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En la Plaza Grande

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Santiago Burgos Brito

La Plaza Grande meridana, Plaza de Armas o Plaza Mayor, que tantos nombres tiene, si no me equivoco, la más hermosa y más céntrica de nuestras plazas, con un poquito de sentimiento y un muchito de imaginación nos trae a la memoria un cúmulo de impresiones presentes y pasadas. ¡Qué de cosas no hemos visto en sitio tan concurrido, desde los tiempos de nuestra infancia hasta nuestros días! En aquélla disfrutamos de las fiestas del Señor de las Ampollas, ahora en una lenta y lamentable agonía. Por el lado del Palacio Municipal vimos año tras año el vistoso desfile de los carnavales, que en los clásicos días del Antruejo tratan de resucitar inútilmente. En ella vimos espectáculos de matices varios, que llegaron en alguna ocasión a poner frutos humanos en los laureles centenarios. Manifestaciones, balazos, sangre y griterío… ¡Ah! ¡Si nuestra Plaza Grande pudiera confiarnos sus secretos! Sus ojos cansados de mirar están siempre fijos en dos palacios, un templo y un pórtico que trae aromas de Conquista e indígenas reminiscencias. Su atuendo cambió con el transcurso de los años. El progreso la despojó de sus rejas defensivas, y su quiosco central cayó bajo la piqueta de los renovadores. Pero no han cambiado los laureles, ni los pájaros, ni el frescor de las frondas en sitios recoletos. La Plaza Grande sigue siendo como una playa citadina, como el emporio de los mentideros, como el centro de reunión de hombres sin trabajo, de ancianos y de jubilados, de vagos y de malvivientes, de gentes que descansan un momento para continuar su camino bajo la caricia de los rayos solares. Por las noches se forman grupos de amigos que buscan en la charla amena una tregua para sus arduos pensares cotidianos. Durante el día ya no vemos el ágil caminar de don Huecho Marín cuidando los jardines, ni el andar pausado de Pedro Cirerol y del paraguas, su fiel acompañante, sucesores de Huecho en la vigilancia de los parques meridanos. También han dejado de verse las peripatéticas que abandonaban su encierro por las noches, en busca de aire puro, y a la chusma de clientes que solían pescar en noches favorables…

Ha cambiado el panorama, desde algunos puntos de vista. La Catedral ha perdido su enrejado, y en su explanada actual contempla las filas de hombres y mujeres que se queman al sol en espera de los camiones de su rumbo. Mendigos más o menos filarmónicos piden una limosna con su música. En ciertas épocas del año un ciudadano pregona sus guayabas, repitiendo en cansado sonsonete el nombre de su mercancía.

Llegamos al pasaje Salvador Alvarado o de la Revolución. Filas de viajeros esperan los camiones. En la esquina, un grupo de expendedores de diarios y revistas anuncian a gritos el último “muertito”. Una señora respetable, de mejillas gordezuelas y entradita en carnes, propone con melosa voz sus paquetes de papitas, con igual repetición inacabable que el señor de las guayabas. A eso de las once de la mañana, un distinguido médico ocupa su puesto de observación a las puertas de la farmacia Puerto. Los autos y camiones, y las motocicletas intocables cruzan en todas direcciones. El tránsito de vehículos es grande, y acusa la importancia de nuestra vida ciudadana. Pasa, de rato en rato, un coche-calesa con su cargamento de turistas. Se han quedado para éstos, y su precio se cotiza en dólares.

Crucemos la calle para entrar a la plaza. Un presidente municipal, de feliz memoria, acabó con los expendios de refrescos y de golosinas que amenazaban con transformar la plaza en un mercado. Y entremos en los soportales del lado norte. Creemos que fue el mismo funcionario quien, con amplia visión urbanista, barrió con los comercios situados en los precisos corredores, éstos y los del lado poniente, que presentan ahora un bellísimo aspecto. Se fueron de este mundo Juan Palomino y el negrito Timbilla, limpiabotas máximos de los corredores. Los lustrabotas son ahora dueños de los sitios más estratégicos de la Plaza Grande, y en su curul aguardan el paso de los clientes. Desaparecieron del lado norte los teatros Iris y Virginia Fábregas, fusionándose en el cine Novedades, del que emigró hace rato la figura simpática y robusta del inolvidable Ney Peón, el califa de los empresarios de cine.

Y ya no vemos más, que el calor nos fustiga con sus rayos inclementes. Ocupamos nuestro lugar en la cola y, sudando lo increíble, aguardamos. Por fin el camión ha llegado. Nos vamos. Buenas noches.

 

Diario del Sureste. Mérida, 5 de julio de 1966, pp. 3, 7.

[Compilación de José Juan Cervera Fernández]

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