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Anécdotas Picantes – V

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Letras

IV

ANECDÓTICA ESTUDIANTIL

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Hace más de medio siglo, la juventud del Instituto Literario del Estado se agitaba entre las modernas ideas sociopolíticas frente a los defensores de las antiguas.

Entre los primeros comenzaban a destacar los Joaquín Ancona, los Peniche Vallado, los Hernán Irigoyen Díaz, fallecido en plena juventud cuando se proyectaba como distinguido abogado y magnífico orador, etc., y entre los otros se contaba en primer término por su cultura y dotes oratorias Pepe Castillo Torre, que años después pasaría a las filas revolucionarias. En la tribuna parlamentaria conquistó el título de “pico de oro” por su elocuencia.

Aquel año las elecciones de directivos estudiantiles fueron muy reñidas; y después de uno de tantos discursos de Pepe Castillo, un modernista subió a la tribuna y mostrando una fotografía de su antagonista vestido de sotana, dijo al auditorio:

–Esta es la prueba de que este es un “mocho” que vino del Seminario.

A lo que Castillo Torre, que ya desde entonces despuntaba como ágil polemista, pronunció fogoso discurso que epilogó con estas frases:

–Compañeros, juzguen ustedes de la moral de mis contrarios: consideran una falta que yo tenga la religión de sus madres.

 

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Don Augusto Molina Ramos, profesor normalista, y después Abogado, era Secretario de la Universidad. Al caminar daba la impresión de que llevaba algo en la espalda, inclinaba la cabeza y parecía elevar los hombros.

El catedrático Dr. Conrado Menéndez Mena, ingenioso como pocos, departía con un grupo de sus alumnos a las puertas del Instituto, cuando, distinguiendo a Molina Ramos que caminaba por la acera del Teatro “Peón Contreras” y señalándolo a los jóvenes, comentó:

–Conserva la nostalgia del haz de leña a cuestas.

 

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He aquí otra anécdota del Dr. Conrado Menéndez Mena, del que muchas más podrían contarse pues su ingenio e ironía eran inagotables.

En cierta ocasión, le preguntaron sus alumnos de idioma francés, su opinión acerca de cierto catedrático con muchas pretensiones de sólida cultura y de firme criterio en todo. Y el “Doctorazo”, como se le llamaba en el medio estudiantil, replicó ágilmente:

–¿Quién, fulano? Es una chalana. Se desliza suavemente pero no tiene calado.

 

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Argimiro Ávila, mi amigo, es un hombre ingenioso, inteligente; aunque su incurable bohemia le ha impedido alcanzar alturas dignas de su capacidad. Recuerdo aquí una de las muchas anécdotas de las que ha sido protagonista.

Llegó a casa de un amigo suyo y desde el interior se le invitó a pasar; pero Argimiro se detuvo temeroso por los ladridos del perro, que le pareció decidido a atacarlo. Entonces la señora de la casa que veía la escena le insistió:

–Pase, Argimiro, no tema; ya sabe usted que perro que ladra no muerde.

–Sí, señora, lo sé. Pero tengo temor de que este perro no sepa el refrán.

 

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Guilbardo Rodríguez Martínez es el nombre de un excelente condiscípulo mío. Fue condiscípulo también de otros que me anteceden en edad y que me antecedieron igualmente en estudios, porque Guilbardo asistió durante más de dos lustros a las clases del primero al quinto año de preparatoria y raras veces presentaba exámenes, pues su frecuencia en las aulas estaba determinada por sus quéhaceres amorosos. ¡Cómo le envidiábamos su suerte con las muchachas! Cada año se prometía a sí mismo que en las próximas vacaciones se encerraría a “machacar” para ponerse al día en sus estudios, pero las circunstancias eran más fuertes que su voluntad. Su mamacita decía:

–Ya me prometió mi negrito Guil, que el año próximo se matriculará en la Escuela de Medicina.

Pero no cometió ese desatino; prefirió ceder a los halagos de la burocracia, y un buen día lo vimos en el Palacio de Gobierno como escribiente. Allá se operó un gran cambio en él: se tomó en un hombre trabajador, cumplido como el que más, y ganó palmo a palmo la merecida jubilación de que hoy disfruta.

Durante la gestión del Gobernador González Beytia, el joven escritor Everardo García Erosa (q.e.p.d.) fué nombrado secretario particular e hizo muy buenas migas con Guilbardo de quien era superior jerárquico, porque algo los unía: la bohemia, las horas de café, todo lo que ambos tuvieron que dejar al entrar en la burocracia y operarse en ellos el favorable cambio. Sobre todo Everardo, que tomó sus responsabilidades tan a pecho, que a menudo decía que sobre sus hombros pesaba toda la carga del gobierno.

Una mañana, pasaron frente al parque Hidalgo, camino de sus labores, Guilbardo y Everardo, y Mario Zavala Traconis, que a la sazón estaba “viviendo en el error”, pues no tenía cargo público alguno, y tomaba el fresco bajo los almendros, comentó con ese su sarcasmo agridulce:

“Allá se van los que más trabajan en el Palacio de Gobierno; uno como negro y el otro como mula…”

La alusión zoológica no pasaba de ser una broma, pues Mario nunca se atrevió a poner en duda el talento y las buenas cualidades intelectuales del “Chato García”, ni el “Negro” Guilbardo tenía cuatro pies.

 

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El sabio inolvidable maestro Dr. Eduardo Urzaiz Rodríguez, no desperdiciaba ocasión ni lugar cuando de impartir enseñanzas se trataba, y de obsequiar ingenio y gracia a sus colegas, amigos y discípulos. Precursor de ideas, conceptos y apreciaciones que aún hoy espantan a ciertas gentes, siempre tuvo el valor de externar sus pensamientos.

Una mañana, en el Hospital O’ Horán, cuando salía de su visita al pabellón de Maternidad, del que era jefe, se detuvo a charlar con un grupo de estudiantes, y alguno le preguntó su opinión acerca de la capacidad intelectual de la mujer. (Téngase en cuenta que esto ocurrió cerca de veinte años antes del Año Internacional de la Mujer).

El maestro respondió:

–La capacidad intelectual de la mujer es exactamente igual que la del hombre; las posibilidades son las mismas para ambos sexos. La historia nos habla de grandes y admirables mujeres, pero ya es tiempo de que dejen de ser excepciones. Es necesario generalizar, darles a las mujeres las mismas oportunidades que a los hombres; a ello tienen derecho científica, jurídica y socialmente. Debe legalizarse esta situación de igualdad.

Enseguida, dio rienda suelta a su humor, siempre a flor de labio:

–Amigos, ustedes lo han visto y aprendido aquí en el servicio de maternidad: entre los hombres y las mujeres no hay más que una diferencia.

Se despidió mirando atentamente con el rabillo del ojo, el bueno, porque el otro era de vidrio, al joven pasante Carlos Reyes Cicero, hoy distinguido médico y funcionario público, que formaba parte de la reunión estudiantil de aquella mañana. Y antes de emprender la marcha, el maestro concluyó:

–¿Estás de acuerdo, Carlitos?

El aludido, que también tiene reservas de humorismo y de buen ingenio, respondió:

–Estoy de perfecto acuerdo, maestro, pero ¿me permite agregar algo?

–Naturalmente, soy un defensor de la libertad de cátedra y de expresión.

–Gracias maestro. Pues yo agrego: ¡que viva la diferencia! Y mientras más pequeña y enfebrecida, mejor…

Jesús Bolio

Continuará la próxima semana…

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