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Letras
Rocío Prieto Valdivia
Al llegar el mes de diciembre, Carolina se empieza a sentir triste, sobre todo los lunes, esos malditos lunes cuando tiene que dejar su mullida cama. Le cuesta tanto trabajo encontrar una razón para seguir la vida.
A las 7:40 a.m. ya está lista; antes de llegar a su trabajo fraguará un autosaboteo con el pretexto de ‘Hoy es inicio de semana”. Se enfila apresurada hacia su café favorito. Todo esto lo hace para rescatar los recuerdos más emotivos junto al que según ella era el hombre de su vida y así evitar la depresión invernal.
Recordar a Ernesto le da cierto bienestar, sobre todo al iniciar la primera semana del último mes del año.
No fueron tantos lunes, ni toda una vida, tan sólo fue un fragmento de historia lo que ambos vivieron y siguen recordando cada vez que inicia la semana y el sol les da sobre el rostro, algunas veces en diferentes latitudes.
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Así mismo le pasa a Ernesto.
Los lunes en particular, Ernesto se levanta temprano mientras camina hacia la cafetería de su amigo Max, muy cercana al parque de la obrera. En el trayecto, los recuerdos con Carolina van apareciendo. Algunas veces, sobre todo al iniciar diciembre, se lamenta de haberse ido ese 2018: pudo haber sido tan feliz con ella.
Cierra los ojos y le duele recordar ese maldito día…
Las aves sobrevolaban la bahía, el sol se iba tornando naranja, el frío le mordía la piel. Ernesto, en aquel autobús, se enfilaba hacia otro estado de la república mexicana que solo conocía por dichos y algunas imágenes. El verdor de la ciudad de Villahermosa lo hizo tomar sus maletas y reiniciar su existencia: nuevos amigos, nuevo trabajo y, pensó dentro de sí, al huir acabaría con el amor aferrado por Carolina.
Pero no fue así: la seguía amando. Sin pensar, la hirió cuando ni siquiera le dio tiempo de asimilar las cosas. El golpe para ella fue muy duro: otra vez perdía al hombre que más amaba.
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Carolina estaba sentada en el café cerca de su trabajo cuando Ernesto le habló. Bastaron unos minutos para que asimilara las cosas y se repitiera una y otra vez que no se había enamorado de él. Quizás fue así o no, su corazón daba vueltas y vueltas en ese momento. Volteó hacia su lado izquierdo y una silueta la hizo trasladarse al mismo instante en que conoció a Ernesto…
Ocho pares de filas impedían que aquel hombre le besara los labios, sus ojos cafés oscuros, su cabello cayendo de lado, su piel morena, el arco de su sonrisa tan definido, sus manos manipulando aquel libro verde. A su vez, él sentía una loca atracción por aquella mujer que ya había visto algunas veces. Otras ocasiones había conocido otras mujeres, pero ninguna de ellas le atrajo tanto como Carolina. Lo cautivó esa mirada que se comía a mordiscos pequeñitos el mundo, además de su cabello largo semi ondulado, sus ojos color ámbar, y esa sonrisa como un arma mortal.
Y es que Carolina tenía una coquetería innata, esa que muchas mujeres resentidas llaman «putería». Para ella era casual entablar pláticas y sonreír. Entre sus amistades había un sinfín de hombres dispuestos a consentirla con la vana esperanza de conseguir sus favores.
Pero a Carolina no le interesaban los amoríos, disfrutaba de su libertad y esa rebeldía que era tan característica en las mujeres de su familia.
El abuelo de Carolina supo desde el día que nació que la niña sería rebelde e impetuosa, como la abuela Mariachuy. A medida que crecía, el abuelo reconocía los gestos de su madre que se iban acentuando cada día más y más; le gustaba verla con sus largos cabellos sueltos y cómo volaban en libertad, además de su subrayada sonrisa que denotaba la picardía innata de él mismo.
Los años fueron pasando entre risas y juegos.
En aquella casona ubicada en una de las rancherías de la ciudad de Ensenada, el verde del campo, las flores y las vacas hacían el trinomio perfecto para que la criatura creciera con esa rebeldía.
El abuelo de vez en cuando le acariciaba el cabello y le sujetaba la nariz en señal de cariño.
Carolina amaba a su abuelo. El día que conoció a Ernesto enseguida le recordó a él. Tuvo miedo de enamorarse de ese hombre, no quería sentirlo suyo y luego perderlo como a su abuelo. Quizás el tiempo del duelo aún no había pasado cuando lo conoció.
Ernesto, a su vez, buscó en innumerables ocasiones una cercanía con ella. Todo intento fue en vano: la chica guardó su distancia. Aunque coincidían en algunas ocasiones durante alguna reunión de su generación, cuando tenían oportunidad de estar a solas por algunos minutos ella esquivaba sus invitaciones constantes.
Le daba miedo solo pensar en lo que podría ocurrir estando a solas durante más tiempo. ¡Claro que disfrutaba de su compañía! Ernesto tenía una plática agradable y un extenso repertorio de temas que le agradaban. Algunas veces la tomó de la mano. Era tan agradable, ella se sentía segura y esa sensación le asustaba.
Todo se fue dando hasta que un lunes por la mañana ambos se hicieron mesa y silla. El nudo del amor era inevitable. Ernesto se sentía feliz, realizado; Carolina al fin había encontrado a su alma gemela.
En un abrir y cerrar de pensamientos todo acabó o ella terminó asustada de tanto amor que Ernesto le tenía; él también se sentía preso en esa burbuja. Iban y venían ambos a sus trabajos; siempre los lunes, antes de iniciar sus labores, se encontraban en el café “Gringaderas”; él pedía una empanada de carne deshebrada y ella un café con leche descremada sin azúcar, para no soltar la dieta. Ambos parecían tan enamorados. La decoración del lugar les agradaba a los dos, esa parafernalia del sexo después de los 40 siempre terminaba con un café y una deliciosa gringadera.
El duelo de Carolina por la muerte del abuelo no había terminado. Cuando Ernesto quiso dar el segundo paso, ella no lo permitió.
Ernesto se dio por vencido a los pocos meses y, aunque la amaba, pensó que renunciando a ella todo estaría mejor. No fue así.
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Quizás la vida, el destino, la casualidad o una jugarreta puso a uno frente al otro. Un ocho de diciembre ambos entraron por la misma puerta. Al escucharse, se miraron y los ojos se les llenaron de recuerdos.
Ambos habían tenido la desilusión del amor no correspondido. Parecía que el tiempo no había trascurrido jamás, o tal vez solo eran una pintura sobre la pared que decoraba el café ubicado en la calle octava contra esquina del colegio Guadalupe Victoria.
Tal vez la suya fuera una historia más de reencuentro con el amor.
Ambos, al verse después de años, tan solo se sonrieron para luego tomar su café.
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Faltan pocos minutos para entrar a sus trabajos: a las 8:20 a. m. él estará en el aula contigua. Ella no lo sabrá, pues los lunes califica a sus alumnos y no sale al patio. Mientras, él, en su nuevo empleo, evocará los dulces besos de Carolina mientras lee Neruda a sus nuevos alumnos.
Quizás el próximo lunes, ambos más decididos, luchen por aquellos recuerdos que penden del arbolito navideño como una promesa de felicidad.