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Anécdotas Picantes – VI

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Letras

V

ANECDÓTICA ECLESIÁSTICA

 

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Hace unos treinta o cuarenta años –el Dr. Bolio hacía de monago–, el respetable Padre Casares Cámara era el Canónigo encargado de la Santa Iglesia Catedral de Mérida. Sus muchas ocupaciones y responsabilidades, habían hecho de él un hombre irascible, nervioso, impaciente, por lo que disfrutaba de una justa fama de regañón. Muy en el fondo, claro, era un santo sacerdote, un buenazo y un confesor comprensivo y tolerante con los pecados de sus feligreses.

Estaba tan ocupado, que con frecuencia tenía que interrumpir las confesiones que escuchaba por algún llamado de urgencia, que podría ser del Prelado o de algún moribundo que requería los servicios del eficiente pastor de almas.

Uno de tantos días en que fue retirado por requerimientos exteriores de su misión de confesor, al regresar minutos después a su misión, dijo en voz alta, olvidado de toda formalidad y abstraído por sus preocupaciones, dirigiéndose a las feligreses que se hallaban a ambos lados del confesionario:

–Que siga la que se robó la cuchara de plata.

Dos damas, embozadas en sendos chales para disimular el rostro, se levantaron. El monago no volvió a verlas en la Catedral y supone que si no cambiaron de religión, cuando menos sí de iglesia y de confesor.

Mientras tanto, las que formaban la larga cola de beatas que aguardaba turno, en medio de cuchicheos y risitas burlonas, cometieron un pecado más que ni tardas ni perezosas le habrían de confesar después al Padre Casares.

 

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Sucedió en Espita, tierra prócer de mis mayores, a la que quiero más que si hubiera nacido en ella. Sobre todo, a los espiteños, varones que lucharon y vencieron a la naturaleza. Lejos de la capital y del mar, sin caminos que abriesen un comercio próspero, en un suelo paupérrimo, de tan bajos rendimientos agrícolas, que les hacía imposible el cultivo del henequén, del maíz en abundancia, de la caña de azúcar con rendimiento económico. ¿Qué otra cosa podrían cultivar? Nada más las letras. Y a ellas se entregaron con ahínco y lograron ser los habitantes más cultos del oriente yucateco. Por eso los tizimileños decían con sorna: En Espita está la cultura, pero en Tizimín está la “lana”

Pero vayamos a la anécdota. Me la contó mi abuelo, el Profr. José C. Peniche Fajardo, maestro de banco durante cincuenta y cinco años, padre de catorce hijos, todos profesionistas, entre ellos el jurisconsulto Vicente Peniche López, de fama nacional por su competencia jurídica y su valor cívico.

El caso fue que su amigo el cura (me reservo el nombre) naturalmente le reveló un día en que se celebraba la fiesta de la muy noble villa, lo siguiente:

–Hay una vieja beata solterona que me trae loco. ¡Ni en estos días en que aumentan los quehaceres de la parroquia me deja tranquilo! Con el pretexto de confesar, viene todos los días a conversar conmigo –porque en realidad, con el perdón de Dios, a eso viene, maestro Pepe– y me tortura los oídos con la relación monótona de sus pecados. Empieza con el “yo pecador” e ipso facto se dedica a contarme nimiedades, para llegar al grano después de algunos minutos. Me dice invariablemente: “Acúsome padrecito de que en mi juventud tuve un novio encantador que si usted lo hubiera visto… ¡Cómo hablaba, cómo sonreía, cómo conquistaba el mentecato! Ojalá que estas cualidades ante las que me rendí, mitiguen mi falta… Me hizo proposiciones pecaminosas, y aunque nunca llegué con él a finales, sí pequé, padrecito, pequé, no puedo ocultarlo: sus manos me acariciaron más de lo que permite la honestidad de una mujer, su boca y mi boca se unieron muchas veces con toda la fiebre que usted pueda imaginarse en dos jóvenes ardientes…”

A todo esto, agregaba el cura: “Ya le he dicho, mi señora, que está absuelta, que está perdonada, no tiene usted por qué volvérmelo a repetir porque ¡caramba! uno no es de palo, mi querida señora y entonces me hace usted pecar a mí con el pensamiento…” Y ella me respondía invariablemente: “Tiene usted razón, señor cura, perdóneme, pero ¡pero me gusta tanto recordarlo!…”

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Y ya que incursionamos por Espita, es oportuna esta otra anécdota espiteña en la que también está envuelto un virtuoso sacerdote cuyo nombre no me es permitido revelar, por elemental discreción. Pues este dignísimo representante del Señor tenía un ama de llaves que se llamaba Jacinta. Bueno, eso de ama de llaves lo dejo para la traducción del lector.

Uno de los muchos domingos en que el señor cura oficiaba una misa cantada ante centenares de feligreses, se le presentó un problema muy grave a la buena de Jacinta. Su patrón le había ordenado “beneficiar” un hermoso pavo para el almuerzo dominical en la casa cural al que estaban invitados los párrocos de Tizimín, Calotmul, Valladolid y otras poblaciones cercanas, para celebrar alegre y honestamente el natalicio del párroco espiteño.

Como la misa iba a ser larga, pues estaba siendo concelebrada con la participación de los colegas de las otras parroquias, Jacinta se sentía enormemente preocupada ya que terminaría la ceremonia y el almuerzo no estaría confeccionado por la sencilla razón de que al Sr. Cura se le había olvidado disponer el guiso que se aderezaría con el guajolote.

Habiéndole comunicado sus zozobras al sacristán, este le respondió a Jacinta:

–No te preocupes, en un minuto resuelvo el problema.

Y diciendo y haciendo se dirigió al coro donde el maestro que tocaba la serafina seguía los cantos de la misa, respondiendo según el ritual; el ladino monago ocupó el lugar del serafinista y entonó en el momento oportuno usando ese sonsonete peculiar de la música eclesiástica volcada en aquellos tiempos en la culta latiniparla:

–Pregunta Jacintorum, qué se le hace al pavorum…

En seguida se escuchó la respuesta del avisado sacerdote:

–Dile a Jacintorum, que haga la mitad en kolorum, y la otra mitad en salpimentadorum…

–Amén…

Fue la respuesta del sacristán quien, en esta forma ingeniosa, resolvía el grave problema de la fiel Jacinta… Y dicen las crónicas que veinte minutos después de concluida la misa concelebrada, en el comedor de la casa cural, los virtuosos sacerdotes de Calotmul, Tizimín y Valladolid celebraban opíparamente el cumpleaños de su colega espiteño con un hartazgo de kol y de salpimentado de pavo, debidos a las manos taumatúrgicas de la gran Jacinta, modelo de ama de llaves que ya hubieran querido en esos tiempos muchos de los curitas de aldea inmortalizados por Pérez Escrich…

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Dejemos por un momento el oriente peninsular y pasemos al occidente, representado dignamente por Campeche, hoy Estado libre y soberano, pero antes población hermana tan identificada con nosotros que hizo decir al poeta que “no somos dos cuerdas de una misma lira, sino dos notas de la misma cuerda”. Claro que la división política no afectó a esa hermandad pues, como ha dicho atingentemente el poeta Lara y Lara, ningún decreto puede separar a una familia. Lo que para el Dr. Bolio López confirma su vieja idea de que campechanos y yucatecos tenemos las mismas aficiones, entre ellas la muy edificante del chisme. Por eso los periódicos, la radio, la TV siempre ocuparán un segundo lugar en el campo de las comunicaciones. ¡Los chismosos somos más eficaces que el telégrafo, el teletipo, el telefoto, el télex y todos los teles habidos y por haber! ¿No es verdad, mi amigo Hernán Cervera Zapata?

Esa cualidad muy positiva yuca-campechana, o como cam yuc -como compusiera el inolvidable campechano Gaspar, un cantinero con señorío, de los que ya no se dan en nuestro tiempo- hizo posible que trascendiera la anécdota que paso a relatar:

Una dama creyente, virtuosa y cumplidora de sus deberes conyugales en cuanto a la atención de los quehaceres hogareños, acostumbraba, con el objeto de no faltar a ellos, asistir muy de madrugada a misa. Su esposo era un caballeroso señor Molina –en su apellido lleva el sello chenense, es decir, campechano– que, como hombre de carne y hueso, no era precisamente un santo.

Cierta mañana, a poco de haber salido, la austera dama se percató de que había olvidado su misal, y naturalmente regresó a su hogar para proveerse de él a efecto de no incurrir en falta. Y cuál no fuera su sorpresa al sorprender a su circunspecto marido teniendo en los brazos a una joven criada. Pero su disgusto habría de ser mayor, como pudo demostrarlo, agotada la paciencia y perdido el tino, cuando escuchó la disculpa del marido:

–Perdóname, vida, sé comprensiva; nada de esto disminuye mi gran amor por ti… pero la carne… Dios mío, la carne…

La católica esposa ya no pudo soportar la careta de pobre diabla y levantándose la falda, gritó:

–Oye, maricón, ¿y esto es pescado?

Jesús Bolio López

Continuará la próxima semana…

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