Letras
II
2
Galiano se sentó de nuevo al órgano y medio tocó algunas piezas de Bach, pero había perdido la soltura de su ejecución de la toccata que le había alabado De Reinoso. Ahora le faltaba la facilidad en el movimiento de los dedos y esa naturalidad que exige la técnica de Bach; su pulsación desmerecía en la interpretación y él mismo sentía que no se daba el apropiado encadenamiento de los sonidos y la pureza de ejecución. Sucedía que el organista no lograba concentrarse en su lectura porque su pensamiento había quedado entrampado en las palabras elogiosas del encomendero.
De Reinoso tenía razón: ¿Para qué abandonar Mérida si se respiraba tanta paz, tanta tranquilidad, y trasladarse a alguna fría ciudad europea para probar suerte en lugares donde sobraban organistas? Por otro lado, su salario no era tan malo después de todo, y se la pasaba bastante bien, además de que no tenía que erogar un solo peso para comer ante el exceso de invitaciones de feligreses para desayunar, almorzar o cenar todos los días. Lo ponía de mal humor, sí, que ciertos intérpretes de música vulgar ganaran más plata que él, sólo por amenizar los festejos y veladas a los que eran contratados por políticos y encomenderos. En aquellos saraos sólo se pensaba en bailar y emborracharse; solían concluir hasta la madrugada y los músicos acababan exhaustos, aunque con dinero en los bolsillos.
No, ese estilo de vida no era para él, un hombre amante del verdadero arte. Pero ahora un encomendero influyente como lo era don Francisco de Reinoso se ofrecía a ayudarlo para mejorar su situación y seguramente introducirlo a los círculos sociales exclusivos de la ciudad frecuentados por el gobernador, la milicia de élite, el alto clero y los ricos encomenderos, y esa oportunidad simplemente no la podía desaprovechar: “Me codearé con todos esos pelucones y ya no seré más un pobre organista de iglesia sino que recibiré un trato de señor y de maestro, que lo soy –pensaba para sí propio mientras proseguía ensayando en el teclado y en los pedales algunos trozos de música tocados mecánicamente–.
“Oh, que suerte la mía de que el señor de Reinoso me escuchase en plena ejecución de la toccata. Y creo que me ha salido bien pues don Francisco, que sabe de música y no es ningún lego, se apresuró a felicitarme a la conclusión de la obra. Ah, gran Dios, permitidme agradeceros por esa oportunidad: ya no más largas jornadas a Londres, a Paris o a mi nativa Sevilla, a la búsqueda de un trabajo de maestro de capilla, que nunca se me dió conseguir. Pero ¿quién quita? Quizás en Mérida se instaure la plaza de Kapellmeister y sea yo el escogido para ocuparla. Ya me parece observar las caravanas que los notables ensayarían para saludarme por la calle: “Señor Maestro de Capilla ¿cómo se siente Vuestra Merced esta mañana? ¿Qué toccata de Bach nos ofreceréis al órgano, honorable Kapellmeister? ¿O será la Toccata y Fuga en re menor, esa obra maestra que vos habéis dominado a la perfección?”.
El organista se levantó de pronto y ya no hubo más acordes tocados a la buena de Dios. Se quedó mirando por algunos instantes el distante retablo de oro del templo, justo frente a él, y pensó en voz alta sabiendo que, exceptuando a los mendigos sentados a las enormes puertas de la iglesia, nadie había a esa hora en su interior: “Acepto vuestra generosa oferta, señor de Reinoso. ¿Cómo negarme a aceptarla? Me quedaré en Mérida, a pesar del calor y de los mosquitos, pero viviré en paz y admirado por los ciudadanos respetables con mi nombramiento de Maestro de Capilla bajo el brazo.”
Roldán Peniche Barrera
Continuará la próxima semana…