Letras
II
ANÉCDOTA PROFESIONAL
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El fundador de la Escuela Normal Rural de Hecelchakán, Camp., fue el Profr. Juan Pacheco Torres, quien siempre dio a sus alumnos ejemplo de las mejores cualidades de maestro y de hombre.
Una vez, estando de cuclillas desyerbando en la hortaliza del plantel juntamente con los alumnos, observó que un joven tabasqueño se hacía el remolón, haciendo como que hacía. Muy amablemente se dirigió a él y le dijo:
–Armando, te recuerdo que el trabajo es un placer.
A lo que el aludido se puso de pie y, con el mayor respeto, respondió:
–Sí, maestro, lo recuerdo; pero hace unos días nos dijo usted en la clase que no hay que abusar de los placeres.
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El Lic. Alberto Molina García fue un culto y competente abogado. De él podía decirse con justicia: “No lo roba ni lo busca, lo hereda”. Y, en efecto, fue hijo del jurisconsulto y notable orador don Ricardo Molina Hübbe.
A don Alberto, no obstante que hace años abandonó este “valle de lágrimas” y de otras cosas, seguimos recordándolo con cariño y respeto por su competencia y bonhomía, todos los que tuvimos el privilegio de disfrutar de su amistad.
Sin duda, por esa su competencia se le encomendaron numerosos asuntos difíciles. Que quebró don Fulano. ¿Quién lo atiende? Don Alberto. Que otro tanto le ocurrió a la casa comercial de don Zutano o de don Mengano. ¿Quién lo atiende? Don Alberto. Y con este acopio de asuntos profesionales de la misma índole, todos los “quebrados” importantes acudían a don Alberto.
Pues bien; en parte porque los yucatecos somos muy dados a endilgar apodos, pero quizás por algo de envidia de algunos, el caso es que en los Tribunales del Estado y también en los de la Federación, cuando veían asomar a don Alberto así litigantes como jueces decían a media voz:
–Ahí viene el Lic. Braguero.
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Don Romualdo Manjarrez López, médico cirujano y partero, y don Cayetano Rojas Aguilar, distinguido odontólogo, fueron ambos excelentes profesionistas. Amigos íntimos y un tanto bohemios, a diario, como si fuese por juramento, tenían que encontrarse para “tomar la mañana”, que en más de una ocasión empataba con la “de la tarde”.
La criada del gran Cayeta, al retomar del mercado, ya tenía en su cesta la botella que apuntaba al cielo. Los sábados (provisión para el domingo), el barco era de dos chimeneas.
Una mañana, cuando el Dr. Rojas terminaba su consulta, llegó el Dr. Manjarrez con su infalible clavel en el ojal del saco y le dijo:
–Ya no puedo con esta muela.
–Querido hermano, hay que sacártela.
–De acuerdo, pero antes vamos a tomar valor, porque me siento algo nervioso.
Y de la chimenea comenzó a salir humo…
Al día siguiente, alrededor de las doce horas, bajó de su carruaje el Dr. Manjarrez y ya en el privado le comentó a don Cayeta:
–¡Qué bien, qué bien! Trabajo magistral el tuyo. No me di cuenta de la extracción…
–Querido hermano ¿por qué esperaste tanto para pasar por aquí? Mira la sala llena de clientes. No he atendido a ninguno. ¡Desde temprano no hago más que tratar de recordar a quién hijo de la tal por cuál le extraje esta maldita muela que aquí ves!
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Corrían los años treintas. El Secretario de la Escuela de Jurisprudencia lo era el Lic. Marcial Cervera Buenfil, y yo el escribiente.
Una tarde, al llegar a la escuela el maestro Cervera, muy querido de todos, fino poeta y muy afecto a las bromas, departía con varios alumnos, y al verme, exclamó en voz alta;
–¡Llegó mi brazo derecho!
Y se inició el diálogo.
–Gracias, maestro.
–No tienes por qué dármelas, soy zurdo.
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Durante mi práctica como pasante de Jurisprudencia, desempeñé la Secretaría de un Juzgado del ramo penal. Entre las muchas cosas pavorosas que presencié recuerdo la siguiente.
Se trataba de un caso de abigeato y como era de esperarse, el Fiscal pidió que se le impusiera al acusado la pena de seis años de reclusión. Pero con asombro de todos, el defensor, cuyo nombre callo por respeto a los fallos de fundición de que algunos adolecen y porque no quiero que me pase lo que al toro, pidió que se exculpara a su cliente, porque se trataba de un caso de “legítima defensa”, añadiendo que lo más que aceptaba era que se le impusiera una multa por haber dispuesto de algunos kilos de carne.
–¿Cómo es eso?, preguntó el Juez.
–Sí señor Juez; mi cliente es algo miope y una vez que se acercó el toro, éste iba a embestirlo y tuvo que dispararle en legítima defensa.
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Don Héctor López Vales, competente abogado, honorable Notario Público, buen amigo, era además muy simpático y bohemio empedernido.
Retornábamos en cierta ocasión del Cementerio General después de acompañar el cadáver de alguien que se nos adelantó en el viaje al otro mundo; al pasar por la plaza de San Juan, nos detuvimos en la cantina “El Canario” a tomar una copa. Al pedir la suya, el Lic. López Vales le dijo a Felipe, propietario del negocio:
–Dame un trago doble de habanero en un vaso de “chica”.
Y al preguntarle por qué pedía trago doble, me respondió:
–Porque cuando voy al Cementerio me pongo muy nervioso y con uno o dos farolazos como este, me calmo.
–¿Y cuántas veces al día vas al Cementerio, Héctor? le preguntó Ramón Mendoza Medina, echándose una de sus sonoras carcajadas.
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El Dr. Bolio López lleva una entrañable amistad con todos sus colegas de profesión por una razón muy sencilla: que su especialidad de paremiólogo y embolismador no tiene muchos adeptos en el gremio, circunstancia que honra a ambos.
Hace algunos meses don Jesús se enteró de que acababa de llegar de Europa, después de una gira turística relámpago en las que acaba el viajero por no conocer nada, su cuate el Dr. Vázquez, y se preparó para ir al hospital del Seguro Social para saludarlo y escuchar sus impresiones, aunque fueran sacadas de la Enciclopedia Británica, como hacen frecuentemente los turistas del “viaje ahora y pague después”. Se le acercó solícito el Dr. Cobos, otro buen amigo y cofrade.
–¿En qué puedo servirlo, querido colega?
–Vengo a saludar al Dr. Vázquez, recién desempacado del Viejo Mundo…
–Ah, ¿al Pirata? (mote cariñoso que sus adláteres dan a mi buen amigo, no en relación con sus tarifas de honorarios, que siempre son módicas, sino porque tiene un ojo de cristal).
–No se moleste más en caminar, don Jesús. Estoy seguro de que no ha llegado el buen Pirata.
–¿Cómo? Si esta es hora de su trabajo y él es muy puntual…
–Bueno, a decir verdad, deduzco que no ha llegado.
–¿Y en qué se funda usted?
–En que no está el perro amarrado al poste de enfrente.
–¿De qué perro habla usted, querido doctor?
–Su lazarillo. Porque como el Pirata se fue a Europa, y esto cuesta un ojo de la cara, como no tenía más que uno, ha de haber regresado invidente y para salir debe necesitar perro…
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Sotero era el nombre de un buen hombre, vecino de Espita, maestro de escuela, de carácter un poco brusco, y juzgador severo de los valores de las personas. Era uno de aquellos entes inconformes eternos que reniegan de la falta de justicia, de la deshonestidad de los funcionarios, de la carestía de la vida, de los bajos salarios, etc.
Una tarde a la oración, después del “Chocolatito” de ordenanza, con molletes, conversaba en la plaza de la villa con sus contertulios de todos los días. De pronto se presentó al lugar uno de esos tipos oficiosos y tontones que pululan en los centros de reunión pueblerinos dedicados a decir sandeces. Al divisar a Sotero clamó:
–Mi querido maestro Sotero, usted que acaba de llegar de Mérida, ¿puede decirme cómo van las cosas?
El interrogado lo miró de pies a cabeza y para que no se dijera que incurría en incorrección, respondió también en voz alta:
–¡Bien, muy bien, requetebien! y volviéndole la espalda le dijo en voz baja a sus amigos:
–Para qué voy a perder el tiempo diciéndole algo a este animal, que no le va a poner remedio a nada…
El intruso arrolló su cola –esta no es metáfora– y se retiró con viento fresco.
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Como secretario que fui de uno de los Juzgados del Ramo Penal (hoy de Defensa Social) tenía contacto diario con los representantes de la prensa que acudían en demanda de información acerca de los acuerdos dictados por el Juez. Uno de esos días, estando en esta función, se dio entrada a un nuevo “inquilino” de la Peni que presentaba en la cara huellas de arañazos. Un reportero entabló con él el diálogo siguiente:
–¿De qué se te acusa? ¿Quién te dejó así la cara?
–Me acusan de homicidio y me “afianzaron” en el entierro de mi suegra.
–Pero no me has dicho quién te arañó.
–Ella, mi suegra, quién más, recoño… ¿Pues qué te crees? ¿Creerás que no quería que yo la entierre?
En la actualidad, el aludido ya cumplió su condena, y como abogado que soy, sé que no puedo, no debo dar nombres.
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Quince días después de concluir mi gestión como Presidente Municipal de Mérida fui designado Procurador General de Justicia. Y me puse, con noble afán, al servicio de la diosa de los ojos vendados.
Como el Subprocurador era mi viejo maestro de Derecho Penal, Lic. Ricardo Pinelo Elizalde, respetable por sus conocimientos y por la rectitud de sus procedimientos como funcionario, me entregaba sus escritos y pedimentos fiscales que yo firmaba sin leer, pese a su insistencia para que yo los leyera. Esta feliz circunstancia me permitía mayor tiempo para la atención de la audiencia pública a la que concurría tanta gente que necesitaba resoluciones rápidas, sin leguleyismos, mediante intervenciones de bueno y amigable componedor. Había entonces juventud, y por consiguiente paciencia y buen humor para todo y para tratar con todos.
A una de mis primeras audiencias compareció un padre que se decía ofendido y me dijo con vehemente energía:
–Sr. Procurador, el tal por cual de Fulano engañó a mi hija y le pido que lo llame y le exija que recoja la honra que ha arrebatado.
El caso era sugestivo; un abogado joven como yo, no podía dejarlo pasar inadvertido; había que dar una lección al pérfido burlador que se había atrevido a pisotear el honor de una joven dama. Hice comparecer al acusado y le informé del motivo de la cita, conminándolo a que cumpliera con su deber. Con gran aplomo, me expuso estas razones.
–El señor padre aquí presente está equivocado; yo no engañé a su hija; ésta tiene veinte años de edad, y por otra parte, aunque el hecho fuera cierto, yo no podría casarme con ella porque incurriría en bigamia. Soy casado y tengo cuatro hijos. Divorciarme, salvo su mejor parecer, Sr. Procurador, sería querer reparar una falta cometiendo una mayor. Lo más que puedo ofrecer, y estoy dispuesto a firmarlo ante usted ahora mismo, es reparar el daño con medios económicos, de acuerdo con mi modesta situación.
Como el padre “ofendido” asintiera, me atreví a preguntar:
–Pues mire, Sr. Procurador, si la joven da a luz a un niño, daré diez mil pesos; y si es niña, como su educación es más delicada, le daré quince mil.
Volví la vista al quejoso, noté que su semblante se había suavizado y le dije:
–¿Qué opina usted?
–Bueno, después de escuchar las razones, no me queda otra que aceptar. Pero eso sí: que el acta se levante ante usted y que todo quede bien formalizado para que no se escape ningún detalle.
Pasaron al despacho del Lic. Pinelo para terminar el trámite, y continué en el mío más orondo que Sancho en la Ínsula Barataria, bien satisfecho de haber hecho cumplida justicia.
Minutos después, escuché algo así como el rumor de una discusión violenta entre las partes y casi inmediatamente el Lic. Pinelo los volvió a llevar ante mi presencia, iluminado el rostro por una sonrisa irónica. El presunto suegro fue el primero en hablar:
–Sr. Procurador, este ciudadano se quiere pasar de vivo y abusar de nuestra buena fe. Que le diga a usted lo que ahora quiere.
–A ver, señor, ¿por qué pone usted dificultades cuando todo ya estaba acordado?
–Quedó un detalle pendiente de señalar para que el convenio se tenga por firme.
–¿Cuál detalle?
–Y si mi hija no está embarazada, ¿qué es lo que va a pagar este señor…?
–Bueno, esa es una contingencia que lo favorece a él. ¿Qué quiere usted que se haga?
–Muy sencillo que se ponga en el acta que este amigo debe darle a mi muchacha otra oportunidad…
Vislumbré el semblante socarrón del maestro Pinelo, cual si quisiera decirme: ¡Chúpate esa, “Ex–alcalde de enero”! y cansado de hacerla de desfacedor de entuertos y componedor de agravios, tomé a cada uno de los litigantes por el brazo y los puse en la puerta del despacho diciéndoles:
–¿Y quieren ustedes, desventurados, que un Procurador novicio se convierta en vulgar celestinesco Procurador?
Jesús Bolio López
Continuará la próxima semana…