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Canek, Combatiente del Tiempo (IX)

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Letras

II

 

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Se abrieron paso entre la multitud de invitados de palabrería afectada y armados de copas de vino, y de pronto, Galiano se dió de cara con un anciano elegantemente vestido sentado en un sofá que se apoyaba en un bastón de puño de oro. La empolvada peluca diociochesca amparaba la afilada cabeza de un hombre cuyo cuerpo evidenciaba una condición hidrópica. Al rostro trivial lo enfatizaban unos ojos desmesurados, una achatada nariz y un bien cuidado bigote ceniciento:

–Su Señoría el Gobernador y capitán general de Yucatán D. José Crespo y Honorato anunció ante Galiano con impostada voz el encomendero–.

–¡Ea, señor de Reinoso! ¿No olvidáis algo por ventura? –le reclamó el gobernador, con un tono entre irónico y adusto.

–¿Algo? –dijo el otro nervioso– ¿He olvidado algo, Su Señoría?

–¡Hombre! Mi condición de brigadier de los Reales Ejércitos Españoles, un título que me honra y explica mi condición de soldado del rey.

–¡Oh, perdón, Su Señoría! –el encomendero se deshizo en excusas–. ¿Cómo he podido olvidarlo? Pero no soy del todo culpable, señor brigadier: este vino de Andalucía, del que me he servido más de la cuenta, comparte la culpa de mi irrespetuosidad…

El gobernador simuló no darle importancia al asunto.

–¡Vamos, don Francisco, dejad de seguirme el juego! –rio levantando su copa–. Yo también estoy un poco ebrio: Mañana le daremos garrote al vino tinto por hacernos perder la cordura… Pero no me habéis dicho quién es este apuesto caballero que os acompaña…

–Perdón de nuevo. Vuestra Señoría: Se trata del maestro D. Martín Galiano, organista de nuestra catedral y un músico notable.

–Muy bien, don Martin –el gobernador acogió la presentación del organista con una amplia sonrisa, me place que seáis músico pues acaso pronto requeriré de vuestros servicios artísticos.

Galiano se sintió embargado de felicidad: el gobernador se dirigía a él de buen humor y hablándole de una posible contratación de sus servicios. De inmediato el músico pensó en su futuro nombramiento como Maestro de Capilla con un salario de muchos pesos e incontables honores y regalías que le ganarían la admiración y el respeto de la rigurosa sociedad meridana.

Ensayó una genuflexión y anonadado por las ilusiones, agradeció al gobernador su generosidad para con él cuando apenas se estaban conociendo:

–No sabe Vuestra Señoría qué feliz me hace con su propuesta –explicó–. No soy ningún improvisado: he estudiado en Europa, pero desde hace algún tiempo he residido en esta bella ciudad. Me sostengo con el dinero que gano en la Catedral como organista e impartiendo algunas clases privadas, pero todo ello, os lo confieso, no basta a mis necesidades…

Una señora joven elegantemente vestida irrumpió en la conversación hablándole en secreto al gobernante. Después de escucharla, Crespo retomó la palabra:

–Señor organista –se dirigió a Galiano–, o como os llaméis. ¡Ay. perdón por mi mala memoria! Permitidme presentaros a mi esposa doña María Ignacia –y añadió guiñándole el ojo al músico–: mi gobernadora.

Galiano ensayó una nueva caravana y besó la mano enguantada de la señora mientras recitaba las fórmulas de costumbre. Estaba admirado de la disparidad de edades de la pareja: él se veía como un ochentón que requería de un bastón para caminar y ella, liviana y guapa, no llegaría a los cuarenta.

–¿Sois pues organista? –le preguntó doña María Ignacia.

–¡Y de los grandes! –habló de Reinoso que había permanecido en silencio por un buen tiempo. Tenéis que escucharlo en catedral con la gran Toccata en re menor de Bach, señora…

–¿Y por qué en la catedral? –se extrañó la mujer– ¿No podría ser en las Casas Reales, en un recital privado, o en nuestra misma casa, ¿verdad Pepe?

–Por supuesto, querida –aprobó el gobernador hundido en un gran sofá–: en las Casas Reales, en nuestra residencia o donde te dé la gana. ¿No es así, señor organista?

Cuando Galiano se disponía a responder, irrumpió de nuevo de Reinoso con la inminente aclaración:

–Me temo que no es así el asunto, Su Señoría. El único órgano de la ciudad está en la catedral y por sus complicados mecanismos y su gran tamaño no puede ser removido de ninguna manera. No es un violín o un clavicordio que pueden ser transportados fácilmente de un lugar a otro. Además, el templo se presta mucho mejor para el recital por su acústica y su majestuosidad.

–¡Oh, que contrariedad tan molesta! –exclamó la señora, y dirigiéndose a Galiano, le preguntó un tanto en broma–. ¡Ay, maestro! ¿Por qué no elegiríais un instrumento menos aparatoso? Algo que pudiera transportarse fácilmente de un lugar a otro. Mas ¿qué importa? Igual acudiremos a escucharos en la catedral uno de estos días. ¿Verdad, Pepe?

–¡Hombre! Por supuesto, amor –aprobó de nuevo el gobernador y añadió–: Ya le he dicho a nuestro joven organista que pronto requeriré de sus servicios. Apenas hemos llegado a Mérida y nos estamos familiarizando con los notables de la ciudad. Hemos planeado mi esposa y yo ofrecer algunos saraos en nuestra residencia y necesitaremos de vuestro arte musical. ¿Tocáis algún otro instrumento por casualidad, joven Galiano?

El organista, un tanto desencantado ante la inesperada oferta del gobernador de tocar melodías fáciles para hacer digerible la cena y propiciar los giros vulgares de los bailadores, estuvo en un tris de responderle que sólo tocaba el órgano y nada más, pero tuvo miedo de mentirle a su interlocutor:

–Practico también el clavicordio, Su Señoría–contestó.

–¡Estupendo! Vos sois mi candidato para dirigir un conjunto de cuerdas que traeré de España, y por supuesto vos tocaréis al clavicordio las danzas de modé para divertimento de nuestros invitados. El conjunto de cuerdas os acompañará, y también hará muy felices a los bailadores. Yo en lo personal, por mi edad, no bailo, pero igual me divertiré mirando bailar a los jóvenes hasta la madrugada.

–¿Os agrada la idea, maestro Galiano? –le preguntó con una sutil sonrisa doña María Ignacia. Vos la pasaréis de maravilla también, y mi esposo os recompensará con esplendidez.

–Es una idea magnifica –mintió Galiano– y creo que todos nos divertiremos de lo lindo.

–Y comeréis y beberéis a vuestro placer, amigo Galiano –añadió el gobernador dándole amistosas palmadas en la espalda–. La pasaremos de maravilla.

Galiano tomó aquellas palmadas como una muestra de simpatía que decidió explotar para plantearle al gobernador sus inquietudes:

–Su Señoría, abusando de vuestra cordialidad para con mi persona, me atrevo a solicitaros una audiencia en las Casas Reales. Desearía hablaros a solas de un asunto trascendental para mi futuro.

–¿Y por qué a solas, querido maestro? –el gobernador se abrió de capa–. Sacad ahora mismo de vuestro pecho lo que os atormenta. Quienes os rodeamos en este momento somos todos personas de vuestra confianza: mi esposa María, el señor de Reinoso, y por supuesto vuestro amigo y admirador, José Crespo y Honorato… No requerís de una audiencia privada: hablad, señor organista, decid lo que tengáis que decir que os escucharemos con el mayor interés.

Ante las efusivas palabras de Crespo, Galiano perdió el miedo:

–Os agradezco vuestra franqueza, Su Señoría –habló sin tapujos–. Iré al grano: desde algún tiempo toco el órgano de la catedral y lo hago con gran placer. Sin embargo, ni mis emolumentos ni mis horizontes artísticos son de envidiar, señor, por lo que me atrevería a solicitaros con la mayor humildad, la plaza de Maestro de Capilla de Yucatán.

–¡Hombre, Galiano, por supuesto que me encantaría otorgaros ese puesto! Sólo habría un pequeño problema: ¿Existe tal plaza?

–Creo que no, Su Señoría –Galiano masticó su desazón–: habría que crearla…

–Bueno, la crearíamos para vos, señor maestro. ¡No faltaba más! Vos la estrenaríais, pero os advierto que no será de inmediato. Vos sabéis como marchan las cosas en América. Apenas conozco a mis colaboradores y algunos serán sustituidos por gente de mi confianza que haré venir de España. Por ahora sólo puedo prometeros el puesto. Luego veremos.

El anfitrión, don Francisco de Reinoso, terció en el diálogo para hacer un anuncio:

–Mil perdones por interrumpir vuestro coloquio, Su Señoría, pero está por comenzar el recital y debemos ocupar nuestros lugares. Os suplico con el mayor respeto venir conmigo a nuestro salón de música.

Roldán Peniche Barrera

Continuará la próxima semana…

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