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Enrique Moreno Báez
Por Ermilo Abreu Gómez
El arte, la literatura, las modas y la crítica misma tienen su época y su estilo. Quién sabe qué factores extraños –el clima, casi, casi las evoluciones de la especie– influyen en su transformación y en su carácter. No sé si Darwin dijo que “a cada etapa geológica corresponde una precisa etapa zoológica”. Todo en la vida está en relación con las fuerzas que nos rodean. Este preliminar un poco pedante nos vino a la cabeza al empezar a escribir esta nota acerca del maestro don Enrique Moreno Báez, de la Universidad de Santiago de Compostela.
Tengo a la mano no sé cuántos de los libros que ha escrito desde Nosotros y nuestros clásicos, Reflexiones sobre El Quijote, hasta la edición crítica de la Diana, de Jorge Montemayor.
Cuando recuerdo la crítica del siglo XIX, me parece que toda ella gira alrededor de don Marcelino Menéndez Pelayo; tiene –en diferente proporción– sus defectos y sus virtudes. (*).
Casi todos abusan de la erudición, no se paran en dificultades; si hay que citar el pie de imprenta del Libro de los muertos, pierden la vida tras sus huellas, y si no dan con él lo inventan y santas Pascuas. Luego, cuando se enredan en polémicas (por una coma olvidada, o un acento traspuesto) se tiran los trastos a la cabeza y se dicen perrería y media. Y ni hablar del peligroso predominio de los credos políticos y religiosos: por ellos, sin más averiguación, se niegan aciertos y se disimulan errores.
Pero, con todo y más, la labor de aquellos escritores es base irrecusable de la actual crítica. No es preciso negar a Newton para hacer el elogio de Einstein. Por años tenemos tarea para examinar las minas del saber que nos legaron. Ahí están imperecederos los nombres de Bonilla y San Martín Julio Cejador, Rodríguez Marín y tantos más. Fue una época y hasta un gusto.
Pero aparece la figura de don Ramón Menéndez Pidal y se crea un nuevo método, una nueva disciplina, en realidad una nueva ciencia de la historia y de la crítica literaria. Es claro que en Europa se establecen también métodos similares. Se crea como una novísima ciencia de la investigación. Y los resultados están a la vista y hoy se cosechan como frutos.
Don Ramón formó escuela. Sus discípulos –salidos de su cátedra o de sus libros– han formado ya un conjunto de disciplinas que antes o no conocíamos o solíamos tomarlas en manos en los campos de la lingüística, de la filosofía, de la fonética, de la semántica y de la estilística. Restará con recordar unos cuantos nombres para pensar que don Ramón es doblemente grande: por su obra y por sus discípulos. Aquí están estos nombres que de momento recordamos: Tomás Navarro Tomás, Américo Castro, Federico de Onís, Dámaso Alonso, Amado Alonso, Pedro Salinas, Montesinos. Aquí está, también en situación de privilegio: Enrique Moreno Báez.
Enrique Moreno Báez da la impresión de que trabaja con lentitud; quiere decirse que no deja nada al azar ni está a la caza del dato fortuito u ocasional. Se advierte que sobre un tema –pensado o intuido; que el intuir es una forma del pensar, según dicen los matemáticos– arma el edificio de su disertación. Por eso, cuando acabamos de leer cualquiera de sus ensayos sentimos el inefable placer de haber alcanzado una verdad o una certeza. Así quedamos invitados a leer y a releer los subsiguientes trabajos.
Tiene este inteligentísimo y modesto crítico (el tono de todos sus escritos revela profunda modestia) la rara virtud de su arte literario. Virtud ésta, si bien se mira, insólita. En efecto, los críticos, tal vez porque viven asediados por la investigación, amenazados por la montaña de fichas, de notas, de papeletas y de libros que acumulan en su escritorio, acaban por desdeñar el valor estético del idioma que manejan.
Esto no le pasa a Enrique Moreno Báez. Leer, por ejemplo, estas tres de sus obras: Nosotros y nuestros clásicos, Reflexiones sobre El Quijote y El nacimiento de Europa, es gozar eso que se llama en buen castellano el arte del buen decir. Aparte del cúmulo de atisbos históricos, de la hondura del pensamiento, qué modo armonioso de hilvanar frases y párrafos. Esto de manejar la prosa –en el nivel de las cosas que atañen a la filosofía y a la especulación– es cosa reservada tan sólo para los que disponen el don de la gracia.
Hermanar el pensamiento con la palabra, y el pensamiento y la palabra para alcanzar el dibujo de la arquitectura de un ensayo, no es tarea que se deja a los incautos. Reclama su realización mucho meditar, en primer lugar, y luego un ejercicio asiduo con el alma y las manos de todos los recursos del idioma. En la expresión literaria existe una maduración simultánea de algo que se hereda y de algo que se vive, en el estadio de lo irremediablemente presente.
Por eso el manejo de los clásicos es peligroso. Ya lo han advertido hasta la saciedad tanto Moreno Báez como Américo Castro. Tal lectura, sin previo aviso, es un verdadero tobogán que precipita al remedo de lo arcaico. En este pecado cayó el propio don Francisco Rodríguez Marín. De tanto manosear autores de los siglos XVI y XVII, empezó a decir esas tremendas cosas del habedes, del tenedes y del tengo para mí, a pie juntillas a las vegadas y dar en la flor. El mismísimo don Marcelino reconoce que una parte de su obra estaba saturada de no sé qué tono elocuente y latinizante.
Moreno Báez nos escribe y nos habla en su lengua viva, actual y actualísima por la sencilla razón de que no podemos disponer de otra. De ahí el placer que nos proporciona leer y volver a leer las páginas que nos regala.
Algunos de sus libros, especialmente el citado que lleva el título de Nosotros y nuestros clásicos, debía ser texto oficial, texto obligado en las escuelas donde se enseña literatura y lengua española. Deben tenerlo a la mano los maestros para que no vuelvan a repetir con engolada voz a sus inocentes parvulitos: “Si queréis escribir bien, leed y volved a leer a nuestros clásicos”. No es este el camino de la enseñanza. El camino es el que señala, con mil razones, Moreno Báez: a los clásicos se les admira pero no se les imita.
(*) Dámaso Alonso Menéndez Pelayo, crítico literario. Madrid, 1956.
México, D. F., mayo de 1969.
Diario del Sureste. Mérida, 25 de mayo de 1969, pp. 3, 8.