Arte
La exposición de Sergio Hernández en el museo de San Ildefonso en la ciudad de México se prolonga hasta el 21 de marzo de 2023, lo cual es una excelente noticia. Antes que nada, vale la pena señalar que el antiguo colegio jesuita, luego “cuna del muralismo”, parece ser el sitio ideal para acoger esta exposición por varias razones.
Una de ellas es que el visitante fácilmente podrá comparar in situ dos versiones de lo mexicano: aquella forjada por los muralistas, en particular por Orozco, y la otra que prolonga la línea inaugurada por Tamayo y luego seguida por Toledo, que nos revela un México tan interior como universal.
Paradójicamente, quizás sea por lo genuino y por lo poco anclado en lo “ideológico” de su lazo con la tierra mexicana que las obras de Hernández, al evocar tan naturalmente el mundo prehispánico, parecen dialogar armoniosamente, y no oponerse, como uno quizás hubiera podido esperar, al ambiente sombrío y misterioso de las salas virreinales donde se exponen.
Por supuesto, esto no impide que en modos diversos el artista exprese por momentos realidades de orden político e histórico: sería difícil interpretar de otra manera la serie dedicada a Juárez, o sus reflexiones sobre la Conquista. Tales obras nos hacen ver el pasado a través del prisma de una memoria colectiva que se acerca a la manera en que recordamos nuestra infancia, sin que haya aquí necesidad de buscar a retratar, exaltándola o denigrándola, cualquier tipo de “realidad histórica.”
Por otro lado, los colores de Hernández, su insistencia en la bidimensionalidad que reconocemos tanto en códices como en textiles y otras artesanías tanto de Oaxaca y de otras regiones de México, como en las producciones de Olinalá, por ejemplo, nos remiten automáticamente al universo cultural de los pueblos originarios.
No obstante, como bien lo notaba Teresa del Conde, está claro que tal relación con lo popular, lo espontáneo y con aquello que podríamos llamar el “espíritu” de lo artesanal es el fruto de una disciplina artística, muy atenta a la historia del arte universal, y cuya “originalidad” sería imposible negar.
Para Teresa del Conde es precisamente en esta “originalidad” que reside la calidad pictórica de la obra de Hernández. Nos dice la crítica e historiadora de arte en su texto para el libro sobre el artista publicado en el 2008 por Turner y Fomento Cultural Banamex: “Es posible aprender bastante y trabajar contantemente hasta obtener productos “correctos” en cualquier ámbito de la cultura, pero ser original de origen (no me refiero a innovaciones forzadas), corresponde a otro fenómeno.” (p. 35).
Es precisamente porque Sergio Hernández es un “original de origen” que su “mexicanidad” corresponde a una visión verdaderamente “originaria” del país y no a un programa artificial. Acéptese o no la noción de “inconsciente colectivo”, hay, en efecto, en Hernández una suerte de universalidad faustiana – para seguir en la línea de reflexión de Teresa del Conde- en la que al lado de los códices prehispánicos o “coloniales” es posible encontrar referencias al Bosco, a los grabadores flamencos y alemanes del siglo XVI, a los manuscritos miniados, e inclusive a los biombos japoneses. Sin duda esto último es consecuente con la variedad de influencias que entraron en juego en formación de la identidad nacional después de la Conquista.
Así, uno pasa naturalmente del universo del México prehispánico a la contemplación abstracta de fulgores de oro que despiertan memorias de conquistas alquímicas, de palacios bizantinos y de retablos barrocos. Hay también piezas que, a pesar de su abstracción, parecen hacer alusión a los sueños nórdicos de “La reina de las nieves” e incluso a estratos más profundos de la psique, como aquella pieza sin título, hecha a base de plomo, donde uno cree ver producirse antes sus ojos algún fósil artificial como por arte de magia.
En los azules y rojos de Hernández encontramos esa misma dualidad entre elementos opuestos, entre aire y fuego, entre tierra y agua, que hay entre sílfides y salamandras, gnomos y ondinas. Y es que, si bien algunas de estas criaturas son quizás oriundas de Oaxaca, su especie, por supuesto, no conoce otra frontera que las que separa el consciente del inconsciente.
Quizás sea por ello que, ante algunas de las obras de Hernández, uno recuerda aquel pasaje de Los elfos del romántico alemán Ludwick Tieck en que la pequeña elfo, Zerina, hace conocer a la niña María el mundo maravilloso donde vive su especie.
En uno de los recintos que visitan, hay una serie de tapicerías rojo-fuego que “revestían los muros de su púrpura fulgurante”, en las que las “figuras se movían y danzaban alegremente en el tapiz”. Como tales criaturas le hacen mil reverencias, María se acerca a ellas queriendo que salgan del tejido en el que moran, hasta que su guía le advierte: “Te vas a quemar, pequeña María, porque todo es de fuego. Así como tú vives en el aire, tienen que permanecer en el fuego, porque afuera perecerían.”
Estoy seguro de que, en muchos sentidos, el visitante de la exposición de Sergio Hernández es San Ildefonso podrá equiparar su asombro al de la niña del Märchen.
ESTEBAN GARCÍA BROSSEAU