Letras
Halfdan Jebe
(Especial para el Diario del Sureste)
El programa se abre con la obertura Euryanthe de Weber.
Sigue la Sinfonía incompleta de Schubert, que nadie ha sabido ni sabrá terminar.
Estas dos obras dirigidas por el maestro Amílcar Cetina no son nuevas, y son conocidas, pero pertenecen a los tesoros sin precio que el amante de la música nunca se cansará de acariciar, la una por su claridad diamantina, la otra por su color de rubí.
En esta relación se debe recordar que el señor Amílcar Cetina fue uno de los primeros soñadores que contra obstáculos insuperables colocó las primeras piedras del basamento sinfónico, y que nunca perdió la esperanza de ver su sueño realizado.
El número de resistencia, la parte del programa que por su novedad más llamará la curiosidad del público, será sin duda el Concierto para violín de Max Bruck, tocado por la señorita Amelia Medina.
Los directores de la Sinfónica tienen la obligación de presentar a los que tienen aspiraciones y valen, como una de las misiones que se han impuesto. En el presente caso la obligación que se impone es más que un deber, es un motivo maravilloso de justo orgullo y regocijo para los que han acompañado a Amelita durante sus primeros años de escuela, hasta que ha llegado el momento de presentarla definitivamente al público. Chica, con brazos tan pequeños que parecen no poder alcanzar el magno del violín, ha dado pasos de gigante en su crecimiento de artista.
La literatura del violín abraza cientos de conciertos cuya forma es la sonata, adaptada al gusto y al estilo del virtuoso, mientras la sinfonía es la sonata adaptada al equilibrio del conjunto instrumental. En esta gran cosecha de bellas obras sobresalen tres, como lo más perfecto que en su género se ha escrito: el concierto en Re, de Beethoven, el en Mí, de Mendelsohn, y el en Sol, de Bruck. Éste último es el que nuestra Amelita va a presentar al público con la Orquesta Sinfónica de Mérida, cuyos miembros la acompañarán con afecto, participando del seguro triunfo de su mascota.
Varios buenos maestros del violín han pasado por Mérida. La sentimentalmente divina Treviño, el técnicamente diabólico Dalmau, serán siempre recordados de los que tuvieron la suerte de oírlos.
Amelita, hace años todavía una niña, empezó a tocar con una seriedad y el aplomo de sus estudios, que le han dado la recompensa merecida, la de poder llamarse una violinista. Es modesta y sabe que la humildad es el vestido de gala del verdadero artista. Hija de un hogar de cultura, no necesita pretensiones para llegar al corazón del público consciente de Mérida. Debe sentirse muy contento el maestro Garavito de ver su labor como profesor prodigiosamente recompensada, conformando la paradoja de que no hay buenos profesores, sino buenos discípulos.
La orquesta Sinfónica de Mérida, sus ejecutantes, solistas, compositores y directores, no pretenden ser perfectos del todo. Es un volcán en actividad, una mina en trabajo donde gases venenosos y peñascos traidores amenazan a los que con fidelidad levantan los fardos pesados de su aspiración.
El pozo psicológico de la orquesta que es la mina donde trabajan los artistas, produce minerales que solamente en el continuo roce del público llegarán a convertirse en joyas. Como la mina necesita de su mercado, necesitan los profesores, tan duramente castigados por la invasión del loro mecánico, de un medio intelectual. Pero el público yucateco, generoso, que lleva sobre sus espaldas la tradición artística más profunda y aristocrática del continente americano, necesita aún más al obrero abnegado, al creador de la arquitectura fluida del aire, que corresponde a su credo humano y socialista.
Se ha llegado a un nuevo punto de salida en el rumbo del arte. Los cambios sociales han ocasionado esta revolución. Como un ojo a veces ve más que dos, como una cabeza suele ver más claro lo que muchas ven entre nieblas, así los procedimientos del arte adelantan los de la sociedad. El arte de un pueblo, que es para la posteridad el espejo de su alma, sería capaz de augurar lo que mañana llenará el alma de otras generaciones.
El centro cultural de Yucatán, que con tanto valor y criterio se ha desposado con las ideas más avanzadas de la civilización moderna, no puede prescindir del órgano propio más poderoso que se conoce del sentimiento humano que es el idioma de la música, voz que habla cuando las palabras callan, voz que suspira enigmas sublimes que sus antepasados esculpieran en arte petrificado.
En las Nuevas Rutas de la Música que en todo el mundo señalan rumbos diversos, hacia todos los cuatro ángulos del orbe, se conquista ansia febril para la conquista de nuevos pasos al otro lado de la frontera que separa lo desconocido, oculto, de lo ya conquistado, del patrimonio común de la humanidad. La arquitectura grandiosa que proclama la gloria de civilizaciones pasadas no es ni más ni menos que música petrificada. La gloria de nuestra época que es la comprensión y respeto mutuo entre todos los pueblos y todas las clases sociales, encuentra su expresión lógica y natural en el idioma universal de la música, que no es ni más ni menos que arquitectura líquida y etérea.
La Orquesta Sinfónica de Mérida tiene una función bien definida. Sus artistas han sabido sufrir, uno al lado del otro, las abnegaciones y privaciones que malos tiempos, y sobre todo la invasión de la máquina, han condicionado. Se ha acercado al ideal de espiritual aristocracia que hace superflua la autoridad artificial y eleva a cada uno de sus componentes a la dignidad y a la igualdad de profesores culturales. En esto consiste su fuerza moral e invencible y su lugar conquistado entre las demás instituciones del país progresista y artista de Yucatán.
El orgullo de defender su puesto y ser reconocido como igual en la gran contienda de competencia pacífica de la humanidad, es innato en el corazón humano. Por eso existen las grandes exposiciones universales, las exhibiciones de arte, las funciones teatrales y musicales donde concurren el gran público criollo y extranjero, nativo y turista, el burgués y el bohemio, el magnate y el proletario. Presenciar en público manifestaciones de la producción intelectual y artística de su tierra es el privilegio de las sociedades cultas en la noble contienda pacífica de la competencia. Por eso tienen tan merecida simpatía las audiciones de alumnos que los profesores meridanos –jardineros sabios– ofrecen a menudo, donde familiares y amigos admiran el adelanto de los suyos. Y, ¡cuánta más justa satisfacción debe dar cuando una de estas buenas alumnas, pasados los años de duro estudio, ha llegado a la superioridad que merece el aplauso de la gran familia que se llama público!
Y, ¿quién es al fin ese público? Se ha dicho que no está preparado ni educado para la música, que necesita dosis homeopáticas para llegar, poco a poco, a la comprensión. ¡Error enorme! Para educar al público se necesita más que perfección, más que elocuencia, se necesita divinidad: Vox populi, vox Dei.
El publicado meridano es santo y razonable, sufre menos de los vicios que invaden los grandes teatros mundiales: el esnobismo, la demasiada delicadeza que desprecia todo lo que no tiene el sello, a menudo falsificado, de a number one, el libertinaje de los viejos verdes que van al teatro para verlo piernas arriba. Es un público cuya cultura tiene sus raíces en la lectura y el severo estudio en el hogar, y que hasta en cuyas capas más humildes del proletariado concibe las ideas más adelantadas, un público que no se deja engañar. A este público comprensivo e indulgente ofrece su segundo concierto la Orquesta Sinfónica de Mérida.
Mérida, 24 de enero de 1935.
Diario del Sureste. Mérida, 29 de enero de 1935, pp. 3, 6.
[Compilación de José Juan Cervera Fernández]