Los libros y otros engaños
Ermilo Abreu Gómez
Don Pedro Pablo era un gran hombre. Nos conocimos cuando éramos niños y luego, sin sentir, nos volvimos viejos. Nos unió siempre una entrañable amistad. Él fue por su lado y yo fui por el mío. Estudió para cura, pero destripó y se le quedó una ganancia: el dominio del latín. Con su latín a cuestas, se daba el lujo de leer los textos originales de Horacio, Virgilio, Lucano y Cicerón. Con el tiempo fue aglomerando en su espíritu una cultura literaria clásica, de la cual hacía discretísimo buen uso.
Como desde muy joven me pasé a vivir a la ciudad de México, nos dejamos de ver por siglos de siglos, pero cada vez que volvía de visita a mi pueblo volvíamos a reavivar nuestro cariño y nos pasábamos horas de sabrosa charla llena de recuerdos.
Don Pedro Pablo tenía a últimas fechas una imprenta con la cual se ganaba la vida y servía desinteresado a sus muchos amigos. Por desgracia le dio por la bebida y de este modo, por las noches, no dejaba de ser un alumbrado. Con tantas copas se le encendían los sentimientos y el ingenio. Abría la espita de sus saberes y de sus recuerdos, y de esta manera era capaz de entretener una tertulia más allá de las horas del amanecer.
Le gustaba la música clásica hasta el punto de que se sentía con agallas para dirigir (con batuta y todo lo demás) la más plantada sinfonía de Beethoven. La noche en que dirigía una sinfonía era de veras noche de gala. Todo lo hacía con el aplomo del verdadero maestro. Subía al pódium, tocaba con su batuta el imaginario atril, empezaba a girar el disco y entonces había que ver a mi amigo cómo dirigía con los pasajes de la obra. Al final, cuando asentaba su batuta, brotaban los más nutridos aplausos de la numerosa concurrencia en el improvisado salón de conciertos.
Don Pedro Pablo daba las gracias como si se tratara del mismo Anaermet.
Pero, como ya he dicho, a don Pedro Pablo le gustaban demasiado las copas. A solas le decía yo con buen cariño:
-Ay, mi querido Pedro Pablo, no bebas tanto. Te hace mal. Estas bebidas te van a matar.
-Mira, mi querido Ermilo, debo decirte una cosa que las gentes no saben.
-¿Cuál es?
-Mira, yo no bebo por gusto. Yo bebo obligado por el Diablo.
-¿Cómo por el Diablo?
-Como lo oyes. Te voy a contar.
-Pues a ver, cuéntame.
-Mira, cuando salgo de la fonda o de mi taller me encamino, muy contrito y muy cristiano, a cumplir las diligencias a que me obliga mi profesión. Pero resulta que no puedo ir derecho a lo que voy.
-¿No?
-No. Apenas empiezo a caminar por esas calles de Dios me entra una especie de temblorina. Con los calores más recios de la canícula doy diente con diente. Este es el preludio de lo que ha de venir enseguida. De pronto, cuando menos lo pienso, se me aparece el Diablo. Lo veo tal cual es: con su cola larga que termina en flecha, sus cuernos puntiagudos, sus ojos rojizos que echan llamas. Abre los brazos que tienen membranas como alas de murciélago, así son de grandes. Se planta delante de mí y me interrumpe el paso. Si me bajo de la acera se baja, si me subo se sube. Me quedo parado sin saber qué camino tomar. Al fin, desesperado, miro a mi lado y veo la puerta abierta de una cantina.
Y la cantina resulta mi único refugio. ¿Qué iba yo a hacer? Pues tomarme dos o tres copitas de aguardiente. Pienso luego que el Diablo ha desaparecido. Con cautela empujo la mampara del tugurio y salgo a la calle. Nadie está en la acera y de este modo puedo seguir mi camino. Una vez iba por el Arco de Dragones, en medio de las tinieblas de la noche, cuando ¡Dios Santo! otra vez el Diablo delante de mis ojos. Estaba enfurecido. Casi me quemaban las llamas de sus ojos. Con su cola me dio de cintarazos. Era como una muralla. Me atreví a hablarle suplicándole que me diera paso. No se movía. Parecía una estatua negra y reluciente. Miré a mi derecha y ahí, propicia y salvadora, estaba la puerta de otra cantina.
Sofocado, sudoroso me colé en ella. En el mostrador pedí otras dos o tres copas de aguardiente. Por momentos esperaba que el Diablo entrara también y me amargara la vida.
Al cabo de media hora me resolví a salir. Salí de prisa, dando grandes zancadas. “Ahora sí, pensé yo, no veré más al maldito Diablo”. Respiré satisfecho y tranquilo. Pero al dar la vuelta al Castillo de San Benito, mis ojos tropezaron de nuevo con el Diablo. Me estaba esperando en las sombras de la esquina. Retrocedí despavorido, pero a mis espaldas estaba también su figura ennegrecida. Al llegar junto a él con el ala de uno de sus brazos me señaló la puerta de una taberna. Cerré yo los ojos y casi a tientas me llegué al mostrador y tartamudeando le pedí al cantinero un tequila doble. De golpe me lo eché al gaznate. Ya no podía más. Me caí sentado sin ánimo para nada. Clavé mi cabeza entre mis manos, deseoso de que me cogiera el más profundo sueño y olvidara así tan espantosa visión.
Pero no era posible mi descanso. Mi sino estaba escrito. Una fuerza me empujó y me pegó a la pared. Abrí los ojos: el Diablo estaba a mi lado. Se me erizan los cabellos, se me enfrían las manos y me tiemblan la patas. El Diablo entonces, cariñoso, solícito, pasa una de sus alas por mi hombro. Oigo su voz dulce, quietecita, como de un ángel tutelar que me dice:
-Pedro Pablo, no temas nada. Estoy contigo. Te llevaré a tu casa.
-Sin saber cómo, me levanto, salgo a la calle y voy dando unos pasos que más parecen intentos de vuelo. Me sostiene por la cintura el Diablo. Todo es como un vértigo. Ya no voy a mi casa, he perdido toda orientación. Paso junto al Arco de Dragones, luego junto al Arco del Puente, después junto al Arco de San Juan: me veo sobre las almenas del Castillo y las cornisas del torreón de las Monjas, y a poco voy por los pretiles del cementerio. Ante mis pasos se abren puertas y ventanas, y con el aire de mi cuerpo se apagan y se encienden las lamparitas de las hornacinas. De vez en vez llega a mi nuca el aliento ardoroso del Diablo. Estoy a punto de desfallecer, pero el Diablo me sostiene en vilo.
Subo a tientas las escaleras de mi casa, pero no tropieza con los peldaños. Encuentro la puerta de mi cuarto abierta. Al entrar, como por ensalmo se enciende la veladora de noche que tengo en el buró.
Me siento en la cama, voy tirando mis ropas y mis zapatos y me derrumbo sobre mi almohada.
El cuarto me da vueltas. Entre las tinieblas saltan sobre mis ojos luces y lucecitas y chispas que me aturden. Quiero gritar y la voz se ahoga en mi garganta. Los párpados se me hacen pesados. Voy a dormir. Me quedo dormido.
Entonces sueño, pero ahora sueño con los ojos abiertos. Estoy en una calle anchísima, empedrada y toda llena de estatuas. Está abierta la mampara de una cantina. De todas las cantinas sale una voz, la misma voz que dice mi nombre: ¡Pedro Pablo, Pedro Pablo!
Caigo en un abismo que me mueve en espiral, Me estremezco de pavor. Y cuando voy a caer me reciben los brazos del Diablo.
Cuando mi amigo dejó de hablar, le miré a la cara, estaba pálido y sudoroso.
Detrás de él, el Diablo me indicaba silencio.
A la noche siguiente, mi amigo me invitó a tomar una copa y me eché a temblar.
México, D. F., mayo de 1970.
Diario del Sureste. Mérida, 17 de mayo de 1970. Suplemento cultural núm. 852, p. 1.
[Compilación de José Juan Cervera Fernández]