Letras
XIX
El padre Rafael siempre fue aficionado al box, influenciado seguramente por uno de sus escritores predilectos, el norteamericano Ernest Hemingway, de quien había leído casi toda su obra.
Aquella tarde, mientras leía Por quién doblan las campanas, notó a dos jovencitos que intentaban sostener una pelea de box en plena calle. Al notar sus serias deficiencias, se acercó a ellos y, con un ademán pugilístico, les hizo saber su interés.
–¿En verdad quieren aprender?
A la pregunta no le siguió ninguna respuesta, pero sí el interés jadeante que no les permitía hablar.
–¿Nos va… a enseñar? – lanzó uno de ellos como respuesta.
–Si quieren… ¿Quieren?
–Solo si no nos obliga a rezar entre cada raund…
Los tres soltaron la carcajada como si fueran íntimos amigos.
–De acuerdo, pero tendrán que hacer lo que yo les diga.
–Bueno, pero eso dígaselo a él, porque yo sólo estoy haciendo de sparring– dijo el más delgado, señalando con el guante a Fernando.
–Muy bien, entonces tú serás mi asistente en la esquina.
–¿En cuál esquina?
–En la esquina del cuadrilátero, cuando tengamos la primera pelea.
–Yo no quiero ir a un cuadrilátero, solo quiero entrenar– dijo Fernando un poco atemorizado por el avance de los planes.
–Déjate de eso, son niñerías; nadie entrena nomás porque sí.
Cuando Fernando presenció en el pueblo por primera vez una pelea de box en vivo, quedó impresionado con el sonido de los guantes chocando con la humanidad del oponente. Le gustaba la forma en que los boxeadores de la televisión esquivaban los golpes. Y hacia allá fue con los planes.
–¿Me enseñará a esquivar los golpes rectos y los que vienen de abajo?
–Se llaman uppercut. Y, sí, te voy a enseñar el arte de esquivar golpes.
–Hecho. Entonces ¿cuándo comenzamos?
–Ya, ahora mismo.
Esa fue la primera mañana de entrenamiento. Mientras el padre leía a Hemingway, Fernando entrenaba, repitiendo los movimientos una y otra vez. De tiempo en tiempo, el padre levantaba la mirada para corregir algún ejercicio mal ejecutado.
Fernando era un alumno disciplinado. Y por ello sus avances fueron notorios desde los primeros días.
Cuando el padre Rafael lo creyó conveniente, trajo a un sparring del calibre de Fernando para probar los avances. Justo en la explanada del templo, hizo construir un ring de entrenamiento, no con medidas reglamentarias, sino de cuatro por cuatro metros. Ahí metió esa mañana a los dos oponentes.
En cuanto los dos comenzaron a soltar golpes, de inmediato se vio la destreza de Fernando, y fue justo en el segundo round de entrenamiento que un gancho al hígado dobló al sparring, dejándolo sin posibilidad de recuperación.
Fue ahí que el padre decidió dos cosas: que el sobrenombre del muchacho sería “el Hígado”, y que esa semana tendría su primera pelea.
Con el tiempo, el apodo “el Hígado” se volvería famoso en el pueblo y en muchos otros lugares de Michoacán.
Hacía algunos meses que en el pueblo se efectuaban peleas de box los sábados, la gente bajaba hasta las colindancias donde a un gringo se le había ocurrido la idea de construir un auditorio techado con lona, con un ring profesional en el centro. Los entablados laterales daban la idea de un pequeño estadio, era un espacio que superaba los mil metros de terreno, suficiente para sentar a unas trescientas personas. Las noches de sábado, aquel lugar se llenaba a reventar.
Las vendedoras de cerveza iban y venían entre el gentío.
Ese sábado fueron juntos a ver el box. Al terminar la función, el padre Rafael, a quien no está demás decir respetaban y conocían por doquier, se acercó al organizador para anotar a su boxeador.
–¿Y los gallos, padre, ya los dejó en el olvido? – le dijo el gringo en un español casi perfecto.
–Nombre… ¿Y este qué, no es un buen gallo?
–Oiga, claro que sí, tiene razón. Mire, le explico cómo está la cosa. Cada semana se sortean los nombres de cada categoría; veo que su muchacho es welter, entonces se sortea con los que son welter. Se hace la cartelera el miércoles, y ustedes ya el jueves saben quién es su contrincante.
–¿Tres días para estudiar al rival? – preguntó el padre un tanto ofuscado.
–Hombre, pues ¿cuánto quería? Si no son profesionales.
–Eso sí. Pero es muy poco tiempo. Ni hablar…
Una pelea de box es una lucha de estrategias. Es casi como una partida de ajedrez, quien tenga mejor estrategia, ese ganará. Por lo tanto, para enseñarle a su boxeador esos principios, tuvo que enseñarle a jugar ajedrez. Por las mañanas, luego de la misa de seis, entrenaban.
Y por las noches, antes de misa de ocho, jugaban ajedrez.
De nada valió conocer el nombre y apodo del contrincante, nunca lo habían visto pelear: Nicanor “el Bombardero”. Lo único que se sabía de él era que tiraba una zurda de miedo. Al parecer era suficiente saber, al menos, de lo que debían cuidarse. Los últimos dos días previos a la pelea, el entrenamiento versó acerca de cómo esquivar golpes de zurda.
Cuando llegó el sábado, la gente comenzó a bajar a la arena de box. Los carteles que habían pegado anunciaban el debut de Fernando alias “el Hígado” vs Nicanor “el Bombardero”. Aunque no era la pelea estelar, despertaba entre los aficionados una curiosidad extraña.
La pelea llegó a tres rounds, el Bombardero estaba exhausto, tal vez porque su peso rebasaba por mucho la categoría welter. A la mitad del tercer round, un gancho al hígado lo mandó a la lona. Fernando le clavó la mirada deseando que no se levantara, pero el Bombardero se puso de pie. Escuchó al padre Rafael gritar a sus espaldas: “Ve por él”.
Como si en ello se le fuera la vida, se abalanzó con golpes rectos y cruzados, pero un volado de mano derecha lo devolvió a la lona. “el Bombardero” estaba en otro planeta. El réferi terminó de contar: “diez”.
Había ganado su primera pelea. Había noqueado en su primera pelea. El padre celebraba como si fuera un niño. Era también su victoria.
Desde ese día, cada vez que alguien se encontraba con Fernando en la calle, lo saludaba con expresiones como: “Ese Hígado”. “Qué tal, Hígado”. “Buena pelea, Hígado”. El apodo se le quedó como una marca registrada.
Luego de cinco peleas invictas, le tocó la suerte de enfrentar a un exboxeador profesional. “El Hígado” y la lona se conocieron de cerca. Durante los cinco rounds que duró la contienda, el apodado “Kid Mantecas” fue como una espina en su costado. Una taza de su propio chocolate. Le magulló el hígado a más no poder. Hasta que un gancho que se le clavó en lo profundo del costado lo dobló bajo un dolor indescriptible. Aquella noche no durmió a causa del intenso dolor. Sobra decir que cada que iba al baño orinaba sangre. Ese fue el final de su meteórica carrera como púgil.
Jorge Pacheco Zavala
Continuará la próxima semana…