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Letras

XLII

Entre los profesores que he tenido, Sarita Peraza impone en el recuerdo la misma fuerza que antes imponía su mirada. De actitud impasible, esbelta, erguida, la maestra de quinto año de primaria semejaba un tótem inalcanzable.

En aquel colegio de niñas y señoritas, la tradición de los mitos propiciaba rumores diarios, entre ellos, la oscuridad de quinto año. La casona donde se alzaba la escuela era antigua y, por la ubicación del zaguán, terrazas, jardines, la claridad formaba parte del entorno, excepto en el salón de quinto, tenebroso además por otras explicaciones.

El argumento principal del mito era “la maldad de Sarita”, que no permitía salir al recreo por motivos mínimos y se satisfacía asentando ceros rojos en las calificaciones. Después de cuatro años con mentoras afables, el cambio al siguiente curso era un trago amargo obligatorio.

En aquel tiempo, se memorizaba la lección correspondiente a cada materia. El momento de pararse frente a la profesora para ser examinada producía estremecimiento general en el cuerpo y perlas de sudor en la frente. Mientras una daba la lección, ella no se tomaba la molestia de ver a los ojos hasta el instante cumbre: cuando preguntaba ¿por qué? y más adelante ¿para qué? Habituadas a memorizar y no a razonar, las interrupciones para explicar el por qué y el para qué de las cosas ante su escrutadora mirada inducían a tartamudeos, dolor de estómago y, no menos de una vez, a vómitos.

Imperturbable, Sarita mandaba traer a la intendente, enviaba a la niña al lavabo y el terror continuaba. En absoluto silencio, clavadas sobre los mesabancos, de reojo veíamos pasar la falda recta, las medias oscuras y los zapatos negros de tacón ancho. Con la esperanza de congraciarme para que me permitiera salir al recreo, alguna vez tuve el atrevimiento de levantar la vista y lo único que conseguí fue contemplar a una mujer que jamás sonreía y miraba fijamente hacia el horizonte.

En el salón había una niña nueva llamada Linda, muy pecosita, que no hablaba con las demás, se sentaba aparte y era un poco dura de cabeza. Se decía que era miembro de un grupo mormón o algo así, por lo cual se le marginaba pues, aunque nuestro colegio era laico, a esas alturas ya todas habíamos hecho la primera comunión. Incluso se murmuraba que era sordomuda y otras rarezas. El caso es que en una ocasión, mientras Sarita la sometía a la respuesta de sus dos cuestionamientos, Linda estalló, gritando bañada en lágrimas: “¡…porque usted es muy mala y quiere reportarme para que me expulsen del colegio porque tengo otra religión!”

Inmediatamente Sarita ordenó a don Petronilo, chofer del transporte, llevarla a su casa enviando instrucciones a los papás de hacerle tomar agua de azahar y regresarla al día siguiente con la lección aprendida ya que no supo responder a un par de preguntas.

Cuando concluyó el período escolar, de una forma u otra, todas aprobamos aritmética, aprendimos a sacar la raíz cuadrada y la regla de tres, que integraron lo más difícil. Aprendimos a no recitar las lecciones como venían en el libro y a desglosar los párrafos en práctica de comprensión, de razonamiento. Aprendimos también que no deberíamos decir que Sarita era malvada sino respetable y en las últimas semanas, por el rabillo del ojo, le descubrimos una sonrisa.

Pasados los años, continué yendo ocasionalmente al colegio para saludar a la directora y al personal. Pude experimentar la rara sensación de pararme frente a Sarita sin que me temblaran las piernas y con el tiempo hasta llegué a tutearla. Ella conocía las leyendas en torno a su persona y parecía regocijarse con la evocación. Después de disfrutar sus jubilaciones, mis maestras fueron falleciendo.

Hará tres años aproximadamente, leí por Internet en un periódico de Mérida que la señorita Sarita Peraza, radicada en un hogar de ancianos, había dejado de existir por causas naturales a los noventa y cuatro años. Mencionaban la dinastía magisterial a la que había pertenecido y con palabras de encomio destacaron su labor docente.

Cabe la seguridad de que, quienes fuimos formadas por ella, la tengamos presente aunque sea una vez al año. Por mi parte, agradezco su tenacidad de inculcar la importancia del por qué y el para qué de las cosas, fórmulas de vital trascendencia en el periodismo, actividad que comencé a practicar a partir de humildes gacetillas, meses después de egresar del colegio.

Mayo de 2011

Paloma Bello

Continuará la próxima semana…

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