzar y se fue puntual a las una de la tarde.
Al día siguiente, a las cinco de la mañana, Alfonsino levantó a su mujer. Sin darle explicaciones, le pidió que aliñara la menor cantidad de cosas:
—¿Por qué, Alfonsino? ¿Por qué nos vamos?
—No preguntés, mujer, solo alistá las cosas. Voy a buscar en qué irnos hoy mismo.
—¿Y las gallinas? ¿Y los chanchos? ¿Y las tres vaquitas? ¿Y las cosas?…
—Aliñá, ya te dije, lo más que podás… Voy a buscar en el pueblo algún chunche que nos vaya a dejar hasta Zelaya, allá iniciaremos una nueva vida.
—Pero ¿por qué? Aquí ya tenemos una buena vida.
—Ya te dije que solo aliñés, no me preguntés; aquí solo nos aguarda la desgracia.
A la once de la mañana, Alfonsino y su familia abandonaron las riquezas de La Esmeralda, incluso un viejo cofre que míster Spencer guardó por años y del cual él quedó como guardador sin que nunca supiera su contenido, sin que hasta el día de hoy se sepa del paradero.
Se sabe, hasta nuestros días, que la mina La Esmeralda nunca más volvió a funcionar, y que la Casa Blanca se dañó hasta desaparecer. El río Mico inició su proceso de disminución de caudal y la chontaleñización hizo estragos en el paisaje.
Alfonsino vivió por muchos años en Zelaya y nunca habló de los secretos que descubrió el curandero de la comarca Los Chiles. La Locura Azul sigue tocando a su descendencia, precedida por la angustia, pobreza, riquezas… y la muerte.