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Recordando a Alma Reed

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Letras

Enriqueta de Parodi

No sé precisamente cuántos años hace que conocí a Alma Reed. Deben ser catorce o quince. Ella vino a dar una plática, invitada por la Universidad de Sonora, y mi buen amigo, el escritor mexicano Jesús Amaya, traductor de Alma Reed, me envió con ella un saludo. Me la presentó el ingeniero Norberto Aguirre, quien era en esa época rector de la máxima casa de estudios.

Ya en México, asistí a algunas de las reuniones que Alma daba con cierta frecuencia en su casa. Inolvidables fiestas en las que, al calor de su bondad y de su afecto, reunía a intelectuales de todos los países y donde con facilidad uno charlaba un rato con un escritor negro, chino, con un poeta francés, o con una bella pintora española o una bailarina difícil de identificar, porque lo mismo hablaba un español magnífico que un idioma cualquiera.

Aunque Alma no hablaba muy bien el español y yo menos el inglés, logramos entendernos siempre a maravilla; era muy emotiva y recuerdo que en la última Feria del Libro que visité en México por mera casualidad llegamos juntas a la entrada e hicimos el recorrido juntas. Visitamos primero el pabellón de Sonora, como tenía que ser; luego fuimos al de Sinaloa, y después seguimos viendo todos los que nos quedaban al paso de nuestro recorrido.

Nos detuvimos a tomar un refresco y entonces Alma me invitó a visitar el pabellón de Yucatán. “Para mí –me dijo– visitar ese pabellón es como para ti visitar el de tu estado.”

Y llegamos al pabellón yucateco. ¡Cuántos libros de escritores amigos había en los estantes! Mediz Bolio, Rosario Sansores, Eligio Ancona, Mimenza Castillo, Dolores Bolio y tantos, tantos valiosos exponentes de la cultura y el arte que se escapan a mi memoria. De pronto, Alma me cogió del brazo y me indicó hacia un estante. Allí estaba el retrato de ella, en un marco artístico, y en otro el de Felipe Carrillo Puerto.

La miré en silencio y vi sus azules ojos húmedos de lágrimas nacidas al calor de la honda emoción que sintió al ver manifiesto el cariño de Yucatán por ella y por el hombre que fue su gran amor.

“Pienso escribir un libro sobre mi vida, la forma en que nació Peregrina, la vida y el sacrificio de Felipe –me dijo–. Tengo ya mucho escrito, pero no me siento satisfecha todavía. He de madurar más la idea, darle la vida que debe tener un libro en que yo hable de un hombre como Carrillo Puerto, y en cuyas páginas debo hablar también de Ricardo Palmerín, cuya canción dedicada a mí ha recorrido ya muchos países.”

Nos despedimos aquella tarde y le prometí asistir a una cena que daba en su casa en honor de un escritor americano que venía a México a hacer algunos estudios arqueológicos en la zona de Yucatán.

No asistí a la cena y ya nunca más vi a Alma Reed.

La noticia de su muerte me hizo recordarla con el cariño y la admiración que sentimos por ella quienes la tratamos y tuvimos el gusto de ser sus amigos.

Su vida llena de emociones, intensa en su trabajo intelectual, generosa y abierta a toda idea noble, nos deja una rica cosecha en sus libros, en cuyas páginas palpita su amor a México, a lo nuestro, que fue también un mucho de ella, porque se sentía ligada a nuestro país y a nuestro pasado y nuestro presente histórico por los sutiles lazos del cariño que la unió a un gran mexicano: Felipe Carrillo Puerto.

Y ahora, la bella peregrina de los ojos azules que Palmerín perpetuó en el recuerdo de México, sigue peregrinando, soberana y libre, por las rutas de lo desconocido, quizá en pos de aquel amor que perdió un día.

(De El Nacional, México, D. F.)

 

Diario del Sureste. Mérida, 17 de diciembre de 1966, pp. 3, 7.

[Compilación de José Juan Cervera Fernández]

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