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La taza preferida de mamá

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Por Rocío Prieto Valdivia

Aún recuerdo ese diez de mayo cuando con mis ahorros compré con tanto amor ese par de tazas en la legendaria tienda que, a pesar de las vicisitudes de la vida, las subidas y bajadas del dólar, sigue de pie: la miscelánea Lolis, cercana a la parada del autobús en la calle sexta y Gastelum.

Parecía que ahí me estaban esperando en ese estante que ahora solo se viste con tazas de plástico. Entramos mi hermana y yo en busca de un regalo para mamá. Mi hermana, de escasos 15 años, tomó un osito de peluche montado en una pequeña cajita con flores a los lados, y una cajita de chocolates.

Caminamos entre los pequeños pasillos, buscando lo que yo orgullosamente llevaría. El reloj no detenía su marcha, nuestro autobús estaba por salir. De prisa, tomé una caja con dos tazas de buen tamaño; en el empaque se miraban las figuras: una era blanca, con un ángel pintado en un costado, y la otra tenía una figura distinta, la cerámica era color hueso. También cogí una bolsa con diseños alusivos al día y un frasco grande de café. Nos formamos para pagar y, como según fuimos los primeros clientes de ese día, nos hicieron un descuento. Mi hermana se puso contenta y con sus $10 de descuento cogió un jugo de durazno y unas sabritas; también agarré lo mismo, sólo que por partida doble.

Momentos después, mi hermana y yo salimos, justo a tiempo. Afuera estaba mi hijo, además de Emilio, quien en ese entonces fuera mi pareja sentimental. De prisa subimos al autobús.

Al caminar en busca de nuestros asientos, nos llevamos una sorpresa: ahí estaban mi otra hermana, mi cuñado y nuestro único hermano. Nos abrazamos efusivamente, mientras nos sentábamos Emilio y yo en asientos separados. Me senté con mi hermana quien pidió la ventana para ir viendo, mi hermano se sentó con Emilio, y el niño se fue  sentado en las piernas de su papá; por lo sinuoso del camino se mantuvo quieto todo el viaje.

La carretera escénica nos brindó bellas imágenes. Después de hora y media, llegamos a Rosarito. Nos bajamos uno a uno, tuvimos que tomar una calafia que nos dejó frente al resort Santini, un lujoso complejo turístico frente a las playas de Rosarito. Cruzamos la carretera libre, había una entrada hacia nuestro destino.

Entre risas y bromas, caminamos durante otra hora hasta llegar al pequeño poblado donde vivía nuestra madre.

Ese lugar nos parecía un pequeño paraíso: había unos grandes encinos y algunas casitas. Mi madre tenía un par de perros -la paloma y el bongo- que al vernos empezaron a ladrar. Estábamos a pocos metros de llegar a la casa y no nos dejaron avanzar. Nos empezamos a reír y echar voladitos para ver quién era el que se iba a sacrificar. Mi hermana Teresa dio un paso al frente y la paloma le agarró el pantalón, enseguida yo salté en su defensa y el maldito del bongo me agarró la pierna. Sólo nos abrazamos mientras lo demás se reían a carcajadas.

Nuestra madre, al escuchar las risas, salió con lágrimas en los ojos; nos dijo que reconoció nuestros gritos.

Uno a uno la fuimos abrazando y a la vez dándole sus regalos. Mi hermana  Brenda y mi cuñado le dieron un sobre con $200 pesos, Mamá los guardó en bolso de su pantalón; mi hermano Juan  sacó de su mochila un pequeño ángel y una carta. Yo le di las tazas y el café, Emilio $400, mi hijo Daniel un carrito y, por último, mi hermana Teresa el dichoso osito y los chocolates, mismos que al terminar de comer Mamá repartió. Las tazas las puso en la pequeña vitrina. El dinero sospecho que lo usó para hacernos de comer.

Mi madre se veía plena, sonreía.

Pasamos dos días con ella, haciendo fogatas en las noches, y por las mañanas usábamos las brasas para tostar tortillas.

Las veces que volvimos de visita, siempre sacaba sus tazas; ella y Emilio tomaban café mientras platicábamos. Siempre decía que eran sus tazas favoritas.

En un viaje que hicimos de improviso, Emilio se trajo una de las tazas. Mi madre nos contó que se la habían robado. Emilio no decía nada.

Busqué cómo una loca otras iguales a esas. Siempre me decían que ya pronto llegaban, pero por alguna extraña razón siempre se quebraban al ponerlas en el estante.

Mi  mamá no volvió a saber nada de su taza.

Fue hasta que Emilio dejó de trabajar y estábamos a punto de separarnos cuando confesó su fechoría. Lo hizo justo en el tercer aniversario de la muerte de mi madre. Muy enojada, le reproché su desvergüenza, azoté la puerta, salí y le grité incoherencias.

Después de limpiar mis lágrimas, volví a entrar, tomé la taza preferida de mamá del maldito escondite y ese  mismo día me marché de la vida de Emilio. Ya nuestro hijo tenía una vida hecha, la relación iba de mal en peor. No había más que hacer por salvar la relación.

Hoy, al terminar de sacar la mudanza por tercera vez, encontré un mensaje de mi madre en el asiento de la taza.  «Nunca dudes de mi amor por ti, Rebeca. Te ama, mamá.»

Ahora comprendo que Emilio no robó la taza, fue mi madre quien se la dio.

Tomo la taza, la lavo y me sirvo un poco de café. De repente, ante mis ojos los  recuerdos buenos con Emilio aparecen mágicamente, y el amor de mi madre me arropa.

Sé que no estoy sola, que al terminar de tomar mi café en la casa nueva puedo voltear la taza, voltear mi mundo de cabeza, y leer en el asiento de la taza las dulces palabras de mi madre una y otra vez…

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