Letras
Antonio Magaña Esquivel
Este cuento forma parte del libro Doce cuentos mexicanos, de Antonio Magaña Esquivel, próximo a publicarse.
I
En la inmensa llanura pedregosa del oriente de Yucatán se acurruca indolente la pequeña ciudad. En todo el horizonte que los ojos alcanzan, ni un collado, ni un promontorio que recorte su silueta en el cendal del cielo. Un terreno plano es todo el campo, arrugado por el vigor febricitante de los rayos de un sol tropical. Vastos sembradíos de henequén –apología del verde de los campos yucatecos– invaden toda la extensión de la llanura, y entre la multitud de lanzas verdes de los henequenales –hojas enormes y erectas de donde se extrae la fibra– surgen de trecho en trecho los arbustos, las frondosas ceibas, el altivo árbol del tamarindo, el plumón de los cocales, el manchón oscilante del ganado, el pequeño oasis de alguna huerta con zaramullos y plátanos, con caimitos y ciruelos, las enanas albarradas toscamente construidas que señalan los cotos, las minúsculas y pintorescas casitas de paja donde viven y van muriendo el campesino y el jornalero descendiente de los antiguos mayas dueños absolutos de estas tierras secas y planas. Y allá a lo lejos, al pie de aquel recuesto gris, asoman las arcadas y las techumbres, las paredes leprosas de un edificio enorme y silencioso entre plantas silvestres y lentiscos. Aquello es el viejo convento de Izamal, que atrae a los pobladores de las cercanías todos los años cuando llega la época de las fiestas de la pequeña ciudad.
Y en una hacienda cercana de esta ciudad de Izamal, de espaciosos corredores, de casona centenaria, de pozo profundo y amplio corral, vive la familia de mi cuento: el niño, la madre y los abuelos, reacios contra el murmullo y la agitación de la ciudad desde que el padre se perdió para ellos y los dejó en el más ingrato de los olvidos. El niño es pequeño todavía: pero ya anda y corre por las habitaciones cargadas de silencio y lobreguez, por los corredores y el local de la máquina desfibradora –rechinante en su afán de destrozar la penca de henequén– donde circula la vida y la animación, y por el enorme corral habitado por la población heterogénea de las vacas, de los puercos, de los potros garañones y las gallinas ponederas.
La hacienda está cerca de Izamal, a un lado del camino férreo por donde transita el ferrocarril que conduce a Cacalchén. Y en la hacienda manda y dispone Chumín sobre la peonada, pues es el mayordomo. Tipo clásico del perfecto mestizo, desmelenado y duro para el trabajo, en el que se cruzaban la sangre sufrida del maya y la de algún blanco dominador –vieja historia de los amos de la hacienda que violaron a las mujeres indias en un ayuntamiento bestial–. Chumín se decía hijo de Chumín y nieto de Chumín. Todos han sido mayordomos en la hacienda; pero este último es, además, el cazador afortunado porque posee el talismán de la piedra de venado, encontrada en día viernes.
Aquí en la hacienda el niño se siente muy a gusto porque todo el corral y el campo es suyo en sus travesuras y empresas infantiles, y porque desde esta ventana de la casa principal –en sus descansos imprevistos– sus ojos se llenan del espectáculo verde de los henequenales y del grato y oloroso color naranja de los tendederos, cuando la fibra ya raspada se expone a la nutrición de los rayos del sol. A ratos, guiado su entendimiento por la madre o por la abuela, se da a la lectura de unos libros viejos y polvosos encontrados en alguna alacena. Pero pronto se cansa y toda su ambición es salir al campo y atravesar las hazas labradas y los pradecillos y alguna huerta, hasta llegar a los plantíos donde se corta el henequén y el indio curva la espalda bajo el rigor de la labor, desnudo de cintura para arriba, el calzón de manta arrollado hasta el muslo y el machete rápido y certero en el golpe contra la penca de henequén. Allí podrá encontrar a Chumín, que lo levantará en brazos y lo acomodará en la grupa de su caballo y lo paseará mientras él inspecciona el trabajo en los planteles. Y el niño, nuestro pequeño amigo, sonreirá y preguntará, preguntará todo. ¡Cómo hacer para ir todavía más lejos, allá hasta el confín del horizonte donde el ganado pasta entre pequeños alfalfares, donde bosteza enigmática la boca refrescante del cenote, donde se quiebra en colores luminosos el relente crepuscular, donde crece corpulenta la ceiba a cuya sombra espía el paso de los hombres la Xtabay! Pero…
II
Pero le intimida, aún sin querer, la vieja leyenda que él ha oído en el campo y en la ciudad y que la gente campesina –fluir de la imaginación en el país de la leyenda– repite con temores de superstición. ¡La Xtabay! La mujer insaciable, cruel vengadora de la infidelidad conyugal de los hombres. La bellísima mestiza errante por el campo yucateco, de pies ligeros, de suelta y larga cabellera negrísima que reclinada en el grueso tronco de la ceiba espera el paso de los hombres descarriados, los atrae con sus encantos misteriosos y en el camino mismo les ofrece sus caricias y su abrazo en los que van ocultos la tragedia y la muerte inevitable. ¡Herencias de un pasado fabuloso y de una raza gloriosa de espíritu metafórico! Cuando en el campo se desangra la tarde, los jornaleros desfilan silenciosos, en el rostro el sello resignado de la derrota de su raza, rumbo a su choza de paja donde se refugian en la tradición de los mayores, y la gente se recoge timorata y comienzan, después de la taza de chocolate con pan de trigo, los sucedidos y las narraciones que vienen de la Xtabay.
Ha sido en una de esas veladas crepusculares, propicias a las exaltaciones de la fantasía, donde nuestro pequeño amigo sintió por primera vez estremecerse sus carnes con el relato de la vieja leyenda repetida de memoria. Ha sido en una de estas veladas donde oyó decir que a su padre “se lo había llevado la Xtabay”. En la hacienda, siempre era la abuela quien sabía las narraciones más espeluznantes.
–Tú cuando seas mayorcito, cuídate. Tu padre nos abandonó por la Xtabay y ya ves lo triste que lo estamos pasando.
–¡Pero abuela!
–No hay que dar oídos a la primera mujer que nos llama. Eso apréndelo de memoria y no lo olvides.
–¿Y tú has visto a la Xtabay, abuela?
Eran entonces los apuros de la abuela, que confesaba al fin que nunca había visto a semejante fantasma. Al niño le perduraba la impresión de aquellas narraciones y sentía de noche la inquietud del silencio, alterado a ratos por los ruidos que subían del corral.
–Abuela, cuéntame cómo se llevó la Xtabay a mi papá.
Y la abuela no respondía entonces, ocupada en mirar a la madre del niño que se daba, con movimiento nervioso, al trajín de la costura. Nuestro pequeño amigo apenas conservaba de su padre recuerdos indecisos y borrosos. Un silencio se hacía alrededor de su persona cuando el niño preguntaba. De ser ya hombre hubiera podido darse cuenta de que era una mujer, como todas, el motivo del abandono paterno. Pero su cerebro de niño todavía no captaba las realidades de las miserias humanas y en él cobró influencia el relato de la Xtabay.
III
Día de contentamiento y de fiesta es hoy. Se celebra la fiesta de Izamal, como todos los años, y de todas partes acude la gente a la vaquería, a las corridas de toros con toreros improvisados y al puekeyen. De la Virgen de Izamal casi nadie se acuerda. Está en su camarín, allá en la capilla en lo más profundo del convento, después de unas escaleras empinadas y unos corredores lóbregos. Ese es su santuario, pero nadie se acuerda.
De la hacienda ha salido, como todos los años, una caravana de hombres. Va también, por primera vez, nuestro pequeño amigo.
–Yo soy hombre, se decía él. Ya puedo ir a divertirme.
Y la madre dio el permiso, bajo el cuidado de Chumín. Chumín encabeza la caravana, todos alegres, todos limpios. Allá van ellos. Han pasado por los henequenales, mirando de paso los plantíos donde la yerba ha crecido y es necesario chapear; se han detenido en el cenote de allá abajo, a refrescar el cuerpo, a entretenerse en escuchar cómo rebota y va dando tumbos el eco de sus gritos en la cueva obscura del río subterráneo; han formado diversos manojos pequeños de x-kanlol para ofrecer a las bailadoras que les toque en suerte, y han pasado de prisa, recelosos, con recóndito temor supersticioso, junto al obscuro y robusto tronco de la ceiba que se levanta al borde del camino. Han divisado, al fin, el promontorio verduzco del viejo convento. Ya están aquí, en plena vaquería, donde el aire se carga del olor del chocolomo, donde resuena el timbal y se baila la jarana. Chumín está contento. Nuestro pequeño amigo se agota en la alegría y en sus gritos. Los peones se divierten.
IV
Chumín ríe a carcajadas al lado de una mujer. El suave y perfumado licor de la flor de xtabentún le ha transformado el seso y le hace dar saltos entre la gritería ensordecedora de los peones de la hacienda. Una algarabía de espíritus desatados se levanta por todos lados.
–¡Ohé! ¡Ohé! ¡Brinca la jarana y venga el torito!
–¡A ver, maistro, esos timbales cómo repican doble!
Y las mujeres y los hombres se daban al bullicio de la vaquería. Chorreando sudor y entre los resoplidos y las fatigas de la jarana los grupos se van apretando y se van moviendo de aquí para allá. A nuestro pequeño amigo todo esto le sorprende y le hace prorrumpir en carcajadas. Pero de pronto un pensamiento tétrico lo agarrota y lo estremece. ¡Si algunas de estas mestizas, tan orondas y sonrientes, fuera la Xtabay!
–¿Cuántos voladores quedan?, pregunta a gritos uno del grupo.
–¡Uno!
–¡Pues que los revienten todos!
Una carcajada general celebra la ocurrencia. Los chasquidos de los triquitraques y las explosiones de los cohetes-voladores anima la fiesta más y más. Comienza de nuevo la jarana con un paso agitado y rítmico de los hombres, con vueltas y más vueltas que hacen abrirse en abanico las faldas de los huipiles de las mujeres. Plantadas en el centro del grupo, rígidos el busto y la cabeza, entrecerrados los ojos, los brazos levantados, llevando el compás de los timbales con movimientos rítmicos de los pies y con chasquidos de los dedos, las mestizas giran y giran en los revuelos de la jarana mientras los hombres, los bailadores, avanzan y retroceden a su derredor con pequeños saltos acompasados y con miradas lúbricas de fiera en acecho. Los senos duros y redondos de las mestizas en un balanceo pecaminoso, se adivinan morenos y desafiadores bajo los bordados del hipil. De pronto un guasón grita en el grupo de hombres:
–¡Bomba! ¡Bomba! ¡Bomba!
Y le hacen coro todos, reflejada la alegría en los rostros:
–¡Sí! ¡Bomba! ¡Bomba!
Los bailadores entonces se detienen, requieren el pañuelo del bolsillo del pantalón de campana, almidonado y bien planchado en redondo como tubos, se limpian el rostro sudoroso y agitado y con sonrisa maliciosa uno de ellos se dirige a su pareja y le dice los versos de la bomba.
Cuando yo te vi venir
le dije a mi corazón:
¡Qué bonita piedrecita
para dar un tropezón!
Un griterío ensordecedor cierra la tirada de los versos. Los timbales resuenan de nuevo, la música cambia el compás y la mestiza entonces, entre los giros del torito, va persiguiendo al hombre con un pañuelo rojo en la mano, hasta tropezarlo y rodearle el cuello.
Chumín está feliz con su pareja. Le sonríe, la requiebra y se deja rodear el cuello. Para nuestro pequeño amigo, que se ha quedado agarrado de la mano de un peón, todo aquello es sorpresa y emoción. El colorido especial de este espectáculo nuevo para él, lo pintoresco de los bailes, los gritos y las risas, le comunican una alegría y un entusiasmo inefables. Pero de pronto el mismo pensamiento le vuelve a la imaginación y lo estremece. ¡Si alguna de estas mestizas fuera la Xtabay!
V
De pronto se ha organizado el regreso. Terminó el baile y el fandango. Chumín ya no ríe y está solo. Está serio y busca por todos lados, y discute con otros y pregunta por algo que el niño apenas puede entender: un hombre ha desaparecido atraído por una mujer.
–¿Será de nuevo la Xtabay?, se pregunta el niño.
Pero nadie hace caso de él. Apenas sí Chumín se acuerda de cogerlo de la mano para emprender el regreso.
–¡La muy desgraciada! ¡Si la encuentro, déjenmela un rato, que le voy a dar su merecido!, dice Chumín a los peones.
Todos van muy serios respetando el enojo del mayordomo. Atraviesan de nuevo los bosquecillos, desfilan de nuevo frente a los tableros obscuros de los barbechos y las milpas; dejan atrás las casitas blancas de la pequeña ciudad, que se apelotonan alrededor del promontorio del viejo convento. Y Chumín sigue malhumorado, habloteando con los peones, el rostro adusto y los ademanes ásperos. Nuestro pequeño amigo siente estremecerse. La tarde es joven todavía, pero flota en el campo una luz opaca que apenas ilumina los senderos y los pradecillos. ¡Es la hora de la Xtabay!, se dice nuestro pequeño amigo. ¡Y ella ha capturado hoy, en pleno jolgorio de la vaquería, a otro hombre! El niño siente de nuevo estremecerse. Hasta él llegan las palabrotas y el clamor de la discusión de los peones, que unos pasos adelante caminan olvidados de él.
–¡Basta! A esa un día de estos la encuentro y verán cómo la pongo.
–¿Quién iba a imaginarse? ¡La mosquita muerta!
–¡Como no vaya a resultar la que dijo aquel de la tienda! A lo mejor ella se fue con aquél…
Y de pronto en el camino se produce el milagro de la aparición. Allá en un recodo está la ceiba frondosa y en la penumbra que proyectan las ramazones se ven dos sombras que vienen caminando en sentido contrario: un hombre y una mujer. El niño los ha visto con espanto; pero se siente seguro y menos temeroso porque con él vienen los peones de la hacienda que lo defenderán seguramente de la Xtabay. Ella viste el clásico huipil bordado y largo hasta los tobillos, envuelve sus hombros en el rebozo y luce en el tduch un gran lazo de percal. A él lo ha visto allá en la vaquería. Es el mismo que desapareció de la plaza de Izamal. La pareja se ha detenido, porque Chumín también los ha visto y se adelanta y hacia ellos se dirige.
¡Es la Xtabay!, piensa con horror nuestro pequeño amigo. ¡Y Chumín es valiente porque va resueltamente hacia ella!
Desde donde se ha refugiado, en el centro del grupo de peones, ha visto temblando cómo Chumín se encara con aquella mestiza y la increpa, la sujeta por los hombros, la abofetea y la arroja al suelo.
–¡Toma! ¡Toma! ¡Por canalla!, repite una y otra vez, enfurecido. ¡Para que no pretendas otra vez mirarme la oreja de burro!
Y cuando el hombre que la acompañaba, lejos de pretender defenderla, quiere huir porque conoce la fuerza y la valentía de Chumín, éste lo alcanza, le desgarra de un manazo la chamarra y lo golpea también, entre insultos de coraje. Y cuando al fin logra correr y huir a campo traviesa, tras él van las piedras que le dispara Chumín, el mayordomo. El grupo de peones ha permanecido un poco alejado, contemplando aquella escena, cruzando entre ellos alguna frase de aprobación y una sonrisa de satisfacción. Y el niño, que ve con ojos espantados la explosión de coraje de Chumín, se dice admirado:
–¡Qué valiente es Chumín! ¡Da gusto tener un mayordomo así, que sepa pegar y defenderlo a uno! ¿Pero por qué ha golpeado también al hombre, si es ella la que busca a los hombres y los atrae y los asesina? ¡Porque ella es la Xtabay, no cabe duda!
Nuestro pequeño amigo se sorprende de que Chumín no acabe con aquella mujer. A ella sí debió pegarle más, hasta matarla, porque en anterior ocasión se llevó a su padre y porque él le tiene odio y horror. Todo ha sido cuestión de unos cuantos minutos. El grupo de peones, con él en brazos atemorizado todavía, mirando sorprendido a Chumín, ha vuelto a ponerse en camino. Y Chumín parece que va orgulloso y satisfecho porque ya no regaña con nadie y el niño le ha oído decir:
–¡Yo creo que todo esto le servirá de lección! ¡Esa ya se portará mejor!
Y no se habló una palabra más.
VI
Ya están de vuelta en la hacienda los peones. Y nuestro pequeño amigo cuenta a su madre la gran aventura:
–¡Qué valiente es Chumín, madre! ¡Y qué fuerzas tiene! Vengó a mi padre, porque hoy le he visto pegarle a la Xtabay; allá la dejó tirada entre el polvo del camino.
Y cuando la buena señora sonríe complaciente, él agrega muy ufano y satisfecho:
-Sí, madre. ¡Era la Xtabay! Y verás cómo ella ya se portará mejor porque Chumín lo dijo y porque ella a Chumín le tiene miedo.
Después de decir esto, el niño se fue a dormir más tranquilo.
Diario del Sureste. Mérida, 26 de abril de 1936, segunda sección, p. 3.
[Compilación de José Juan Cervera Fernández]