Letras
III
4
El recital de clave fue breve, tal como le había prometido el encomendero Argáiz a su compadre Francisco Sánchez, pero éste, que había comenzado la guarapeta en alguna taberna al mediodía, se pasó durmiendo la mona todo el tiempo y sólo se despertó, con una cruda espantosa, cuando un cúmulo de aplausos premiaba la lucida actuación de las chicas y de su maestro Galiano. Sin embargo, cuando se apagaban las palmas, escucháronse en la sala grandes voces y las palabras soeces en las que se percibían la rabia, y el racismo más denigrante.
–¿Pero qué pasa contigo, maldito indio de mierda? ¿No te enseñaron a servir a los amos? ¡Me has vaciado el plato de sopa en los pantalones nuevos, hijo de la gran puta!
Era Sánchez, completamente fuera de sí, quien gritaba y jaloneaba de lo lindo al pobre camarero, un muchacho indígena que fue a dar con sus huesos en el suelo con el empujón que le pegara el encomendero. La bandeja que el servidor llevaba en las manos también terminó en el suelo y los platos y las finas copas de cristal de la vajilla del anfitrión quedaron hechos astillas. La gente formó un círculo alrededor de la escena, pero nadie intentó calmar al energúmeno que comenzó a patear al camarero en el suelo. Entonces se escuchó un fuerte grito y se abrió paso entre la pequeña multitud de curiosos un hombre alto, vestido de negro, quien con un poderoso manotazo empujó a Sánchez lejos de su vulnerable victima:
–¡Ea, don Francisco, dejad en paz a este joven! Ya demasiado daño le habéis causado y ahora lo pateáis cual si fuera un animal…
Era el doctor Lorra, el párroco de la iglesia de San Cristóbal, cuyos grandes ojos verdes fulguraban como tizones en su rostro descompuesto por la ira.
–¡Pues no es otra cosa que un animal! –replicó Sánchez con furia sin abandonar su actitud levantisca–. Me ha vaciado el plato de sopa sobre mis pantalones nuevos y me los ha arruinado del todo…
–Vamos, vos podéis compraros cien pares de esos pantalones ahora mismo con vuestra mucha plata –respondió el párroco, mientras ayudaba a la víctima a levantarse–. No os aprovechéis de la condición de esclavo de un infeliz que no puede defenderse.
–¡No me vengáis con eso, Dr. Lorra! –reviró Sánchez–. Sois vos quien os aprovecháis de vuestro cargo de sacerdote para ofenderme como os viene en gana…
–¿Eso pensáis? –protestó el párroco al tiempo que se despojaba de su hábito–. Salid conmigo a la calle para zanjar, hombre a hombre, esta lamentable situación provocada por vuestra infamia.
Pero el encomendero no era ningún tonto, y a pesar de su borrachera entendía que nunca podría medirse con un hombre de tales fuerzas y tamaño, y sólo permaneció quieto en un rincón, masticando su odio. De improviso, asomó el anfitrión: “¡Doctor Lorra! –gritó– Os suplico no golpear por favor a mi compadre. Es un hombre viejo y un puñetazo vuestro lo podría mandar al otro mundo.”
–Ha maltratado a un pobre criado vuestro y a mí me ha provocado la indignación con sus insultos. Hubiese querido darle una lección, pero el bellaco ha preferido acogerse a su cobardía. Yo creo que debería marcharse ahora mismo de vuestra casa…
–Vos no podéis sacarme de esta casa –protestó Sánchez con voz quejumbrosa–. Yo soy invitado especial de mi compadre Antonio Argáiz.
–Vamos, Francisco, ya has bebido demasiado –irrumpió Argáiz–. Cálmate y ve a descansar a tu casa. Mañana, todos tranquilos, te prometo que brindaremos tú y yo con la mejor botella de vino del Moro Muza.
Y tomándolo del brazo, lo condujo suavemente hasta la puerta de la residencia. La esposa de Sánchez, inconsolable por lo ocurrido, se daba prisa para alcanzar a los dos hombres.
Roldán Peniche Barrera
Continuará la próxima semana…