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Se había reconciliado consigo mismo cuando comenzó el día.

Puso los pies sobre la tierra y se detuvo frente a la vieja silla de su abuelo. Miró su pasado y su alma se llenó de desasosiego. Luego se sentó y notó con cierta incomodidad lo decadente y marchita que lucía su existencia. Aun los molestos ratones que iban y venían como propietarios territoriales parecían reírse de él; y qué decir de aquel grupo de cuervos intrusos que durante horas lo habían desfilado para confundirse con el negro de su tejado.

El mensaje en la radio no era alentador: el mundo entero colapsaba por causa de la caída de las bolsas internacionales. Él, que de bolsas no sabía nada, comenzó a cabecear mientras una ligera lluvia refrescaba la árida tarde.

En su sueño, miles de hombres se agrupaban para beber agua, al menos un poco de agua. Algunos daban su sangre a cambio de una diminuta botella de agua. El aire era denso, espeso, había perdido su valor, se respiraba como a sorbos y solo por la boca. Ahí, en aquel mundo onírico, la muerte era un bien preciado por el que había que pagar cuantiosas sumas de dinero, de modo que no todos tenían el derecho legal de dejar de existir. La muerte, esa figura tan temida, ahora escapaba para no ser perseguida, atormentada, atrapada.

Cuando despertó de aquel turbulento sueño, notó que la lluvia que había caído no era agua, sino ácido que consumía lo poco que quedaba en la tierra. Se limpió sus ropas.

Al hacerlo, jirones de piel se desprendieron con la prenda.

Ahí, expuesto ante la llegada de la noche, se descubrió sangrante en sus carnes; un líquido espeso y amarillento le brotaba como si fuese inagotable.

Ante tan ruin condición, se dijo: “Volveré a dormir, tal vez del otro lado aún me quede algo de piel…”

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