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Memoria de dos inquisidores siniestros del Siglo XVI

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Letras

IX

 

Y dije: Maestro, ¿qué gentes son esas que metidas dentro de esas arcas, se hacen sentir por medio de ayes tan lastimeros?

–Esos, me contestó, son los heresiarcas y sus secuaces de todas las sectas.

DANTE: Infierno, IX, 47

De puro gritar y gemir me he quedado con sola la piel pegada a los huesos.

Salmos, CI, 6

 

 

LA CIRCUNSTANCIA LEJANA

El remoto año de 1252 el papa Inocencio IV propició la profusión de menesteres abominables con la emisión de la bula Ad estirpada que de hecho facultaba a los magistrados a emplear la tortura contra quienes resultasen sospechosos de herejía. Esta ominosa encíclica, germinada de una vasta intolerancia, multiplicó de algún modo el número de personas quemadas, desolladas o estranguladas y el número de verdugos en los cinco siglos subsiguientes.

Los pecados de los herejes de Europa condicen con los pecados de los herejes de América pero la manera de escrutarlos es diferente. En Europa, los inquisidores escudriñan las huellas del sigilum diaboli en los cuerpos de brujas y heresiarcas.

La búsqueda de los hurones españoles en América es menos particular. Rastrean los montes y las cuevas buscando osamentas humanas y manchas de sangre esparcidas en las efigies de brutales ídolos de piedra adorados por ciertos naturales muy devotos de la sierpe y el jaguar. Los sabbats americanos acaecen en el mutismo de los bosques. Rehúyen los ostentosos desplantes de los réprobos occidentales.

En nuestra Península de Yucatán se dan ilustres ejemplos de ese hostigamiento religioso durante la época de la conquista española. Las fuentes que nos instruyen sobre esa infamante persecución (y exterminación) de los herejes mayas son cuantiosas. Pululan relaciones y cartas, y los famosos procesos formados a aventajados canallas de los tiempos de la Conquista y de la Colonia. Repasemos algunos antecedentes.

LA PAGANIDAD INCÓLUME

La conquista de Yucatán no redunda (como en otras provincias de América) en una confortable victoria de los conquistadores. Los mayas –guerreros bizarros sin disputa– no fueron sometidos, sino transcurridos varios lustros de encarnizados combates. La preponderancia de las armas españolas fue responsable de esa inmerecida catástrofe. La segunda conquista (la espiritual) fue menos extenuante. Con todo, una notable fracción del pueblo maya prosiguió ejerciendo sus antiguos rituales ante los ídolos de sus dioses en el exuberante silencio de la selva. A esa pagana rutina americana se enfrentarán con implacable saña inquisitorial dos españoles siniestros del siglo XVI: el fraile franciscano Diego de Landa y el doctor Diego de Quijana, Alcalde Mayor de la Provincia de Yucatán.

EL TERRIBLE INQUISIDOR

Si comienzo con Diego de Landa es meramente por razones cronológicas: arriba a Yucatán doce años antes que el doctor Quijada. Nace en Cifuentes de la Alcarria (Toledo), asume los hábitos a los diez y siete años y poco después se ordena sacerdote. A partir de su ordenación, nada se sabe de él. Hacia 1549 desembarca en las costas de Yucatán: desempeñará los cargos de Guardián del Convento Mayor de Mérida, Provincial de la Orden Franciscana y Obispo de Yucatán, hasta su muerte en 1579.

A Landa lo satura una naturaleza despiadada, su celo por las observaciones religiosas es excesivo. Se goza de la humillación ajena: ha logrado que un gobernador se prosterne suplicante a sus pies. Es dueño de una perturbadora inteligencia. Aprende sin esfuerzo la lengua maya. El retrato más convencional de Landa nos revela la desvaída efigie de un hombre que encubre la mirada. La nariz larga y corcovada. Los labios sellados por la explicable tensión de una intolerancia irracional; escindida la barba vulgar; una módica ración capilar corona insuficientemente aquella cabeza banal. Viste el hábito franciscano sin olvidar su inseparable, inmenso crucifijo; la mano izquierda al corazón, la derecha a la altura de la cintura.

EL SINIESTRO DOCTOR QUIJADA

Desconozco si algún complaciente escrutador se haya dado a la tarea de componer una monografía de la ignominia en Yucatán. Si yo tuviera en las manos esa laboriosa ocupación le destinaría al doctor Quijada un nicho culminante. He aquí los antecedentes de ese protervo personaje: se educa en la Universidad de Salamanca y llega a América probablemente en 1544 (la fecha exacta no importa). En el Orbo Novo desempeña cargos primordiales. Parece que en la década de 1550 reside en San Salvador; retorna a España por 1560. El 19 de febrero de ese año Felipe II le asigna la Alcaldía Mayor de Yucatán y Tabasco, cargo que asume a su arribo a la Península, a los 44 años de edad, el 28 de junio de 1562.

Admito desconocer efigies suyas. La ausencia de retratos acrecienta su misterio. Sabemos sin embargo que fue asmático, ocurrente y detestable, que tocaba la vihuela y que vestía con meticulosa extravagancia. Su cuenta criminal en Yucatán es portentosa.

ECCE CRUCEM DOMINI…

Volvamos a Landa. Lo primero que hace el franciscano a su llegada a Yucatán es investirse de cierta amañada humildad. Se pone el raído sayal, se arma de un báculo y de su inseparable breviario y echa a andar, descalzo, por los milenarios caminos de esa provincia. Su horror a la paganidad es desmesurado. Compele a los indios al bautismo y les advierte contra los demonios, que velan por todas partes. Se echa a volar el rumor de relucientes milagros que custodian sus jornadas: la vez que sale indemne de su encuentro con una turba de indios enfurecidos que están a punto de inmolar a un mancebo; otro día obra el portento de hacer caminar a una paralítica con sólo bautizarla; astutamente provisto con reservas de maíz, logra la salvación de todo un pueblo amagado por el hambre; como en los iconos medievales “una estrella resplandeciente” (anota Cogolludo) lo acompaña en la generalidad de sus prodigios.

LAS ACTAS ABOMINABLES

A fines de 1561 ocurre un suceso que provoca en Landa una repentina repulsión: un cazador ha descubierto a la entrada de una cueva el cadáver recién sacrificado de un venado al que se le ha arrancado el corazón. Al penetrar en la cueva el cazador se pasma ante una obscena representación de huesos y calaveras, altares e ídolos embarrados de sangre. Landa es enterado. Inmutado por la noticia, decreta la captura de quien ha atentado contra la Providencia. Mientras rastrean al culpable, el fraile desempolva las actas del Santo Oficio. Su estudio minucioso de esas memorias le revela ciertos privilegios concedidos a los franciscanos por León X (y otros papas) que los faculta a ejercer derechos de emergencia en ausencia de autoridades episcopales. Excitado por el hallazgo, Landa se dispone a resucitar antiguas y dolorosas prácticas inquisitoriales…

Roldán Peniche Barrera

Continuará la próxima semana…

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