Letras
ESTE LIBRO NO ASPIRA A ESPANTAR AL LECTOR NI NADA POR EL ESTILO. ES SIMPLEMENTE LA NARRACIÓN, SIN TORCEDURAS, DE UN HOMBRE QUE PRETENDIÓ LIBERAR AL PUEBLO MAYA DE LA GARRA EXTRANJERA Y TERMINÓ EN EL PATÍBULO DESCUARTIZADO Y QUEMADO EN LA LÓBREGA MÉRIDA DEL SIGLO XVIII.
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“Porque los opresores
habrán dejado de existir;
no habrá más burladores,
y serán extirpados
todos los que se desvelan para hacer mal…”
Isaías, 29–20
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“…tú te emborrachas con licores lunares
y subes hasta el grito como el cohete
y como él, quemado, te desplomas…”
Octavio Paz
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“…tú llueves la lluvia de flores amarillas,
gotas de sol, sobre el hoyo de tus muertos”
Octavio Paz
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I
1
Jacinto Uc de los Santos llegó demorado a su cita con don Pedro Ku, el santón del pueblo de Nenelá. Se detuvo ante la puerta de la choza del brujo, vacilante por su impuntualidad.
No ignoraba que al viejo había que respetarlo: por su edad, por su aspecto clavado en el misterio de una estela maya, por su énfasis en la palabra hermética y la leyenda de mudarse en un número de bestias capaces de arrancarnos la vida. Estaba por llamar, pero los furiosos ladridos de los canes domésticos lo mantuvieron a distancia. La voz cascada pero enérgica de una anciana alejó a los perros del visitante:
–Pasa, muchacho –le dijo la anciana–. Mi esposo te espera desde temprano.
Don Pedro Ku almorzaba en ese momento. Saludó a Jacinto con la mano y lo invitó a almorzar. Jacinto declinó la invitación con humildad y tomó asiento en una silla de petatillo.
El viejo parecía disgustado:
–Llegas tarde a la cita, Jacinto –protestó–, y te presentas a la hora de mi almuerzo.
Jacinto se excusó por la demora. Inventó algún pretexto.
–No importa –dijo don Pedro–. Estaré contigo en un momento.
Sin prisas, el viejo terminó de almorzar, apuró el resto de su jícara de balché, el embriagante vino maya, se lavó las manos en el aguamanil, se las secó en un blanco paño de algodón, eructó con la felicidad de la barriga llena y prendió un oloroso cigarro que fumaba con envidiable placer. Con un poco de trabajo, ayudado de su bastón, camino hacia su huésped y fué a sentarse en un sillón de madera. Era un hombre reducido y enigmático, con la piel de color chocolate, de manos y pies anchos y encallecidos. De su rostro caliginoso cruzado de arrugas, surgían unos ojos pequeños y oscuros que parecían escrutar a su visitante.
–Han pasado meses desde que visitaste Nenelá –le dijo.
–Va para un año, señor. Llegué apenas anteanoche: vine en cuanto recibí su carta en Mérida.
El viejo parecía no escuchar y sólo se concentraba en disparar al aire largas bocanadas de humo de su gran habano.
–Eres una desgracia, Jacinto Uc –habló de pronto–: llegas tarde a la cita y mírate nomás: traes un ojo morado, un tajo en la frente, la boca partida seguramente con unos dientes menos ¿y así piensas entablar una rebelión contra los españoles?
–¡Ay, don Pedro! Perdóneme, pero me vi obligado a defender mi honra.
–¿De verdad…?
–Anoche unos soldados borrachos me ofendieron de palabra y uno de ellos me pegó un puñetazo. Y tú sabes que yo no me dejo de nadie.
–¿Soldados en Nenelá? Pero si aquí no hay soldados, Jacinto. Te estás inventando una historia o el balché te provoca alucinaciones.
–¿Balché? Pero si yo no he bebido balché en meses, don Pedro.
–A mí no me vengas con cuentos: puedo sentir el olor del licor que ingeriste anoche a una legua de distancia. De seguro te emborrachaste y te metiste en alguna bronca a las que eres tan afecto.
–Pues a ti no puedo engañarte, señor: es cierto que me emborraché anoche y me la rifé con otros borrachos. Pero ellos se lo buscaron por burlarse de mi persona, y tuve que darles su merecido.
–Bueno, eso ya no tiene importancia, Jacinto. Lo que importa ahora es que hablemos del movimiento contra los extranjeros. Por eso he mandado por ti.
–Lo sé. Tú eres el hombre más sabio de Nenelá y de muchos pueblos a la redonda. No rompería las hostilidades sin antes conocer tus recomendaciones.
–Muy bien –aprobó el viejo soltando un gran bostezo–, pero eso lo conversaremos mañana.
–¿Y por qué mañana? Tenemos toda la tarde para conversarlo.
–No –don Pedro bostezó de nuevo–. Ahora es el tiempo de la siesta. Tú me entiendes, muchacho: el almuerzo, la digestión…No puedo pensar con claridad. Mi hamaca me aguarda y yo la requiero. Regresa mañana a las diez, pero sé puntual. No me hagas esperar.
Roldán Peniche Barrera
Continuará la próxima semana…