Caminando por las calles
Carlos Duarte Moreno
(Especial para el Diario del Sureste)
Está lloviendo a chorros. Estoy en pleno barrio y me ha sorprendido el trueno, el relámpago y la lluvia. Estas nuestras calles apartadas, como todas las calles apartadas de las ciudades, por más populosas que sean, se llenan de agua por los cuatro costados y para pasar, no digamos de una acera a otra, pero sí de una orilla a la otra de enfrente, hay que pisar sobre piedras movedizas que pueden ponerle a uno en plena charca. Las señoras se levantan las enaguas, y todos corren a guarecerse en la primera casa abierta o en el establecimiento de abarrotes de la esquina. Yo también corro, entre otros muchos, y ya bajo el dintel espero pacientemente. En la lejanía de la calle se dibuja una figura triste, andariega, resignada, filosófica, lenta.
Es la figura de un indio, casi desarrapado, con su morral a la espalda, trayendo a manera de lanzas dos largos bobs que fue a buscar al campo. De su sombrero de palmas el agua chorrea, copiosa y amarilla por el destinte del huano. No corre, no se apresura el indio. Parece que no llueve. Tiene esa calma en el andar progresivo que debieron tener sus antepasados en sus emigraciones gloriosas. En el cinto, el machete muestra el filo blanco, brillante.
–¿Má tumáana bob?
La voz pregonera, con el acento indígena, se extiende por la calle.
–¿Creerá este pobre indio que alguien va a salir con esta lluvia a comprar un bob?
El comentario lo ha hecho una señora que lleva un lío de ropa en la cabeza. El indio llega hasta la tienda que nos sirve de refugio y en el idioma ancestral pide un poco de agua. Está empapado por la lluvia y sin embargo tiene sed. Es una paradoja simple y honda de la vida. Toma el agua que le sirven en un vaso. El cristal casi se le resbala de las manos. Es que está acostumbrado a beber en jícara, en las blancas, en las olorosas jícaras del terruño. Termina y se marcha. Pero antes de salir a la calle, se limpia el agua de la lluvia que le ha salpicado el rostro. Apenas ha caminado algunos metros en plena calle, metiéndose sin cuidado en el agua que se está estancando, despliega su proposición:
–¿Má tumáana bob?
Nadie le hace caso. Las puertas, las ventanas están cerradas. Las casas se hacen sordas. El viento golpea y azota con la lluvia según su intensidad momentánea. Pero el indio sigue, impasible, lento, sin impaciencias, caminando y repitiendo su pregón indígena. Al fin dobla en una esquina y desaparece de la realidad, pero no de mi impresión, porque lo sigo viendo, desarrapado, tostado por el sol, apretando el par de bobs con manos férreas, cargándolos a trechos sobre sus hombros que se muestran duros, cubiertos de piel de jornadas, de trabajo, de sacrificio, de devoción en la tarea ruda, en el trabajo cruento. ¿Qué pensará este hermano nuestro de la indiferencia de la ciudad que no lo oye, que no lo escucha, que no lo atiende, a él, que fue al bosque, honradamente, con su machete amigo y protector, tallando el sustento a cada golpe de su brazo, forjando su decoro de hombre perseverante? Cuántos hay que se mantienen con el sudor, con la sangre, con la agonía de los demás, sin exponer, sin sufrir, sin sudar, y pasan ostentosos, visibles, hasta homenajeados, en el centro mismo de la moral humana. Y este indio, carne de nuestra historia, parte del alma de la raza que enciende en los caminos de la historia las refulgencias de un pasado ante el cual no es mayor la gloria egipcia, pasa, olvidado, anónimo, sin significación, en la ciudad congestionada de truenos y enfocada momentáneamente por el látigo de los relámpagos, amodorrada después de las puertas cerradas por la racha de la lluvia.
Un señor que resbala al entrar precipitado, me vuelve al sentido de la realidad.
El indio, ¿dónde está? Debe estar muy lejos, pero yo sigo oyendo con tristeza sus palabras indígenas:
–¿Má tumáana bob?
Mérida, Yucatán.
Diario del Sureste. Mérida, 17 de agosto de 1935, p. 3.
[Compilación de José Juan Cervera Fernández]