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Letras

Juan Ángel Espinosa

Esperó el amanecer en la terraza.

Había pasado una noche ajetreada en el bar, después en los callejones oscuros; por último, en la habitación del hotel. Se juró que sería la última. Había conseguido asquearse de la existencia llevada por años: vida nocturna, alcohol, mujeres, también hombres.

Se dio un baño para limpiarse de la inmundicia del acto. Al salir, la joven seguía en la cama. Abandonó el lecho cuando terminó con ella.

Recordó la maravilla de su belleza: piel clara, cuello largo y fuerte, cabello brillante y un alma pura, virgen todavía. La conquistó con la experiencia otorgada por el tiempo, demasiado para soportarlo. Disfrutó de sus encantos entre calle y calle, hasta finalizar en la recámara, desnudos. El éxtasis los alcanzó con el cuerpo de él sobre la humanidad de la fémina, ella reprimió un grito, imposibilitada por la ausencia de fuerza. Otra víctima. La última.

Apareció el primer haz de luz. Antes de partir, la miró de nuevo. Siempre recordaría aquellos ojos sinceros. En verdad era hermosa, pensó. Una leve sonrisa delató un par de colmillos.

Un ardor insoportable lo volvió a la realidad, la oculta, la de tinieblas y arrepentimiento. A la par que desaparecía, rememoró las muertes provocadas desde la antigüedad, incluso a los niños y a las bestias, recurso desesperado cuando el hambre urgía. Siglos de crímenes se le abultaron. Pidió perdón. Imploró compasión a Dios y maldijo al ser que lo infectó.

El sol llegó al esplendor en el cielo. Vio la inmensidad del astro.

Por un momento volvió a ser el joven romano que deambulaba por las calzadas del Imperio.

Cientos de cenizas fueron impulsadas al aire. Veloces, flotaron por la ciudad que comenzaba a vivir.

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