Letras
IV
3
La brusca presencia del gobernador interrumpió la conversación de los militares.
–Buenas tardes, capitán Calderón, y perdonad mi demora –dijo el viejo, vestido con relativa elegancia, recién rasurado y sonriente–. ¡Ah, veo que os flanquea el capitán Cosgaya!
–Lo he invitado a acompañarnos en la ronda, Su Señoría –explicó Calderón una vez que ambos mílites saludaron con una genuflexión a Crespo–, por supuesto, si vos estáis de acuerdo…
–Absolutamente –aprobó Crespo–. Ahora seremos tres, el número exacto que se requiere para sostener una conversación inteligente. Mientras más seamos, menos nos entendemos.
Los dos jóvenes capitanes montaron de un golpe en sus cabalgaduras, pero Crespo tuvo que ser auxiliado por sus criados para encaramarse en la suya:
–Bueno, son cosas de la edad –se dirigió a sus compañeros de ronda a manera de inútil excusa–. En mis buenos tiempos era yo el mejor jinete de mi tropa y de un brinco me sentaba en la montura. Nunca nadie me ayudó a treparme al caballo ni yo lo hubiese permitido. Pero todavía hoy, a mis muchos años, si no me joroban las almorranas, cabalgo durante horas por toda la ciudad, lo que puede corroborar el capitán Calderón.
Y pegándole un zurriagazo en los cuartos traseros a su cabalgadura, se adelantó a la carrera un gran trecho de sus acompañantes.
Cosgaya no disimulaba su asombro:
–¿Es cierto lo que dice, Cristóbal? –le preguntó intrigado a Calderón–. ¿De veras cabalga por horas por la ciudad?
–¡Vamos, no seas necio! –rio Calderón–. Nuestras rondas vespertinas son cortas, Tiburcio, y si se prolongan se debe a que el viejo se detiene aquí y allá sólo para saludar a los viandantes y sostener conversaciones triviales con mesoneros, músicos callejeros o encomenderos que sólo nos hacen perder el tiempo. Acostumbra también apearse en alguna fonda donde el propietario nos invita a un café o una taza de chocolate caliente mientras el viejo agobia a los parroquianos con el recuento de sus mocedades, de cómo de una certera estocada acabó con la vida de un capitán francés en la Guerra de Sucesión, o de la matanza en la que participó con insólita bravura –rio con sorna– en la batalla de Almansa. Pero nos va peor cuando presume de sus condecoraciones impuestas por los reyes de España para honrar sus hazañas. Lo he escuchado hasta el hastío alardear de cuando Felipe V elogió su valor ante los notables de Madrid, y no para de urdir otros embustes absurdos imposibles de creer.
–Pero, Cristóbal, podría estar diciendo la verdad. Ha vivido mucho y habla de hechos ocurrido en los primeros años del siglo. Nosotros no nacíamos en esos tiempos y no somos quienes para juzgarlo.
–Te digo que son mentiras, Tiburcio. Yo he conversado con veteranos de guerra contemporáneos suyos y aunque admiten que algunos hechos son ciertos, todo lo demás sólo existe en su imaginación. Sus lugares favoritos para soltar estos chismes son las tabernas, de preferencia El Moro Muza, pero no en días de ronda sino en sábado, cuando, descuidando a su esposa, me pide escoltarlo con dos o tres de mis dragones a la dicha taberna que, al mediodía, con el calor que agobia a estas benditas tierras, el sitio es un hervidero de gente atraída, aparte del buen vino, por la exquisita comida pues los cocineros son españoles.
Luego los dos capitanes espolearon a sus caballerías para dar alcance al gobernador, que ya se había apeado de la suya y acosaba en una fonda a un viajero, abrumándolo con detalles de sus proezas dignas del Cid Campeador en sus mejores días.
Roldán Peniche Barrera
Continuará la próxima semana…