Letras
Joel Bañuelos Martínez
A veces las historias no tienen el final deseado, ni por el lector, y a veces ni por quien las escribe. Normalmente el que toma la pluma, máquina o computador, y vierte en letras algún sentimiento o situación que a él o alguien más acontece, o bien solo se sumerge en algún conflicto, tiene la gran responsabilidad de imprimir toda la fuerza necesaria para lograr el objetivo deseado: atrapar la atención de quien lo lee y provocarle la satisfacción de hacer suya la trama.
Pero, vamos por partes.
¿Por qué digo que a veces las historias no tienen el final que deseamos?
Pues bien, va la historia.
Después de ver una película de mi superhéroe favorito, uno que por su inteligencia y humildad, su alto sentido de amistad y compromiso social me ha acompañado desde mis años mozos y todavía me sorprende y hasta me entristece a veces por qué nunca tiró el méndigo traje de arácnido para disfrutar sin complicaciones del amor de Mary Jane, o por qué tampoco tuvo la valentía de ponerle unas cachetadas a J. J. Jameson, el tirano dueño del periódico “El planeta”.
Después de sufrir junto con mi héroe la muerte de su tío Ben, la viudez de su tía May, y la pérdida de su mejor amigo Harry Osborn, tomé mis bártulos y evoqué una noche en mi pueblo, un amigo que ya no está, sus calles poco alumbradas, dos que tres momentos de esos que dejan huellas imborrables, y dos personajes de esos tan humanos que parece que los vemos gesticular, que sufren y sienten, que se enamoran de lo imposible. Empecé a aporrear las teclas de mi celular, tratando de dar forma a la historia más sentida de desamor campirano.
Poco a poco, como si los conociera, fui agregando ingredientes y despertando en ellos desde el simple desdén hasta la aceptación de una amistad que nació en dos ciudades distantes y que luego se fortaleció hasta el deseo de coincidir en un encuentro que no sucedió jamás, dando al traste con una aparente afinidad que prometía algo más.
Conforme avanzaba dicho argumento, las dos personalidades crecían y los rasgos físicos parecían hacernos sus amigos y hasta ver su fisionomía.
El escenario propicio, situado en un pueblo de la ribera costeña, me daba los trazos necesarios para rematar la historia y dejar con un buen sabor de boca a quién la leyera.
Después de dos días de convivir con los personajes, de gozar y sufrir con ellos, llegó el momento culminante y, luego, el final.
Me recosté en el sofá, me coloqué dos cojines, me estiré y me dispuse a firmar la historia: B, r, a, v, o, n, e, l…
Justo cuando iba a teclear la “L” que daría por terminado mi trabajo, mi perrita Anastasia brincó y cayó encima de mí y mi dedo sin imprimir la última letra. No supe qué tecla se oprimió pero dio al traste con la historia de una pareja, de un aparente romance, de un conflicto de dos almas y, con mi paciencia, por poco me hace estrellar mi teléfono contra el piso.
Miré a mi mascota, tan despreocupada, tratando de acomodarse en mi pecho. Sus inocentes ojos me miraban llenos de ternura, como cuando nos sentimos correspondidos en amistad.
¡A veces las historias no tienen el final deseado, y ni siquiera llegan a ser historias!