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Cuando las faltas coinciden

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Letras

III

Llegó a la casa con la firme delicadeza de quien sabe lo que hace. Se asomó por la ventana, brincó al sofá y caminó hacia la pantorrilla de Armando para enredar la cola y quejarse de hambre. Aun en su estado enfermo, guardaba el porte característico de su especie. Cuando se lo proponen, los gatos logran que cualquiera se someta a sus deseos. Así Fígaro con ese encanto de enredadera al que nadie pudo negarse.

Armando y yo nos encontrábamos en mudanza. Hacíamos el desayuno en medio de cajas, libros y CD’s que pronto acomodaríamos en los muebles. Recuerdo la alegría de elegir cortinas, colgar cuadros y dar color a las paredes de la que llamaríamos juntos “la casa”.

Como todo gato de la calle, Fígaro era flaco y canalla: devoraba la comida gruñendo como un perro y me esperaba al final del corredor para clavarme colmillos y garras. Muchas veces lo descubrí vigilándome detrás de alguna puerta con la intención de atacar, táctica que seguramente había empleado en las peleas donde había perdido trozos de oreja y pelo.

En cambio, con Armando solía acostarse en el suelo de la recámara. Gato y hombre se miraban fijo como a la espera de un gran evento. Armando deslizaba sus manos de la cabeza hasta la cola, a lo que Fígaro respondía con suaves maullidos. Podían demorarse horas en el mismo encuentro. Nadie podía interrumpir, bastaba el menor de mis ruidos para que el gato huyera a lamerse con aires dignos.

En menos de tres meses, el vientre antes flaco de Fígaro se volvió tan grande que lo arrastraba al caminar. Las heridas del cuerpo sanaron debido a los baños de azufre que Armando le dio. El pelaje se le puso abundante y brilloso. Tampoco había más costras, ni rastros de sarna y desnutrición. Ante esos cuidados, Fígaro se mostraba muy agradecido con Armando.

Mis intentos por formar parte de su relación fueron un fracaso. Permití a Fígaro lo que se le niega a todo gato: podía afilar las garras en los muebles, comer de mi plato y tirar la basura del cesto sin recibir regaño alguno. Temía que al decirle “no” o cualquier palabra correctiva, pudiera tornarse más arisco.

Cuando Armando retomó su carrera de actor, Fígaro estuvo imposible. Se posaba en el ventanal que daba a la calle para maullar como si le aplastaran el alma. Con el llegar de la noche y la puerta abierta, Fígaro emitía musicales ronroneos. Armando lo tomaba entre los brazos para platicarle su día. Lo contrario ocurría conmigo, pues Armando respondía de manera tajante a mis preguntas y rogaba que lo dejase en paz.

Antes de mudarnos, veíamos la idea de vivir juntos como el comienzo de una aventura. Planeamos ir a yoga, inscribirnos a natación y aprender nuevas recetas de cocina. Si bien esperábamos que Armando encontrara un empleo, no contábamos con el regreso del teatro en nuestros planes. La obra se volvió un proyecto muy importante en su carrera, por lo que me pareció lógico su estrés y las diferentes excusas para no estar en casa.

Una mañana Fígaro despertó con una especie de catarata en el ojo. El pobre intentaba aliviar la molestia restregándose contra los libreros. Después de llevarlo a la veterinaria, Armando me llamó al trabajo para avisar que nuestro gato tenía glaucoma. El médico le explicó que la enfermedad a veces tarda en visibilizarse porque los síntomas suelen ser muy sutiles para notar su inicio.

Dicho eso, me encomendó encarecidamente que vigilara del gato. Al día siguiente empezarían las presentaciones de su obra, por lo que tomaría un vuelo esa misma tarde. Lamentó no despedirse en persona y colgó.

Al salir del trabajo, fui a casa. Fígaro ya estaba solo. Tenía el párpado amoratado y brilloso, casi esférico. Lo alimenté y di sus medicinas siguiendo la receta que estaba en el desayunador. No sé cómo transcurra el tiempo para los gatos ni su manera de notar ausencias, pero nos descubrí idénticos en los rituales de espera, cuando Fígaro pasaba sus noches como guardia de la puerta principal, igual que mis manos al teléfono.

Cada mañana, el gato amanecía con una capa de flujo rodeándole el ojo. Para limpiarle, utilizaba agua tibia y torundas; lo acostaba boca arriba sobre mis piernas e inmovilizaba su cuerpo con un brazo. Él rugía de dolor y lanzaba rasguños. Al terminar, echaba las orejas hacia atrás y movía la cola lenta y pesadamente.

La medicación consistía en colirio y analgésicos para mejorar el drenaje ocular. Apliqué el tratamiento en casa, así que me esmeré en que todo espacio, borde y esquina estuvieran limpios. Recuerdo que viví esos meses con la casa oliente a cloro, manos enguantadas y un plumero cerca para ahuyentar a las moscas que se las ingeniaban para entrar.

A pesar de seguir el tratamiento durante semanas, el problema no se redujo. Fígaro se notaba más débil y desganado. Al llevarlo al hospital veterinario lo inspeccionaron frente a mí, el órgano parecía retener el color azul de una nebulosa. Después de que el médico observara a detalle, resolvió que era necesaria la enucleación del ojo.

–Casi todos los casos de glaucoma llegan a este punto –agregó al quitarse los guantes y agendar una cirugía para el día siguiente.

Esa tarde, Fígaro estuvo horas sobre la mecedora de la cocina. Miró como hechizado el árbol de acacia, y el árbol, con el vidrio de la puerta por delante, se volvía cine mudo al agitar sus ramas. El lomo del gato había perdido el porte que lo definía. La piel era como una tela fina adherida a sus huesos. Respiraba con agitaciones roncas y el ojo enfermo parecía un insecto sobre su rostro. El acto de mirar a Fígaro era igual a sentir dolor.

Avisé a Armando sobre la cirugía. Respondió de inmediato insultándose a sí mismo, lamentándose por tener que dejar en mis manos una tarea tan grande. Al día siguiente llevé a Fígaro a su cita. Era increíble ver lo flaco que se había puesto en pocas horas. Supuse que Armando estaría pendiente, pero vi la aguja del reloj correr sin que llegara una llamada suya. Estuve tranquila cuando el médico dijo que la operación había sido un éxito, aunque Fígaro tuvo que permanecer internado algunos días.

Armando llegó esa misma noche. Yo ordenaba documentos. Al escucharlo entrar fingí extrema concentración. Atravesó sala y comedor sin decir palabra alguna. Tampoco sentí necesidad de hablar o decirle lo mucho que hizo falta en esos días. Finalmente, luego de servirse algunos tragos y darse un baño, preguntó por Fígaro. Le dije lo que requería saber. Sacó de su equipaje mis chocolates favoritos para obsequiármelos. No me contuve en insinuar mi enfado por la falta de llamadas durante su estancia en otra ciudad. Eso hizo que Armando elevara la voz hasta llegar a los gritos. Lo miré moverse de un lado a otro gesticulando de forma excesiva. Observé en silencio los movimientos de su boca y cuerpo. Recuerdo pensar que era igual a un mimo.

Esa noche pedimos pizza. Armando miró el televisor. A él nunca le había gustado usar el cable, pero ahora se reía del programa que antes criticábamos. Parecía una diversión genuina, como la de todo fiel espectador que espera ansioso a las nueve de la noche. Reía fuerte, incluso más que las risas grabadas, una manera muy suya de evitar la incomodidad del silencio.

El día que dieron de alta a Fígaro, los hallé dormidos frente al televisor. El gato yacía sobre el pecho de Armando, tenía una venda donde debía existir su ojo. No parecían ni el gato ni el hombre con los que había vivido el último año. Sentía que alguien los había intercambiado.

Cuando Armando no tuvo ensayos en qué ocuparse, gastaba el tiempo en el móvil y salidas fugaces. Dejó de preocuparse por Fígaro aun cuando el médico había ordenado cuidados precisos como el aseo, la aplicación de una crema cicatrizante y vigilar que no se rascara o lesionara. Discutí con Armando todas las veces que llegué del trabajo con la sorpresa de que el gato tenía la venda desajustada y la crema del día anterior.

Al asistirlo, el gato ya no se rehusaba en cooperar, pero era el único contacto permitido entre nosotros, pues las caricias y ronroneos seguían siendo exclusivos de Armando. Aunque, poco a poco, debido a la vagancia y a días enteros en que su amo solía irse, se perdieron la efusividad y las esperas largas en el marco de la ventana. Quizá la espera vacilante termina por cansar incluso a los gatos.

Fígaro había convertido sus contemplaciones del árbol en parte de su rutina diaria. El día que perdí la vista me acosté junto a él para mirar a la acacia muda. Contrario a lo que imaginé, permaneció a mi lado. Observé la luz del patio colarse por las rendijas y al único ojo del gato, tan verde como una aceituna en vinagre. Él asentó sus patas sobre mis pómulos. Nos miramos atentamente. Recuerdo su ronroneo y el ventilador chirriando en el techo. Todo fue muy rápido: una de sus patas cerca de mi párpado, luego las garras.

Caminé al baño. Abrí el chorro de la regadera. Agua. Más agua. Sangre a mis pies. Usé una toalla, hice presión. Sequé mi cara y cuello. La sangre no dejó de salir. Corrí hacia el botiquín, tomé torundas, vendas, todo al azar. Llamé a Armando. Su voz me pareció distorsionada. Luego sirenas, luces y las manos que me subieron a la camilla. Me sentí arrojada al mundo como un recién nacido. Entre el alboroto de ruido y luces, la mano de Armando junto a la mía fue mi único anclaje a la realidad.

No recuerdo detalles, solo más luces y una venda. Salí del hospital con una cita para vaciarme la cuenca. Vi a Armando esperarme entre pisos blancos y uniformes azules; sostenía mis gafas negras y begonias al pecho. En el trayecto a casa habló de todo menos del accidente. Al llegar a casa preparó un baño caliente con cáscaras de limas que tomamos juntos.

Esos días no salí de casa y en el encierro, recorrer cada espacio se había convertido en toda una hazaña. Entre el tanteo de paredes y pasos torpes, era imposible impedir el choque contra algún mueble. Pero cuando Armando estaba en casa, evitaba que hiciera esas maniobras tomándome del brazo.

Su guía me hacía recordar las ferias de mi infancia, donde acostumbraba entrar a las casas de terror sin abrir los ojos. Recorría los pasillos escuchando a la gente gritar de espanto, pero no me atrevía a mirar, ni a soltar la manga de quien fuera a mi lado. De la misma forma me aferré a Armando en la oscuridad de la ceguera.

Después de la cirugía oculté todos los espejos. Algunas veces, cuando estaba a solas, mis dedos buscaban por debajo de la venda aquella superficie blanda y húmeda del párpado para acostumbrarse a su nueva forma. También, como premonición a mi destino, solía observar con atención la manera en que Fígaro se adaptaba a su ceguera. A él lo habíamos encerrado en una jaula que abríamos únicamente para alimentarlo, eso ocasionaba sus llantos durante todo el día. Quizá era una medida extrema, pero un gato atravesándose entre mis piernas hubiera ocasionado un desastre.

Cuando las terapias concluyeron, gato y mujer salimos del encierro. Me sentí lista para volver a la agencia de viajes en la que trabajaba. Lo hablé con Armando, pero él aseguró que ningún empleo era una buena opción para mí y aunque sus argumentos me parecieron razonables, regresé. No pasó mucho tiempo para que volviera a mi trabajo de guía turística en ruinas mayas, pero sí me costó adquirir paciencia a las miradas de conmiseración y horror que ocasionaba mi ojo falso. Esas miradas venían incluso de Fígaro, quien además me trataba con extraños reflejos de complacencia. Pensé en la probabilidad de que el gato sintiera culpa por mi estado; en ese caso, éramos pares.

Pero más que la culpa, nos unieron las faltas. Lo supimos el día que Armando me pidió el divorcio y empacó sus maletas. En tanto, Fígaro y yo, acostados uno frente al otro, fuimos como espejos al escuchar la puerta que Armando cerró al irse.

Meryvid Pérez

Continuará la próxima semana…

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