Letras
Joel Bañuelos Martínez
Arturo del Real era un hombre seguro de sí mismo, caballeroso y galante. Por si fuera poco, simpático y con mucha suerte para las mujeres. Empezó tocando la guitarra en un grupo de música romántica en el que hacía la segunda voz y coros. Lentamente, fue teniendo más participaciones. En una ocasión que el vocalista no se presentó, Arturo tomó su lugar con bastante éxito. Desde ese día, la mitad del repertorio le fue asignado y, debido a su carisma y su excelente voz, en poco tiempo se convirtió en el primer vocalista, con la aprobación del público, principalmente compuesto por mujeres.
Empezaron las giras y presentaciones, un disco ya con su voz. Arturo se convirtió en el alma del grupo y todo empezó a girar en torno a su imagen. Los empresarios empezaron a ver en él al ídolo de la juventud, y empezaron las propuestas para convertirlo en solista. A Arturo le dolía separarse del grupo porque allí estaban sus compañeros y amigos, a todos les había costado trabajo escalar hasta donde estaban, y la inminente separación lo hacía sentirse como un traidor. Convinieron en hacer una última gira, mientras otro vocalista se preparaba para ocupar su lugar y asi evitar la desintegración del grupo. Llegaron las fechas y, con ellas, un agitado ritmo de trabajo: entrevistas, firma de autógrafos, presentaciones, etc.
En la segunda plaza que se presentaron, como siempre, fue la locura total. Entre ovaciones, gritos y canciones, Arturo vio a aquella mujer que lo observaba fijamente, coreando sus canciones mientras sus hermosos ojos claros parecían penetrar en los suyos, provocándole una extraña sensación nunca antes vivida.
Terminó la tanda y Arturo se dirigió hacia la mesa donde permanecía la joven junto con otras tres chicas. Atento, como siempre, saludó y al momento alguien le proporcionó una silla; se sentó y preguntó:
-¿Se divirtieron?
-¡Sí, mucho! -contestaron las tres chicas.
-¿Tú no? -dijo, dirigiéndose a la bella joven que lo miraba como si no diera crédito a lo que estaba sucediendo.
-¿Cómo te llamas? -preguntó Arturo.
-¡Hortensia! -contestó la joven mientras sonreía, luego él le tomó de la mano y como si se hubieran conocido desde siempre, la condujo hacia la pista, rodeó su cintura y bailaron mientras sus labios se fundían en un beso que duró una eternidad.
Hortensia le contó que era estudiante de medicina y estaba a punto de graduarse y pensaba irse a trabajar al extranjero, ella tenía un novio que era cirujano recientemente graduado y planeaban casarse al recibirse ella, Arturo por su parte le contó de sus planes, ella escuchaba atentamente mientras sonreía y su boca se posaba en la de él, mientras le murmuraba al oído:
-¡Ya no quiero casarme, quiero irme contigo ahora!
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Hortensia era una bella joven, de tez blanca, su cabello ondulado, entre rubio y castaño, y su angelical sonrisa.
¡Ah, su sonrisa! De esas sonrisas que pierden a un hombre cuando son acompañadas por las miradas de unos hermosos y penetrantes ojos claros.
-¡Hortensia, estamos en plena gira, en un mes terminamos y…!
-¡Tiene que ser ahora, mi prometido regresa mañana y ya no podría hacerlo!
-¿Pero y la gira y mi grupo?
-¡Ellos ya tienen otro cantante y tú me tienes a mí! ¿O no te gusto?
Una mano en el hombro y la voz de uno de sus compañeros lo volvió a la realidad:
-¡Vámonos, amigo, porque hay que salir temprano al siguiente evento!
-¡Enseguida los alcanzo en el hotel!
-¡Bien, pero no tardes, salimos a las siete de la mañana y son casi las tres!
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Los besos de Hortensia eran cada vez más ardientes y atrevidos. Arturo estaba embriagado por ellos.
-¡Vámonos, te llevo! -dijo ella, mientras clavaba su enigmática mirada en él. Salieron del Salón y se dirigieron al coche de ella, enfilando hacia el hotel. Apenas habían recorrido algunas cuadras cuando Hortensia paró el vehículo y, mirando fijamente a los ojos a Arturo, dijo con voz suave:
-¡Ven…acompáñame!
Él no pudo resistirse, en la mirada de ella había una promesa, un misterio que él ansiaba descubrir. Entraron al elegante hotel y no dejaron de besarse hasta que el ascensor se detuvo. Salieron a un pasillo alfombrado de rojo, débilmente iluminado, para entrar a una lujosa habitación donde una espléndida cama acaparaba la atención, sus sábanas eran blancas como la nieve. Hortensia se dirigió a una pequeña nevera, sacó una botella y sirvió dos copas de espumoso vino, que apuraron entre besos y atrevidas caricias.
El tiempo pareció no existir y entre copas, besos y caricias, poco a poco se perdió toda inhibición, entregándose a los excesos que dos cuerpos reclamaban.
Los rayos del sol penetraron por la descorrida cortina del ventanal. Arturo se incorporó entre el desorden de la cama, en la mesa había dos copas y tres botellas vacías, sus ropas por el suelo y Hortensia… Hortensia no estaba.
Arturo trastabilló al incorporarse. Un fuerte dolor de cabeza atravesó sus sienes. Se dirigió al baño con la esperanza de encontrar a la joven, pero no fue así. Miró su reloj: eran las diez de la mañana.
Con el corazón latiendo aceleradamente, se dirigió a la mesa y tomó el teléfono, marcó el número del hotel donde él y su grupo se habían hospedado y llamó. Luego de unos segundos logró establecer comunicación, preguntó por sus compañeros: habían partido con retraso de una hora esperándolo.
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Sobre el buró, al lado de la lámpara estaba una nota en donde Hortensia le confesaba que siempre fue su ídolo y que su mayor sueño era conocerlo en persona y estar en sus brazos, pero que ella sabía que su futuro estaba al lado de su novio, con el que pronto se casaría, le pedía disculpas por haberlo hecho perder su viaje. Un beso de lápiz labial rubricaba la nota sobre su nombre: Hortensia.
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Apuró un trago de vino que le supo a hiel y estrelló la botella en el espejo. Sus ojos estaban llenos de lágrimas, el dolor destrozaba su corazón y su orgullo, todo se derrumbaba.
¿Cómo era posible? ¡Perder todo por una mujer! ¿Cómo el embrujo de unos ojos logró en una sola noche hacerlo caer en un abismo tal? ¡A él, el experimentado amante! ¡A él, que nunca pensó enamorarse así!
Un grito desgarrador, quebrantado por el llanto, escapó de sus labios: «¡Hortensia, canalla!»
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El niño guardó el viejo libro de bolsillo, sucio y maltratado, pero con bellas ilustraciones en color sepia. Le faltaban varias páginas que seguramente le fueron arrancadas por su dueño antes de tirarlo a la basura; ello no fue impedimento para que aquel curioso chiquillo, que empezaba a formar palabras con las letras del alfabeto, le diera lectura desde el principio hasta el momento crucial de la historia que narraba. Quedó grabada en su infantil mente como un episodio de profundo dolor, incomprendido para su escasa edad.
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Ese niño soy yo.
¡Hortensia, qué canalla fuiste!